Las cartas de Lucía

Las cartas de Lucía

Dpj

03/04/2025

Un silencio oscuro acompañó al trayecto en coche desde su casa, a las afueras de Barcelona, hasta el aeropuerto del Prats. Sólo una canción de Serrat ponía banda sonora al viaje que María José emprendía rumbo a Utrera, su pueblo natal.

“Perdóname si hoy busco en la arena
una luna llena que arañaba el mar”

Carles, su marido, la despidió con un abrazo eterno. Vio cómo cruzaba la terminal de salida con pasos decididos, arrastrando su trolley con una mano y con la otra, abrazándola contra su pecho, la urna donde portaba las cenizas de su madre. Lucía falleció apenas una semana antes.

El reencuentro en el aeropuerto de San Pablo fue extraño. La pena mojó el abrazo sincero con su prima. Marta, apenas dos años mayor que María José, era el único vínculo que aún le unía al lugar donde nació. Durante su infancia solía pasar largas temporadas, sobre todo en las vacaciones estivales, en casa de su tía Carmen, siempre sin la compañía de sus padres. La vorágine de la vida le apartó de su particular recreo hasta reducirlo a esporádicas visitas que coincidían con viajes de negocios a Sevilla. Habían pasado dos años desde el último abrazo.

—Sentí mucho lo de la tita.  -La voz de Marta era sincera.

—Se marchó con la pena de haber vivido tan lejos de los suyos, pero creo que fue feliz junto a mi padre en Barcelona. Respondió con un finísimo hilo de voz.

La charla pronto se volvió animada pese a la pátina de tristeza que envolvía los recuerdos compartidos.

—¿Te acuerdas del cine de verano? —La prima cambió el rumbo de la conversación.

—Rosendo, el acomodador, se pasaba la película buscando al que tiraba los petardos. —Las dos rompieron a reír al unísono.

Los veranos en Utrera transcurrían entre jornadas interminables en la alberca de la casa de campo de los abuelos y paseos furtivos por las angostas callejuelas que escondieron los primeros besos.

—¿Qué fue de Alfonso? —Preguntó curiosa María José.

—Casado y con dos hijos, pero nunca te olvidó. —Le contestó, guiñándole un ojo.

La vida del pueblo era tan diferente a la de la capital catalana. Las prisas y las obligaciones dejaban paso durante dos meses al vientecito de libertad que le regalaba la lejanía de sus padres. El tiempo se detenía, o eso creía ella.

María José informó de sus planes de los dos escasos días que iba a estar en Utrera. Quería llevar los restos de su madre al panteón familiar, hacer una visita a la basílica para ver a la virgen y visitar a su tía´.

—Ya di tus datos a la residencia. —Le advirtió su prima.

—Tiene los achaques lógicos de su edad, pero conserva una memoria prodigiosa. —Contestó resignada.

Carmen llevaba años en el hogar del pensionista. Tras la muerte de su marido decidió que viviría sus últimos años sin molestar. Ocupaba sus días en leer novelas y relatos de Corín Tellado.

—El tito fue como un padre para mí —susurró con un tono nostálgico.

El día amaneció fresco, pese a que ya asomaba abril. Caminó sola hasta el coche de su prima. Cuando se disponía a abrir la puerta del vehículo, lo reconoció. Sentado en la parada de bus al final de la calle Larga. El mismo aspecto de galán de cine pese que había transcurrido casi veinte años desde la última vez que se encontraron. Era él. Aceleró el paso y el esfuerzo le produjo cierta sensación de calor. Cuando estaba a escasos metros, un coche paró justo enfrente y pudo reconocer a una mujer. Dos niños ocupaban los asientos traseros. A Alfonso se le iluminó la cara en el preciso momento que la mujer se giró para darle un beso. María José cambió repentinamente el rumbo calle abajo. Se marchó sonriendo, sorprendida de su impulso. Todavía.

—Sabía que vendrías. Tu padre me llamó hace dos días. —La recibió su tía, con los brazos abiertos.

Las dos anduvieron el trayecto desde el salón de la residencia hasta los jardines colindantes agarradas del brazo, con pasos lentos. Eligieron un banco bajo un olivo que le regaló una sombra que suavizaba los treinta grados que marcaba ya el termómetro.

—Nunca dejaste de querer a mi madre —murmuró con la mirada perdida.

Días antes en el tanatorio, el marido de su madre le confesó que no era su verdadero padre. Lucía se trasladó a Barcelona para iniciar una nueva vida a los pocos meses del nacimiento de María José. Jamás nadie supo quién era el padre de la criatura, sólo su marido. Carles, el joven encargado de la fábrica textil donde Lucía encontró trabajo, se enamoró perdidamente. Acogió a la niña como propia.

Tras el parto, su hermana Carmen cayó en una depresión que la tuvo casi dos años ingresada en el sanatorio mental de Sevilla. Juan, su marido, y la recién nacida se trasladaron a la casa de campo donde la abuela y la joven Lucía hicieron las veces de madre. La noticia de un nuevo nacimiento, esta vez era Lucía la que llevaba un nuevo ser en su vientre, apagó la luz de la casa. Juan emprendió viaje a Argentina, y se instaló en casa de unos parientes que emigraron un lustro antes, en un arrabal a las afueras de Buenos Aires. La triste Lucía siempre guardó su secreto.

Carmen, tras su estancia en  el sanatorio mental, regresó a su hogar y apenas dos meses más tarde Juan emprendió el camino de vuelta al pueblo. Lucía, en cuanto supo de su retorno, decidió embarcarse en una nueva vida, junto a su hija, lejos de su tierra. 

«Pasaba largas horas sentada frente a la ventana. De vez en cuando abría un cajón y releía cartas sin remitente que recibía puntualmente cada semana». Ese recuerdo nunca se borró del corazón de María José.

—Siempre lo supiste. ¿verdad tita? —Le preguntó sin reproche.

—Siempre la quise. —Le respondió automáticamente, mirándola a los ojos.

Camino del aeropuerto María José reconoció la casa de sus abuelos.

—¡Para prima! —La emoción hizo que alzara la voz.

Abrió, no sin dificultad, la oxidada cancela. Una cascada de recuerdos antiguos la atropellaron. Sus ojos se vidriaron.

La casa estaba en ruina. Hacía años que la familia se trasladó a un piso en la plaza del Altozano. Los cristales rotos crujían tras sus pisadas y los muebles se amontonaban, desechos, en el saloncito donde había pasado tantas tardes jugando con su prima.

Imaginó a su madre, sentada en la silla de enea, releyendo las cartas que se amontonaban en el cajón. Compartió su tristeza y le embargo un hondo pesar.

En el coche María José apenas habló. De nada hubiera servido emborronar el retrato de su infancia. Y mucho menos el de su prima. Ambas crecieron con un padre, al que adoraban. No quería que Marta pagara un peaje que no merecía.

Buscó en su teléfono la canción que su madre solía ponerle. «Ahora entendía sus largos silencios y su mirada perdida». Sonó Serrat.

“Vuela esta canción para ti, Lucía
La más bella historia de amor que tuve y tendré
Es una carta de amor que se lleva el viento pintado en mi voz
A ninguna parte a ningún buzón”

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