Melchor y Gaspar cruzaron un año más la Puerta de Istar a lomo de camellos que portaban alforjas repletas de regalos. Pronto encontraron acomodo en un cafetín del mercado. Las voces de los transeúntes retumbaban en las murallas de la vieja ciudad. «¡Babilonia!» susurró Gaspar, alzando sus manos al cielo. La barba blanca, muy poblada, y la piel cuarteada por el sol, acentuaban aún más el brillo de su cara.
Las jornadas de marcha se contaban por semana. Gaspar partió desde la India rumbo a Persia, donde se reencontró con su amigo. Ambos esperaron, mientras tomaban té con dátiles, al último integrante de la expedición. A lo lejos reconocieron a Baltasar. El joven árabe, apenas pasaba de los veinte años, tiraba de su cabalgadura entre el bullicio de los puestos de verdura y aperos. Abreviaron los saludos. El Magreb les esperaba.
—¡Ya eres todo un hombre! —Melchor lo estrechó entre sus brazos.
El trayecto duró diez días. Libia, paso obligado, salpicó el camino de montañas y desfiladeros. Las miradas furtivas de Gaspar al longevo Melchor, cargadas de ternura, desprendían admiración hacia el sabio que cabalgaba a su lado. Y por fin la frontera de Marruecos con España.
—Con permiso de mi comisario. —El nacional llamó de nuevo a la puerta.
—¿Qué pasa Martínez? —La repuesta sonó resignada —¡No me digas que aún están ahí los inmigrantes!
—Sí, señ… —El cabo no pudo terminar la frase.
Su jefe, el comisario jefe Don Antonio Pizarro, se levantó y de forma airada salió hacia el control de pasaportes.
Un joven de piel morena dormitaba en un banco frente a la garita. Tres camellos completaban la escena. «Un viaje largo» pensó el comisario.
Era medio día. Un sol radiante entraba por los ventanales del puesto de control pese a que enero recién amanecía.
—Los compañeros ya le han explicado el protocolo —Pizarro, manos en jarra, agitaba su cabeza de forma violenta. —Ningún ciudadano de Persia puede entrar en nuestro país.
El conflicto latente entre España y Persia impedía al viejo Melchor cruzar la frontera.
Apenas hablaron en el camino de vuelta a Castillejos. Los tres reyes daban vueltas a la inesperada adversidad. Melchor parecía el más abatido. Su corpulencia contrastaba con la tristeza de sus ojos que no levantó en todo el trayecto de vuelta a Marruecos
Dos jarras de vino casero calentaron un tanto la conversación durante el almuerzo.
—No podemos dejar a los niños de Europa sin sus regalos —repetía Melchor con un fino hilo de voz que le salía del alma.
—He oído que hay un paso por donde los inmigrantes ilegales llegan a España —El comentario de Baltasar sacudió a Melchor —¡Estás loco!
Gaspar lanzó un guiñó a su joven amigo.
Abdul aporreó la puerta de la casa de adobe donde Karim, su inseparable amigo, vivía a las afueras de Castillejos.
—¡Vamos rápido! —Agitaba su mano mientras en la otra asía un saco de arpillera. —Queda menos de media hora para el cambio de guardia y no tenemos tiempo que perder.
Los dos colegas apenas tardaron una hora en llegar al bazar de Manolo. La tienda estaba frente a la estación marítima en Ceuta. Suvenires y marroquinería se amontonaban en la fachada a la espera de algún cliente venido de la península. El dueño siempre recibía a los niños con caramelos y una sonrisa.
Los tres ingresaron en la trastienda. Abdul abrió el saco y extrajo tres teteras, una docena de vasos labrados en latón y dos cuscuseras de barro pintadas con colores vivos. La necesidad había agudizado el ingenio de los pequeños hasta convertirlos en virtuosos artesanos.
—Hecha a mano, amigo. —Karim apuntaba al cielo con sus pulgares.
—Mira calidad Manolo. —Su socio miró al mercader, asintiendo con la cabeza.
—Tomad veinte euros y tirad para Marruecos —Manolo señaló la puerta —¡Y tened cuidado con los guardias!
—Amigo, ¿nosotros dar veinte euros y vamos en bici? —Los niños soñaban con las dos BH relucientes que colgaban de la pared del bazar.
—Os las dejo en trescientos euros las dos. —Siempre recibían la misma respuesta —¡Y por ser para ustedes!
Cruzaron la avenida Cañonero Datos en un santiamén. El botín y la inminente puesta de sol aligeraron el camino. En apenas cuarenta minutos los dos amigos estaban apostados tras las piedras del dique en Benzú. Frente a ellos a su derecha la garita de los mehanis, la gendarmería marroquí que vigila la frontera.
—No hay moros en la costa. —El comentario de Karim arrancó una carcajada a su amigo.
Conocían cada palmo de aquel paraje. Bordearon el espigón justo en la dirección contraria donde dos soldados fumaban un cigarrillo frente al puesto. El viento les trajo un aroma familiar.
—¡Estos en un rato no atrapan ni a mi abuela! —De nuevo las risotadas.
Abdul pasó primero por un pequeño orificio de la valla metálica que ellos mismos habían hecho meses atrás. Karim volvió la vista de nuevo a los gendarmes. «Seguía la fiesta».
—¡Vamos ya! —Señaló su muñeca desnuda —¡Se hace tarde!
Los dos amigos cruzaron el monte Gurugú y encaminaron sus pasos por la vereda de tierra que bordea la carretera de la frontera. Podían ver las primeras casas del pueblo.
—Abdul —alertó a su amigo —¿Has visto esos camellos?
Karim sacó las ganancias de su bolsillo y las escondió en uno de sus calcetines.
—Buenas tardes, jóvenes. —Los forasteros celebraron la inesperada visita.
—Hola —respondieron al unísono —¿Os habéis perdido?
El relato del episodio en el puesto fronterizo sacudió un tanto a los dos chavales. Melchor caminaba de un lado a otro con su celular. A cada poco negaba con la cabeza. Gaspar sentado en una piedra, y con los brazos en cruz, miraba al horizonte.
—¡Os podemos ayudar! —Abdul se puso en pie —Conocemos otro camino.
—¿Estás locos? —Le reprochó su compañero —Pronto anochecerá.
—Tenemos que ayudar a esta gente de bien. —La respuesta fue inmediata.
En poco menos de media hora los cincos estaban escondidos frente a la garita. Uno de los guardias dormía sobre un camastro. Ni rastro del otro.
El orificio en la valla era demasiado pequeño para los tres forasteros, y aún más para sus cabalgaduras. Había que ir por la playa. Además del camino más peligroso era el único camino. La oscuridad de la luna nueva era buena compañía.
El grupo encaró la vereda hacia la playa de Benzú. La arena silenciaría la marcha, pero de repente el otro gendarme apareció de entre unos matorrales.
—Alto a la autoridad—les gritó.
—¡Tranquilo amigo! —Abdul alzó sus manos en un intento de tranquilizar al policía.
—¡Karim! —se dirigió a su compinche y con un gesto con la cabeza señaló al mehani.
Karim se acercó y metió su mano en uno de sus calcetines. Luego la extendió hacia el guardia.
El final de la playa separaba el camino de los tres reyes y los dos amigos. La despedida fue sincera. Los abrazos largos.
—Recordad esto —Melchor con los ojos vidriosos apoyó sus manos sobre los hombros de los niños —. Lo que no es dado, es perdido.
Montaron en sus camellos y emprendieron rumbo a Ceuta. Era casi medianoche. Se quedaron allí hasta que las tres figuras se confundieron con las luces de la ciudad.
A la mañana bien temprano, Abdul creyó oír la voz de su amigo. Abrió el ventanuco de su habitación. Karim hacía sonar el timbre de una BH impecable.
—¡Mira! —le gritó —alguien la dejó anoche a los pies de mi cama.
Bajó la escalera de dos en dos y al llegar al zaguán tropezó con una bicicleta. Entonces recordó las palabras del anciano con barba blanca. Y sonrió.
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