El partido era definitorio. Comenté en la mesa familiar lo que había dicho el técnico: “Muchachos, la única manera de ganarles sería que el diez se muriera”. Entendimos que era una broma, y cuando lo conté me volví a reír.
Mi suegra me escuchó. Daba la casualidad de que era la jefa de la cocina del hotel donde concentraba el equipo adversario. La mañana del día del partido, el mundo del fútbol se conmovió con la muerte del diez. El partido se suspendió.
Se jugó a la semana siguiente. Perdimos uno a cero por un penal sobre la hora. Nobleza obliga, el suplente era muy bueno también.
La autopsia del jugador no se publicó.
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