Cuando abrió la puerta, supo que algo había cambiado para siempre. Aún recordaba con nitidez el sonido del silencio de aquella mañana que la acompañó hasta su coche. Javi la vio marcharse camino de otra vida sin saber que el beso largo y nervioso que le regaló de una manera forzada. Fue el último. Habían pasado más de diecinueve días. Quinientas noches aún no.
Los encuentros esporádicos posteriores al ósculo de gracia, siempre forzados por él, le descubrieron a una persona distante, desconocida. Ella se había cansado de esperar. El no esperaba que se cansara.
Por eso, una mañana, su vida saltó por los aires cuando Javi oyó el sonido que esperaba hace tiempo. La melodía de los mensajes de wasap de Raquel era diferente. El aviso simulaba las sirenas de un bombardeo. Él corrió hacia su celular como si buscara el refugio más cercano.
—Buenos días, Javier. —Esa solemnidad al nombrarlo no le gustó.
—Tenemos que hablar. —Terminaba el mensaje.
La respuesta fue inmediata. Impaciente. La réplica tardó casi dos horas en llegar. En la espera, Javi creyó escuchar como los proyectiles caían sobre su corazón, llenando de cascotes y polvo sus sueños.
Llamó dos veces al timbre del apartamento que en otros tiempos había sido su refugio. Tiempos de paz, o por lo menos, buenos tiempos. Al no obtener respuesta, decidió utilizar la llave que aún conservaba. Se había adelantado casi dos horas a la cita, pero su deseo de verla le había ganado la partida a su coherencia. Cuando entró en el apartamento le embargó una sensación de novedad. Aquel lugar donde fue feliz le era extraño ahora.
Notó que su corazón se aceleraba, y que del estómago le subía una especie de dolor, que Javi no reconoció como físico. Se sentía como un ladrón cada vez que abría cada una de las puertas de ese apartamento que ya no olía a refugio, pero un impulso extraño lo hacía avanzar por el largo pasillo que terminaba en el dormitorio. La cama, aún desecha, olía a sexo. El armario compartía ropa y en la estantería del baño los dos cepillos de dientes le anunciaban al soldado que la guerra había terminado. Y que la había perdido.
Cerró la puerta despacio, no sin antes dejar las llaves encima de la mesa del salón. Condujo hasta su casa con la única compañía del silencio, la mirada perdida. Sentado en el sofá, exhausto, pero extrañamente lúcido, cambió la melodía de Raquel. La bocina de los barcos cuando abandonan puerto sería la nueva señal, que él ya no esperaba oír. Seguidamente le envió la última misiva.
—Siento no haber podido hacerte feliz.
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