Los modernos censores.

Pensando en los señores acusadores, y otros predicadores del miedo, esos inquisidores de las palabras, que husmean en la obra ajena, con la soberbia de quien cree descubrir lo indudable. Nadie con un ápice de razón podría negar que la irrupción de la Inteligencia Artificial en la vida cotidiana haya sido una conmoción en la historia del pensamiento humano, una revolución de dimensiones colosales, comparable a la imprenta que multiplicó las voces o a la electricidad que alumbró las sombras. Nos ha cambiado la manera de dialogar con el conocimiento, de moldear la creatividad. Pero, como siempre ocurre cuando el ingenio humano avanza, surgen los guardianes del origen; los pequeños censores de grandes egos, que con mentes limitadas, pretenden señalar con dedo acusador el origen de cada palabra escrita.

Son seres de escasa fortuna en el arte, mendigos de la inspiración, que, incapaces de crear, se han entregado al triste oficio de fiscalizar. Ironía soberana: su cruzada persecutoria se apoya en el mismo invento que aborrecen. Con herramientas forjadas por la IA, se erigen como sumos sacerdotes de la autenticidad, dictando juicios, lanzando sentencias que no comprenden del todo. Les decimos, sin gritos ni aspavientos, pero con la certeza de quien conoce su arte: ¡Cuidado! Hay IA capaces de imitar los patrones humanos, y hay humanos capaces de escribir con la profundidad y la belleza que ninguna máquina alcanzará jamás.

Y no olviden, jueces de fango y señores de pacotilla: quien les susurra al oído que un texto es artificial no es más que otra inteligencia artificial. Su cruzada es efímera, su oficio el de los enanos morales, y su arrogancia no les protegerá de la verdad que tanto temen: no pueden emular la inteligencia humana, y menos crear arte, esas musas no existen para ustedes.

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