A Margot, el pecho le taconeaba. Habían pasado cuatro años desde el último encuentro con Carmen. Aquella octogenaria, guapa y elegante, era para la abogada como su segunda madre.
—¡Tita! —Margot, en pie, abrazó a Carmen —¡Estás radiante!
—¡Cariño! —La anciana atusó su melena —¡Mi dinero me cuesta! —Las risas espontáneas sonaron en toda la plaza.
—¡Cuánto tiempo! —Los ojos de Margot se anegaron.
La llamada, dos días antes, sacudió a la letrada. —Tengo un problema. —A Carmen le tembló la voz.
El mediodía en la terraza del bar en Jabugo, el pueblo donde Margot veraneó con sus padres hasta bien entrada la veintena, era celeste. Las ansías por el reencuentro eternizaron el trayecto en coche de la joven abogada desde Madrid.
—Necesito tu ayuda —Carmen agachó la mirada—. El banco quiere desahuciar a mis hijos.
Sus tres vástagos vivían en un edificio moderno de tres plantas en el centro del pueblo. Su padre, fallecido hacía una década, les legó la propiedad, fruto de su trabajo en un secadero de jamones. Paco, el que fuera mejor amigo del padre de Margot, logró levantar el negocio familiar hasta convertirlo en una referencia a nivel nacional.
—Su muerte nos sorprendió a todos —Margot asintió con la cabeza al oír las palabras de Carmen—. Debimos arreglar antes la herencia. Y no lo hicimos. —Un silencio largo sombreó la escena.
—Y ahora nos reclaman casi medio millón de euros —Carmen movió la cabeza —¡Y no lo tenemos!
Margot conocía bien a los tres hijos. Había compartido con ellos veranos inolvidables, llenos de juegos infantiles en la plazoleta y baños en los riachuelos del pueblo.
Pablo, el menor, era tan inteligente como su padre. Siempre tuvo claro lo que quería ser en la vida. Su carácter duro y frío como el cemento le ayudó a conseguir llegar a ser, con apenas treinta años, Inspector jefe de la comisaría de Huelva. Margot lo recordaba con una seguridad atípica para su corta edad.
David era diferente. Siempre estuvo enamorado de Margot, sentimiento que ambos disfrazaron de estrecha amistad. El mediano de los hermanos poseía una dulzura extrema. Su sensibilidad, suave como un madero recién tallado, le empujó a estudiar bellas artes, muy a pesar de sus padres.
Martín era el ojito derecho de su madre. El primogénito pasó su infancia entre crisis de difteria, que lo mantenían largas temporadas postrado en una cama. Esto, y la sobreprotección de sus padres, debilitó un tanto su carácter y le forjó una personalidad frágil como una bala de paja. Fue el único que siguió con el negocio familiar.
—Señorita, el señor López la espera en su despacho. —La secretaria de Desokupa Lobo López S.L. le indicó con la mano la puerta.
Margot conocía bien al tipo que estaba sentado frente a ella, con la cabeza totalmente rasurada y los brazos tatuados. Antonio Lobo López, había sido durante su infancia enemigo íntimo de ella y de los suyos. Su regreso en verano del correccional de Campillo sacudía la paz de todo el pueblo. Su carrera delictiva prosperó al amparo de su tío, concejal en la capital. Luís Lobo compró, y no en pocas ocasiones, voluntades para que su sobrino preferido no ingresara en la cárcel.
—Es la ley, cariño. —El tono no gustó nada a la letrada.
—Lo que tu gente hace no está dentro de la ley —Margot apoyó sus manos sobre los brazos del sillón —.Y, por favor, le agradecería que me tratara de usted.
—Cariño —Lobo suavizó el tono —¿Somos amigos no?
—¡Tú no tienes amigos! —Margot cerró la puerta de un portazo.
Una sensación de alivio se apoderó de Margot cuando abandonó la entidad bancaria. Las palabras del director eran halagüeñas. Un defecto de forma, unido a una documentación notarial que demostraba el carácter hereditario de la propiedad, dejaba en mal lugar la petición de desahucio. Era cuestión de tiempo que todo se solucionara favorablemente, pero la abogada sabía que Lobo López no iba a escribir el final feliz de este cuento.
—¿No sé cómo te voy a pagar todo lo que has hecho por nosotros? —Carmen besó varias veces en la mejilla a Margot.
—La próxima vez que nos veamos me invitas a comer uno de tus pucheros. —Las dos se fundieron en un abrazo.
La octogenaria permaneció inmóvil en medio de la plazuela un rato, a pesar de que el coche de Margot ya había desaparecido al final de la calle rumbo a Madrid.
Las voces de Martín alteraron el sueño de su hermano. Eran las ocho de la mañana.
—¿Qué ocurre? — David saltó de la cama y abrió la puerta.
—Han entrado en mi casa —Martín se llevó las manos a la cabeza — .Y Antonio Lobo, agarrándome por el cuello, me ha obligado a firmar un documento.
—¿Qué tipo de documento? —Su hermano no entendía nada.
—¿Tu crees que yo estaba para comprobar el tipo de documento? —respondió entre sollozos. —¡Eran cuatro gigantes!
Las pisadas de las botas militares retumbaron en las escaleras. Tres “gorilas” irrumpieron en el rellano de la segunda planta. David, algo más decidido que su hermano mayor, intentó dialogar, pero después de sopesar los pros y los contras decidió dejar pasar al comando que de inmediato tomó la casa. Martín, que tenía la llave del ático del pequeño de los hermanos, cogió del brazo a David y emprendieron la huida hacía el piso superior. A la hora apareció Pablo. La incredulidad inicial del menor de los hermanos se convirtió en rabia cuando contempló la escena.
—¿Qué hacen aquí esos matones? —Apuntó a Lobo López con una mirada que el desokupa descifró al momento. —¡Recoge a la compañía e id a bailar a otra parte!
Uno de los gorilas dio un paso al frente. —Déjamelo a mí. —Lobo se interpuso entre su esbirro y el inspector de policía.
Entonces Pablo se acercó hasta casi juntar su cara con Lobo. —Sabes que este asunto está solucionado ¿no? —le susurró.
—La justicia dirá. —El matón acompañó sus palabras con una palmada que retumbó en todo el edificio.
—Mejor que no. —Una sonrisa socarrona se dibujó en la cara del menor de los hermanos. —Ya no manda los amigos de tito Luís y hay varios jueces que te tienen un especial cariño.
Lobo sintió como si cayera dentro de un caldero de aceite hirviendo. Los tres hermanos cruzaron miradas y rieron.
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