El teatro de Navidad

El teatro de Navidad

Dpj

03/04/2025

La Navidad es un teatro y los niños sus  actores principales. Los mayores, excusados en su felicidad, se comportan de una manera absurda. Mi historia comienza en la interminable cola del trenecito.

Aquí estoy, en un recipiente de color de rosa, en manos de un pequeñajo de doce años, pelirrojo, con la cara salpicada de pecas. La sonrisa pícara. Lleva una bolsa negra que aprieta con fuerza contra su pecho. Su tesoro. Mi instinto me dice que el viaje no será fácil. El traqueteo del tren y el bullicio de los pasajeros me ponen nervioso. Anhelo salir de mi jaula, aun sabiendo que será el principio del fin.

¡Comienza la fiesta! El recipiente se agita. El placer de sentirme en el agua termina en el momento que el pequeño desenrosca el bote. Los empujones y codazos dan paso al aire libre. Estamos en fila de a tres y hace una tarde radiante con una ligera brisa.

En mi viaje me acompañan varios camaradas antiguos. Jorge, una pompa obesa que se borra pronto de la aventura, desaparece en el pequeño anillo lanzadera. Resbala por el bote hasta caer al suelo. «¡Nunca le gustó el riesgo!». Blanca es todo lo contrario, le gusta cantar cuando vuela; disfruta del paisaje y siempre nos regala algún tema de Serrat. Hoy toca, “Lucía”.

Salgo el segundo. Mi primera imagen es la de Jorge desparramado en el suelo del trenecito. Lo miro. El mismo gesto, brazos abiertos de conformidad.

—¡Hasta la próxima! —Se despide con desgana.

Para mi alivio escapo del aparato infernal. Los viandantes se hacen diminutos. El pequeño terrorista pelirrojo agita su mano.

—¡Hasta nunca! —Le regalo una “peineta”.

La calle Ancha está abarrotada. Todos con bolsas llenas de regalos e hipocresía. Pasean con sus mejores galas, «¡habrá que ver las peores!». Más tarde cenarán sin hambre, beberán sin sed. Vivirán sin vivir.

En la avenida hay varias sucursales bancarias. Grupos de indigentes, sentados en las puertas, escupen su realidad en mensajes escritos en un cartón. Veo como se vuelven invisibles para los transeúntes.

Una racha de viento me empuja de forma violenta hacia delante. Desembocó en la Plaza Alta. Un árbol de luces, inmenso, se cruza en mi camino. «¡Casi me desinfla!». Lo esquivo, con tan mala suerte que entró en la corriente que se dirige al mar. «Queda poco».

Agudizo los sentidos para apurar mi viaje. De repente, una enorme explosión en medio de la plaza. La onda expansiva me impulsa hacia la iglesia. Los gritos de la estampida se elevan hasta un cielo de color ocaso.

Todos huyen hacia ningún lado. Exhausto observo la escena desde la torre del campanario. En mitad del campo de batalla aparece él. Pelo cobrizo y cara salpicada de pecas. Empuña un mechero. Lo reconozco. Mi vida se queda sin hilos y resbalo por la pared de piedra. El humo de los restos de una traca de cien petardos echa el telón a mi existencia. «¡Que cierto es que la navidad es cosa de niños!

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