Cuando Juan se miró aquella mañana en el espejo del baño, jamás habría imaginado que su visión de la realidad estaba a punto de resquebrajarse. Lo que reflejaba el cristal era su rostro de siempre: la misma piel marcada por los años, la misma mirada que, con el tiempo, había aprendido a reconocer como propia. Sin embargo, una sensación sutil, casi imperceptible, lo asaltó como un murmullo venido de otro tiempo: algo no encajaba.
Su esposa lo reconocía por su voz, por el ritmo de sus pasos, por la inflexión de su risa. Sus compañeros de trabajo, su familia, hasta el perro que dormía junto a la chimenea, todos parecían verlo como el mismo Juan de ayer, de siempre. Y, sin embargo, él ya no estaba seguro de ser uno solo. Algo dentro de él, una certeza tenue, pero feroz, le susurraba que su existencia era un tapiz tejido con hilos invisibles, donde cada nudo representaba otro “yo” latiendo en dimensiones paralelas. Juanes que reían, sufrían y respiraban, separados por membranas que solo su mente parecía atravesar.
Lo verdaderamente inquietante no era esa sospecha de multiplicidad, sino las memorias errantes que, como espectros, irrumpían en su pensamiento. Recordaba con una claridad insoportable haber vivido momentos que nadie más parecía recordar. Relatos que su esposa negaba, episodios que sus amigos desmentían con una tranquilidad que lo aterraba.
—Eso nunca ocurrió, Juan. Debes haberlo soñado.
Pero él sabía. Aquellos recuerdos no eran sombras de un delirio ni trampas de su subconsciente. No eran invenciones caprichosas de una mente fatigada. Eran algo más.
Con el tiempo, aprendió a callar. Nadie ve el agua en la que nada. Sus seres queridos jamás notarían la vastedad del mar que lo rodeaba, porque para ellos no existía. Juan entendió que solo un ojo externo puede detectar el movimiento de un sistema, del mismo modo que un pez jamás comprenderá el concepto del océano hasta que sea arrancado de él.
Una noche, mientras la ciudad dormía, decidió probar su teoría. Frente al espejo, pronunció su propio nombre en voz baja, como si intentara invocar a los otros «Juanes» dispersos en los pliegues de la realidad.
El reflejo parpadeó.
Por una fracción de segundo, el rostro que lo observó no era el suyo.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Se alejó con el corazón latiendo en su garganta, sin atreverse a mirar de nuevo. Pero seguro de lo visto.
A la mañana siguiente, su esposa lo encontró sentado en el borde de la cama, con la mirada perdida.
— ¿Estás bien? —preguntó.
Juan sonrió, pero en el fondo sabía la respuesta.
¿Quién de todos los Juanes había despertado hoy?
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