Subiendo al Abismo: Parte 1

Subiendo al Abismo: Parte 1

Jeff Hardy

21/03/2025

I. El éxtasis de los primeros días

El tiempo nos envolvió en una mentira tan hermosa que nos rendimos a ella con devoción. Éramos jóvenes, sedientos de afecto, deseosos de encontrar en el otro lo que nunca hallamos en nosotros mismos. Y así nos mentimos, embriagándonos de besos que se derramaban sobre nuestras pieles con la fiebre de una promesa que no podríamos cumplir.

Los primeros días fueron una alucinación. Nos despertábamos con el cuerpo aún tibio de la noche, cubiertos de sábanas que se aferraban a nosotros como testigos silentes. Me convertí en su sombra, en su cómplice, en el hombre que la despojaba de sus ropas con la veneración de un devoto ante su deidad de carne y susurros. La recorría con la avidez de un peregrino que al fin encuentra su templo. Ella, con su piel de porcelana herida, parecía un poema deshecho entre mis manos.

Veíamos películas entrelazados, no tanto por el placer del cine, sino porque la soledad nos daba miedo. Salíamos a restaurantes no por hambre, sino porque la rutina nos asustaba más que el vacío de nuestras conversaciones. Compraba lo que ella quisiera, no por generosidad, sino porque creí que podía compensar con obsequios lo que no podía darle con certezas.

Pero la ternura no construye cimientos, y el deseo solo aviva hogueras efímeras.

¿Cuándo comprendí que su risa no siempre era de felicidad? Quizá cuando noté los silencios detrás de sus ojos, cuando vi el desamparo anidando en la curva de su boca. Quizá cuando me di cuenta de que, más que amarme, se aferraba a mí como quien se aferra a un bote en medio de la tempestad, sin saber si es salvación o un ancla al fondo del abismo.

O tal vez fue la primera vez que la encontré en el baño, con el frasco de pastillas en la mano y la mirada perdida en una sombra a la que yo nunca podría ponerle nombre.

Y, aún así, no me fui.

II. La prisión del amor

No tenía herramientas para sostener el peso de su mente fracturada, pero tampoco la indiferencia suficiente para dejarla ir.

Había en ella algo que me evocaba una promesa interrumpida, un destino torcido por el capricho de lo inevitable. Creía que el amor no podía ser una mentira si el cuerpo ardía con tanta verdad. Me engañé a mí mismo, me convencí de que si la sujetaba con más fuerza, si la cubría con más afecto, la oscuridad se disolvería, y ella despertaría un día siendo una mujer completa.

Pero el amor, por sí solo, no salva.

A veces la traté con dureza. No porque la despreciara, sino porque me dolía verla derrotarse, consumida por las sombras de su propia mente. Me desesperaba la forma en la que su voz fluctuaba entre la risa y el llanto, como si dos voluntades contrarias se debatieran en su interior.

Una noche, cuando su angustia se convirtió en una escena de sus propias pesadillas, la empujé sobre la cama. No con violencia, sino con la absurda esperanza de que al tocar lo sólido de la realidad pudiera reencontrarse consigo misma.

Me equivoqué.

Lo correcto habría sido abrazarla hasta que su cuerpo dejara de temblar, hasta que el veneno del pasado se diluyera en sus lágrimas. Habría sido sostenerla, decirle que su dolor no era una maldición, sino la herida de una guerra que no había pedido pelear.

Pero nadie me enseñó cómo amar a alguien que sangra desde dentro.

III. Un amor imposible

Si el amor fuese un milagro, no se desmoronaría ante el peso del tiempo. Pero la verdad, que tanto nos negamos a ver, era que nuestra historia estaba condenada antes de empezar.

No porque no nos amáramos, sino porque nunca supimos cómo amarnos.

Cuando se fue, no hubo gritos ni reproches. No hubo portazos ni despedidas dramáticas. Hubo, en cambio, una tristeza tranquila, el hondo cansancio de dos almas que se habían desgastado en una lucha que no podrían ganar.

A veces, aún la sueño.

No con sus labios enredados en los míos ni con las noches en las que el deseo nos volvía locos. No con el cuerpo encajado en el mío, sino con la mujer que vi en ella antes de descubrir su tormento.

A veces me pregunto si ahora tiene hijos, si ha encontrado la estabilidad que tanto necesitaba. Y, en los minutos antes del sueño, cuando la mente se vuelve un campo fértil para los fantasmas, me pregunto qué habría sido de nosotros si hubiéramos nacido en otras circunstancias.

Si el amor no se trata solo de resistir la tormenta, sino de saber cuándo no es la persona correcta con quien compartirla.

Tal vez, al final, la única certeza que tengo es que la amé. Que aún la amo, de esa manera ingrata y nostálgica con la que se aman las cosas que nunca pudieron ser.

dedicado a ti KDPC – 2016 – 2018

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