En el pequeño estudio de arte situado en un rincón olvidado de Montmartre, París, el pintor, Jacques Delacroix, se enfrentaba una vez más a su karma. Era un día gris de otoño, las hojas de los árboles de la Rue des Saules se arremolinaban en tonos ocres y dorados, y el aire estaba impregnado con la humedad de una lluvia reciente, que hacía que el empedrado brillara.

Jacques, un hombre de mediana edad y ojos cansados que habían visto demasiados amaneceres sin inspiración, se había propuesto, desde hacía años, pintar algo puramente abstracto.

Aquel día, el estudio estaba más desordenado que de costumbre; tubos de pintura esparcidos, pinceles de todos los tamaños en jarrones de cerámica que alguna vez contuvieron vino barato, y lienzos, algunos en blanco, otros con esbozos que siempre, para su desconsuelo, tomaban formas reconocibles.

Jacques comenzó con trazos amplios y decididos, colores vibrantes que chocaban entre sí, intentando evitar cualquier idea figurable. Un cúmulo de azul y blanco se convirtió en una ola, el rojo y el negro insinuaron un pájaro churrigasinche en vuelo, y así, cada intento de abstracción se vio saboteado por la intransigente pareidolia.

Golpeó el lienzo con su pincel, salpicando pintura como si fuera sangre de su lucha interna. «¡Por qué no puedo liberarme de las formas!» exclamaba hacia las vigas de su estudio, donde las arañas urdían con apatía.

El ambiente en el estudio se volvía más denso, cargado con el olor de la trementina y la desesperación. Las sombras del atardecer empezaban a reclamar el espacio, transformando su atelier en un cuadro de luces y sombras que, irónicamente, era más abstracto que cualquiera de sus obras.

Jacques pensó, “Es hermoso, pero no abstracto”. Con esta resignación, Jacques analizaba la insoportable emersión de la forma.

De pronto una sonrisa se dibujó en su rostro mientras el crepúsculo daba paso a la noche sobre París.

“El artista debe ser ciego frente a la forma reconocida o no, del mismo modo que debe ser sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo”, en ese momento de lucidez recordó las palabras de Vassili Kadinski.

La respuesta estaba en el sentimiento, transmitir pasión y emoción al pincel, allí la forma no puede concentrar tanto sentido.

Con un suspiro, tomó el pincel y comenzó a trazar líneas sin pensar, sin intención evidente. Dejando que su mano fluyera sobre la superficie.

Al final, se quedó perplejo frente a su obra, no reconocía formas, pero lo que era más profundo, no se reconocía a él mismo pintando aquello, no se encontraba en esos trazos. Ese pintor interior había sido rescatado.

Quizás había algunas ideas y figuras que surgían de esa pintura, pero él, no podía advertirlo, algo era más fuerte, lo que allí había era concepto, era pura esencia.

A partir de ese día Jacques dominó un nuevo lenguaje, comprendió escenas e instantes que antes le eran ajenos. La mera organización de trazos ya no constituía sentidos y la pareidolia no era más que una anécdota fruslera.

Sentarse frente a un lienzo era entrar en un proceso hipnagógico de emociones fluidas, maleables y genuinas.

Ya no había formas en sus pinturas, él era sus pinturas.

Etiquetas: abstracto karma pintura

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS