—¡Corre, Dante, corre!
—¡No puedo, se está tragando mis piernas!
Crujían, en un intento fútil el barbón se arrastraba por el suelo no avanzando un solo milímetro con sus pies entre los dientes de Dios.
La boca seca de saliva pero rebosante de sangre continuaba el crunch crunch ignorante de los alaridos y las suplicas, es más, sus centenares patas de chivo e innumerables brazos, que tan largos como fornidos tal tentáculo de gorila, se estremecían al ritmo del abrir y cerrar de la mandíbula, la cual ocupaba lugar en el abdomen rodeado de cabello desaseado oscuro.
—Mierda… ¡Mierda! —Se movía tratando de esquivar de algún modo el dolor—. No puedo más…
—Espera… No, no te está comiendo. ¡Parece estar jugando!
—¿¡Es que acaso son esas buenas noticias!?
—¿No lo entiendes? Puedo sacarte de ahí, dame un momento.
Rebuscó en sus alrededores, logrando con éxito solo menguar su calma, estaban envueltos por un blanco infinito, espacio y tiempo perdidos por siempre en el mar de lo no descrito. Hizo un esfuerzo por encontrar lógica al divino conflicto, pero fue en vano, tal como lo habían conversado anteriormente esto era todo. Tanto Junio, Dante, y él cayeron en un vacío infierno.
—¿¡Qué esperas!? ¡Ayúdame!
—¿¡Cómo!?
—¡Abre sus fauces, si lo haces podré salir!
—¡Estás loco, si lo hago me arrancará las manos! —protestó
—¡Qué importa! —Le apuntó furioso con el dedo—. ¡Después de mí eres el siguiente, al igual que Junio!
Con indecisión se acercó a Dios, la decena de manos le ignoraban como un enjambre de moscas compitiendo por los desperdicios, le golpeaban de vez en vez el rostro descubierto.
—No… ¡No puedo! Lo siento mucho…
—Joder… ¿Por qué no acaba conmigo tan rápido como lo hizo con Junio?
—Junio era un bonachón —sollozaba—, no se merecía esto.
Dante tiró del suelo y empujó de los labios, no hubo cese alguno o siquiera una reacción. Al cabo de unos segundos su energía se agotó.
—Oye —dijo dejando caer su pecho al suelo, rindiéndose contra el rumiar en sus extremidades, jadeaba chillidos de sufrimiento—. ¿De qué moriste tú? ¿Lo recuerdas?
Tardó un poco, esperando a secar sus lágrimas antes de responder:
—Me pegué un tiro, justo en la sien ¿Qué hay de ti?
—Un hombre me asesinó. Me dio con un palo en la cabeza hasta caer muerto.
—¿Por qué? —preguntó confundido.
—Problemas familiares, ajustes de cuentas, llámalo como quieras… mierda… tuve mi merecido. ¿Por qué te suicidaste?
—Me vi acorralado por deudas, conocía la vida en la calle y no quise volver ahí, fui un idiota impulsivo.
—Eres igual de bueno que Junio, hombre. ¿Qué habrá hecho él para terminar aquí?
—No lo sé, podría jurar que le oí suplicar ante la santa trinidad por salvación, luego delirar en que esto era el plan de Dios, luego silencio ¿Es esto Dios?
—Si eso lo que es, de haber sabido que esto nos esperaba, le habría rezado mil padrenuestros a esta cosa… Joder, se está tomando su santo tiempo conmigo.
Las piernas de Dante eran ya una amalgama de carne molida revuelta sobre la cúpula que era la boca y la lengua. Las manos no se le acercaban, evitaban tocarle con cuidado como si estuviera sucio o sacrílego, eran los dientes que al moverse con precisión evitaban que huyera.
Dicha vista le perturbó, instándole a levantarse y avanzar dando pasos en la inexistencia, se alejó unos diez metros, no obstante, esa fue la máxima distancia a la que llegó, seguir caminando le dejaba en el mismo sitio. Corrió, sintió viento olor a azufre en sus mejillas, y al girarse, a diez metros la agonía de Dante continuaba.
Observó su ropa, la de Dante, los zapatos de Junio arrojados en la brutalidad acontecida, nada le era útil en su predicamento. Caminó con sumo cuidado alrededor de Dios, a los costados tenía algo semejante a cabezas de pulpo erguidas como estatuas rellenas de helio, la coherencia de la forma llamaba a la presencia de ojos, boca, nariz, algo; pero no, contra la gravedad permanecían indemnes sin un atisbo de rostro que reconocer. Siguió, detrás de Dios se encontraba lo que parecía la espalda de un oso, el pelaje era corto y pretendía suavidad; en la diagonal de punta a punta, rasurado de manera burda, se evidenciaba al desnudo su pálida piel. Múltiples manchas negras le adornaban, y de estas, copiosas gotas caían deslizándose desde ellas hacia el suelo, combinándose con la sangre de Dante y Junio. No, manchas no, ojos, Dios los abrió para observarle, tenía el gesto de un prisionero cuesta abajo, aquel obligado a construir las grandes pirámides, aquel que se adentra voluntariamente a la dama de hierro, aquel que llega cuatro días tarde al fallecimiento de su amigo. Él lloró.
Se apartó rápido de ahí. No supo qué fue lo que vio, pero sabía que algo había visto.
No pudo evitar mirarle de manera distinta, como un perro obligado a comer con recelo la porquería que tira el mundo. Quizá en esta nueva perspectiva vio en Dios debilidad, porque frente a él con las manos vacías se le arrimó a la boca, y con todas sus fuerzas trató de abrirle el hocico.
—¡Sal Dante, sal!
—¡No puedo, no me suelta las piernas!
Crujían las piernas de Dante, un horroroso sonido como velcro les hacía desear lo peor. La sangre saltaba alborotada al suelo, litros y mililitros fluían, sin embargo, vivo se hallaba gritando de dolor y esfuerzo, la muerte o el sopor se volvían un sueño más atractivo que escapar de ahí.
Ambos cedieron derrotados, Dios no respondió un solo suspiro o atención, como si nada hubiese ocurrido durante esos minutos.
—Mierda… Lo siento, lo intenté, perdón, Dante.
Le vio alejarse, lamentándose a punto de lágrimas. Dante, con lo último de su energía, en el momento en que le tuvo a distancia de sus brazos le agarró la pierna haciéndolo tropezar, rotando su cuerpo lo lanzó contra los colmillos de Dios; de un reflejo carnicero este abrió la boca, dándole la oportunidad a Dante de salir.
—¡Hijo de puta! —Le crujía el torso, Dios mordía sus costillas y le trituraba la columna. En poco tiempo terminó paralizado, y en mucho menos dejó de gritar y de gemir.
—Perdón, perdón, perdón —repetía Dante mientras se alejaba, diez metros para ser exactos, una vez ahí no pudo alejarse más.
Se giró para ver a Dios, quien aún comía los restos de brazos y de cráneo, este último lo reventó de un dulce apretón de muelas, dejando el líquido escurrirle por la comisura de sus labios. De manera anómala, Dios no se encontraba ensimismado en comer, ya sea porque se le hizo gusto a poco el pecador o porque ya se lo estaba terminando. Quizás era eso, no obstante, su abdomen apuntaba en la dirección de Dante con la intensidad de un depredador que quiere echarse a correr; de cierta manera le observaba, con invisibles iris color cian. Miraba a Dante, que torpemente seguía intentando huir.
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