THEARIONELLA ALIUNDALE
(LA BRUJA DE LA LAGUNA NEGRA)
Si te mueres, recuerda que fue tu soberbia la que te hizo caer.
UNO: CASTILLO MACABRO
Aexyl suspiró. Estaba harta del curso de las consecuencias. Estaba harta de mirar hacia lo alto y solo encontrarse adversidades que destruían en pedazos sus sueños, hasta dejarla con una sensación de asco en la boca del estómago. Lo único que podía agradecer al mundo era…, en esos momentos, nada. No la estaba ayudando, sino condenando a vivir en un torbellino aciago que no le traía cosas buenas, solo la enturbiaba más y más. Ella gritaba y pataleaba todo lo que podía, era en vano. Absolutamente inútil. Así había sido su existencia al cabo de los años.
Absorbió aire, inflando los carrillos y henchida de odio que burbujeaba u explosionaba en su interior sin parar un solo segundo, descargó la tormenta al aire húmedo que se llevó esas palabras que nunca tuvieron sentido, dispersándolas y dejándola rota y atontada. Se rascó los codos, gruñendo. Esos parajes desolados por los que había transitado le habían avinagrado el humor que fuera ya áspero. Se le presentaban situaciones difíciles de controlar. Y ella odiaba que todo en su cabeza girara sin control.
Escudriñó ávidamente, tratando de plasmar en la memoria esas montañas que mostraban sus picos nublados, por donde serpenteaban las rapaces en busca de sus presas, ella había recorrido angostos pasillos y había hollado senderos cuya mala fama los precedía, lugares que ningún osado siquiera se hubiera atrevido a pisar, so pena de acabar devorado por alguna bestia errante o lesionarse psicológica y físicamente, sin poder recuperarse jamás. Ella lo había hecho, desafiando a la madre naturaleza que no le hubiera escatimado daños, moratones y toda clase de heridas que arrastraba gimoteando dolorida, nadie le había tendido la mano ni en un millón de años. Ella renacía para seguir existiendo, respirar el aire malsano de las ciudades en que la gente la pasaba de largo, obviándola, o la maltrataba, empujándola o escupiéndole, o espetándole que ella no era quien para desear lo inalcanzable, lo que le estaba prohibido tener, había comportado que en su corazón se crease una amalgama perfecta, una alienación invencible de acero y piedra, la más fría de las mujeres se erigía y te taladraba con la mirada. Ahora ella abandonaba el cobijo de su reino de sombras y se sumergía en la luz que imperaba mientras se desenvolvía, camuflada en la vida de esos despreciables y torcidos humanos.
Quizá ella fuera más repugnante que ellos si lo observaba desde otra perspectiva, pero a sus ojos, ellos no eran más que carne que moldear y desbrozar, los aplastaba y se los comía gozosa, o se deleitaba haciéndolos sufrir aún más si cabe. El viento alborotó sus cabellos castaños, que le cubrieron parte de la pálida cara, y una saliente sonrisa descubrió sus dientes regulares, de un blanco perlado. Aexyl, en su naturaleza inmortal, representaba al fénix que arremetía contra aquellos que la hubieran agredido, no olvidaba ni perdonaba, eso no lo contemplaba su rígido e inflexible intelecto. Apretó los puños, y se carcajeó vivamente. La venganza la mantenía viva, y su sed de sangre aumentaba a cada paso que daba hacia su victoria, lo más esperado y querido en sus más de dos mil años que llevaba existiendo como ente espiritual e íntegramente malévolo: derrocar a los impertinentes que se creyeran mejor que ella, y mandarlos a bailar al son de su macabra y sanguinaria danza. Despojada de una humanidad que constituía una máscara, no se postraría a los pies de los dioses que la habían puesto a merced de la codicia de unas razas claramente inferiores. Ellos irían a reverenciarla, a rendirle homenaje, y serían descabezados en el caso de que no la escucharan. El satélite orbitaría en un cielo plagado de desesperanza…
El ambiente se estaba recrudeciendo por momentos, y sopló un viento frío que la invitó a estremecerse. Aexyl interrumpió sus abstraídas ensoñaciones que no iban a cumplirse (al menos no todavía), y se abrigó echándose la capa raída sobre sus delgados hombros. A veces odiaba esa carcasa de piel y huesos que la cubría, dotándola de una identidad, era bastante endeble, aunque se sentía más cómoda que en su forma original. Fue tiritando a girarse y atisbó unas nubes negras que avanzaban imperturbables en el horizonte. Rechinó los dientes y se dijo que era hora de ponerse en marcha.
El viaje de vuelta por los escabrosos recovecos se hizo arduo, y se detuvo a pensar que mentalmente se sentía cansada, por mucho que su cuerpo siguiera pujando, en pos de caminar. Le hervía el cerebro, enclavado en los miles de errores y sentimientos encubiertos que se habían despertado en ella al tener contacto con los insulsos seres humanos. Un hormigueo desesperante se extendió por ella, y jadeante hubo de denegar con gesto desorbitado. Era impensable que ella, tan poderosa, tan gélida, se rindiera a los humanos, no decaería, les plantaría batalla armada con todo de lo que dispusiera.
Lo pasado no podía arreglarse, le cabía aceptar lo que había sucedido. Se impulsaba sin atenerse a considerar las consecuencias de sus acciones, que impactarían con la fuerza de una supernova, que la catapultarían a nuevos y enmarañados problemas, que el lodo la sepultaría en un pozo sin fin. No, se afirmó recomponiéndose, eso no la llevaría a más que desesperación, no contendría al monstruo que aguardaba a ser usado como último recurso. Le interesaba, le convenía encontrar una manera diferente de la usual, si anhelaba verdaderamente tener una vida feliz y que valiera la pena. Dicho lo cual, continuó discurriendo cual un río negro, su sombra se estirazaba sobre el suelo y su mirada oscura brillaba con un ardor fulgurante, el corazón cabrioleaba en el pecho. Desplegó sus alas negras, que se estiraron majestuosamente, y ronroneando, Aexyl despegó sonriente, perdiéndose en la nubosidad que la abrazó cariñosa, acercándose traviesa al sol. Eso significaba la libertad, por eso le encantaba volar. Entonces, era capaz de ver sus miedos y estupideces muy pequeños y ridículos… La había alegrado la vista de un castillo que despuntaba a cientos de kilómetros de ella, recortándose contra el firmamento grisáceo. Allí, si se le aparecía la fortuna, la apoyarían, la recibirían con los brazos abiertos. Las alas se articulaban, agitándose a plena velocidad en el aire, y Aexyl disfrutó de su vuelo, como siempre lo hiciera, segura de que los habitantes del castillo eran bondadosos y no pondrían objeciones a su entrada.
Desde la ventana, curioseando gatuna, la dueña del imperio que se alzaba imponente y tétrico, desfigurado por las brumas de un atardecer coloreado de un rojo plomizo, compuso una maliciosa sonrisa, y sus ojos destellaron.
—Esto es inconcebible —se volvió al siervo, que la miraba atónito—. Puedes dejarla pasar. Será mi invitada.
Él la oteó, figurándosele incomprensible que su reina y señora permitiera a un monstruo inmundo penetrar en sus inexpugnables murallas, mas no objetó nada y fue a cumplir sus deberes. Ante su completo asombro, al aterrizar y sacudirse algunas pelusas que se habían quedado adheridas a su vestido violeta, Aexyl vio cómo la verja se levantaba chirriante.
Un hombre de aspecto serio y comedido se adelantó a los sirvientes que caracoleaban tras él, apostándose enfrente de ella, y despegó los labios y esto dijo:
—Señorita, le es lícito entrar. Nuestra dama nos ha mandado que le dejemos pasar a este humilde fuerte.
Aexyl se quedó rumiando la respuesta a dar, pero su talante impetuoso e indómito venció a los modales y repuso, en timbre irónico que resonó a su alrededor:
—Bueno, yo no tengo nada de dama, eso en primer lugar. Y en segundo, si creéis haber acudido a mi rescate os digo que estáis equivocados.
El guardia se quedó congelado, y alegó vehemente, algo molesto por su rebelde contestación:
–Señorita, de verdad que no queremos importunarla. Debemos realizar lo que nos piden, simple y llanamente. Yo, en calidad de Jefe de las Armas, he tenido que deponerlas a fin de que usted no sea herida, pudiendo entrar sin el menor conflicto.
Ellos carraspearon, ella los examinó analítico. Ellos eran personas comunes, ¿qué tipo de gobernante tenían? Seguro no era un noble o un rey, no había reinos en esa región tan inhóspita. Se temía que era una bruja. El mal presentimiento comenzó a asentarse, haciéndose oír en el malestar que pululaba en su raciocinio.
Tomó acopio de coraje y dijo pausada, en su voz se apreció la acritud:
—Estimo su hospitalidad. Yo, en realidad, únicamente pretendía descansar un momento. Ni siquiera voy más allá, no contemplo el quedarme a dormir, no soy digna. Creo que pueden refutarlo —señaló las plumas que había esparcidas por el pavimento—, soy un monstruo y nadie suele quererme por sus dominios.
Se reservó el pensamiento de que eso era extraño, no le cabían dudas. Ellos se miraron, y no vacilaron en sonreírle.
Un señor que se bamboleaba sobre su amplia, descomunal tripa, se le acercó unos metros, terciando amable:
—El Chef Bombo le proveerá de todo lo que necesite, para que sacie su hambre. Le prepararé los platos más deliciosos y fabulosos que haya probado.
Aexyl enmudeció, repasando si retractarse o no y largarse de allí de un plumazo, cuando la mucama Cruch se envalentonó, y se dirigió a ella, cogiéndola de la mano:
—No se inquiete, querida, vamos a mullirle las almohadas y rellenarle las sábanas, y lucirán lustrosas y limpias, y dormirá estupendamente.
Se retiró, y el Jefe de Cámara, un joven de pelo lacio, aspecto inseguro y voz suave habló recalcando las sílabas:
—No quiero ser persuasivo, no puedo negar que lo estoy siendo y mis compañeros conmigo, sin embargo no podemos ignorar a una muchachita que se muere de hambre y desfallece en nuestro umbral.
Inspiraron ellos, ansiosos de que ella dijera que aceptaba ilusionada. Retorciéndose las manos, mirando sus zapatos, o retocándose el peinado, mostraban de esas diversas formas el nerviosismo que los invadía. Aexyl creía que la estaban adoctrinando, la tentaban a todas luces a que mordiera la fruta prohibida del paraíso. Y eso la haría caerse al precipicio. De repente, le inspiraron pena. Eran unos pobres tipos que se ganaban la vida a base de adornar pomposamente a una bruja de tomo y lomo, y se sabía arrepentida de haberles dicho que no en un primer instante.
Recogiéndose el pelo tras la oreja, transcurrido un enfebrecido minuto, Aexyl se inclinó a ellos, deslumbrándolos mediante su reverencia.
—No declinaré la generosa oferta de unos humanos que han sido afables en su trato con mi persona. Muchas gracias, iré de buen grado —y su sonrisa los impresionó y los hizo enrojecer.
La mucama se alisó su uniforme y le dio la mano, instándola a seguirla:
—Vamos adentro, señorita. ¿Podría saber su nombre?
—Aexyl, llamadme así, a secas.
Ellos manifestaron su alegría regalándole sonrisas y gestos comprensivos.
—Nosotros te entendemos, tuvimos que dejar solas a nuestras familias porque la señora nos exigió que estuviéramos a su lado —rezongó Bombo, y luego le cambió el ánimo, volviéndose más alegre—. Fue duro soportar la ausencia de los seres queridos, pero nos recobramos de su pérdida y le juramos ser leales.
—La lealtad es un tesoro para nuestra reina, ella la valora extraordinariamente —comentó Pufava, y al notar que le temblaba el labio y adquiría un color rojo su semblante, agachó el cráneo disimuladamente.
Aexyl se grabó esa escena, intuía que lo que el ingenuo y deprimido jefe de Cámara sentía por la temible hechicera era más fuerte que la lealtad, y el hecho de no poder decírselo lo estaba consumiendo por dentro.
Ajenos a un Pufava que se lamentaba silencioso de su infortunio, los demás no tardaron en trasladarla a la sala central, donde se celebraban las fastuosas comidas y banquetes en que se atiborraban los invitados. Aexyl admiró el lujo de aquellas inmensas estancias que exhibían puertas recamadas en oro y fina plata, recubiertas de alfombras aterciopeladas e infinitas, y reliquias de dudoso origen que relumbraban contra la escasa luz que le incidían, al hallarse echadas las cortinas. La mucama se apresuró a descorrerlas, la luminosidad se filtró alumbrando intensa la sala que se convirtió en un sitio más apacible y hermoso de lo que fuera anteriormente. El Jefe de los Cocineros, en actitud reverente, la conminó a sentarse, ofrendándole su jocoso parloteo:
—Nuestra querida damisela, tome asiento y proceda a aguardar a la señora. Estará disponible en unos minutos.
Aexyl hizo lo que le decían y se aposentó en el extremo izquierdo de la mesa. Entendía que podían verla mal, así que se cambió al lado derecho, centrándose en darles una imagen formidable de sí misma. Asintiendo, los sirvientes sonrieron tiernos y retornaron a sus quehaceres, Cruch quitó el polvo de los muebles y sacó la vajilla que colocó fervorosa en la mesa, Pufava preparó los manteles y los cubiertos, el Chef desapareció en las cocinas, diligente, y por último, el Jefe de las Armas, denominado Grimm, se despidió de la chica, yéndose a guardar su puesto en las almenas.
No se desplegaban sus iniciales tentativas de comprender y analizar qué conduciría a una fémina influyente del rango de esta desconocida a traerla delante de ella. Tal vez deseaba que le concediera una prosperidad que no le era necesaria, pues saltaba a la vista que poseía una cantidad inimaginable de riquezas, su orgullo debía ser inconmensurable y su paciencia de corta vida, se movía presumida y su interior era egoísta y manipulador, se le antojaría fácil manipular a los diablos con el nombre de humanos que esclavizaba, absteniéndose de sentir lástima. Aexyl torció el gesto; los humanos eran sus enemigos acérrimos, pero los peores eran los que, en su afán de labrarse superiores a otros, mataban a los de su propia especie. El rostro ceniciento de la presente mucama la despejaba de dudas, no iba a otorgarle ese beneficio. Le dijo adiós valiéndose de la mano.
Unos pasos hacían eco en el corredor, el silencio aprisionaba a Aexyl. Una voz melosa se empoderaba, entonaba una dulce canción de cuna. La puerta se abrió lenta, y Thearionella chocó contra los acerados ojos de un viajero desconfiado, que no la eximía de procurarle quebraderos de cabeza. Una desgastada luz iluminó su rostro perfilado, albo, inmóvil, las motas no se menearon en el espacio. Aexyl frunció el ceño y una línea de mueca se formó en sus labios. Thearionella se movió contoneando graciosa las caderas.
—Oh, mi niña —dijo sin perderla de vista—, tenía ganas de verte y aquí te encuentras.
Se plantó en el asiento velocísima, cruzando las piernas.
—Mi nombre es Thearionella. Dime, ¿cuál es el tuyo?
Aquello sonaba más a pregunta que a orden. Aexyl le sostuvo la mirada, no había errado lo más mínimo en su descripción de esa bruja infame.
—Aexyl.
Thearionella se retrepó en la silla, plegándose su largo vestido verde esmeralda. Sus cabellos rosados se cayeron por el borde, ella afiló la sonrisa.
- ¿No tienes familia, cariño?
Aexyl dio una bocanada de aire, canalizando la energía y afianzándose. Sus respuestas serían devastadoras.
—Sé a lo que estás jugando. No me tendrás como una marioneta en tus brazos.
Sus brazos se tensaban, asomaban las venas, y sus dientes se afilaban, entrechocando.
La bruja enarcó una ceja, todo el teatro la divertía considerablemente.
—No me seas irrespetuosa, querida. Eso no se le espeta a la mujer responsable de tu cuidado y protección.
Abarcó con los brazos el espacio que las circundaba. Una opresión se enroscaba en el vientre de Aexyl, creciendo a cada provocativa.
- ¿O no te sientes más desprotegida y desamparada sola en el mundo hostil, sin amigos que te sostengan?
Aexyl se ensombreció. Echando el pelo hacia atrás, la ensartó con su despreciativa gesticulación.
—Yo no necesito amigos. Además, tú no sabes nada de mí.
Thearionella se armó de paciencia. Le haría falta tratando con esa niña imprudente.
—Veamos, si no te conociera no te habría dejado que me vieras jamás. Esto no es un juego de niños. Yo no lo concibo así. Adivino que tú tampoco.
La joven iba a replicar en el instante en que la mucama hizo acto de presencia portando sendas bandejas llenas a rebosar de comida exótica e ignota, que Aexyl deseó probar, dándose cuenta que podía estar envenenada previamente.
Thearionella se apercibió de esto y la conminó a ello, afable:
—No es mi plan que mueras, Aexyl. Come todo lo que quieras. Después ya hablamos.
Abrasándola sirviéndose de sus habilidades visuales, la muchacha, aún desdeñosa, cogió un trozo que masticó imperiosa.
Cruch salió sigilosa, Thearionella comía subrayando lo bien que trabajaban sus desventurados esclavos.
—Come ensalada de mandrágora, fortalece la circulación sanguínea —indicó unas hojas con cara humana—, o también te recomiendo el quizpu asado, un ave terrestre de carne sabrosa y jugosa, o si te es preferible la crema sazonada de pez cortiy -rico en sodio, estimula tus apreciadas células grises-, y de postre, te garantizo que hay en abundancia. Incluso Bombo horneará uno fantástico si lo anhelas.
—No, gracias, todo está bien.
Aexyl se preguntaba de dónde sacaba los peces. Que ella supiera, no había avistado lagunas por tales lares. Y su vista de águila no la engañaba.
Comieron en silencio, las intenciones de Thearionella de acurrucar a Aexyl resultaron infructuosas. Su soberbia se transparentaba a ojos vistas y la palabrería que derrochaba la adormecía mucho, lo suficiente para aburrirla y pedir mentalmente que se callara de una vez. Ella esgrimía su encanto incondicional, su amor que no tenía límites y la observaba de soslayo, ardiendo en deseos de que le prestara atención.
Al final, pasados cuarenta minutos en los que no hubo interrumpido su discurso palpitante y que rezumaba malignidad, Aexyl sacudió sus hombros aletargados y se desperezó un tanto. La locura asomaba por el filo del cuchillo, el risco que habría de saltar. El sol tardaría una hora en ponerse, y en ese entonces presumiblemente se habría ido de ese antro.
- ¿Cuándo podré partir? —inquirió, hundiendo el dedo en la llaga.
Esa pregunta y su fórmula inquisitoria abrumaron a Thearionella, que se pellizcó el labio inferior.
Se irguió orgullosamente, menoscabando la preocupación de su rival.
—Cariño, me agradaría de mil amores que te quedaras una noche, si no es pedirte demasiado.
Aexyl arrugó la cara. Espirando, se apoltronó en la silla. Su trasero empezó a quejarse.
—Como sea, estaré un rato más. Pero querría saber qué es lo que tramas.
Thearionella profirió una débil risita. Ladeó la cabeza en un grácilmente efectuado movimiento.
—Corazón, debes aprender a respetar los secretos de las mujeres mayores. Yo respeto los tuyos, ¿no es eso cierto?
Aexyl resopló, crispando los nudillos. Los labios se le pusieron blancos.
—No te confíes, conozco a los de tu calaña. Te aprovechas de otros, dices que los colmas de regalos; en realidad los detestas. Significan mano de obra barata, ¿no? Apuesto a que es eso lo que haces. Lamento decir esto…, babosa humanoide, no obstante, no te soporto. No te importa mentir si sacas lo que buscas.
Se hallaba en llamas, flamígera, la asoló, su fuego cristalizó en hielo que destilaba aborrecimiento.
—Tú sí que eres de lo que no hay —contraatacó altiva Thearionella, desestabilizándola—. En el fondo, tú eres la única mentirosa aquí. Te haces la buena fingiendo, intentas manejar a todos, creyendo que ellos te amarán por siempre. Nada es eterno, mi corazón. —Se levantó, golpeando la mesa con la mano—. Un día, tú morirás…, de una forma u otra.
Aexyl permaneció pensativa. Sus ojos echaban chispas.
—No soy ninguna niña. No me transformes en algo que no forma parte de mí. Crees firmemente que ese pelaje reluciente que recubre tus huesos y órganos no se pudrirá, y no te desvanecerás en polvo inesperada, y tristemente. Esta es la realidad, y ni tu reino de sueños y cuentos de hadas te aislará de ella. —Se incorporó a su vez, rabiando—. Tus pequeñas tramas no servirán con un enemigo de mi envergadura. Ese es mi aviso.
Y volvió a sentarse, refunfuñando.
Thearionella presionó sus dedos contra el mantel. Un atisbo de regocijo se deslizó por su fisonomía. Aexyl le estaba procurando más divertimento del que había esperado en un principio.
—Vaya, eso ha sido increíble. Debería aplaudirte. Quiero decir, eres tan sensible que me alboroza. Un solo pinchazo, y ya te agrietas. Sumida en la miseria, solitaria y desgañitándose, eres acogida por quien decide brindarte lo que deseas tener, y en vez de agradecer mi generosidad, te hinchas de ira. Ella te está quemando, no es beneficiosa, cariño. Deséchala y vente conmigo. Yo te daré regalos, alegría, felicidad, a montones. ¿U optas por esa sociedad de malhechores y desgraciados que no cesan de incordiarte?
Aexyl supo que la tentación era demasiado atrayente. La paz, la ausencia de dolor, de espinas que rozasen sus tobillos cortándola, las alas que no enseñase por aprensión, la indiferencia de los grupos sociales que ejercían su castigo sobre ella… Otra boba habría caído en las redes de la codiciosa araña que engordaba alimentada de sudor y sangre. Ella, una guerrera imbatible, no se aprestaba a ser una víctima. A que la mangonease a su antojo. Eso no iba a permitírselo.
—Yo no nací ayer —replicó afilada—. Dime lo que planeas, maldita.
Thearionella pinchó con el tenedor el trozo que le sobraba de carne, llevándoselo a la boca y masticando parsimoniosa.
—Derrito tus nervios, Aexyl, pero es verdadero lo que te digo. —Las amatistas de sus globos oculares brillaron centelleantes—. Tú, una chica lista, no tendrías que rechazar mi presente. Pocos te van a estimar igual que yo lo haré. ¿Quieres amor, poder, riquezas? Yo dispongo de eso en ingentes cantidades. —Su melena rosa se derramó en su espalda—. Si no lo ansías, me da igual. —Amenazadora, ensanchó su superficial sonrisa—. Nada me hace más feliz que tenerte aquí. Paró un segundo, y susurró—: Reina de Alas Negras.
Aexyl denegó frenética.
- ¿Por qué demonios lo sabrías? No —se endureció su tono de improviso, constatando cuál era la verdad y cuál la mentira, la patraña sucinta y turbia—, ¿por qué estás tan segura ahí, en tu postura elegante y calmada? ¿Qué te hace pensar que no te haré caso omiso? En cuestiones de poder, la diferencia es inmensa.
—No lo es tanto. Es más, no hablamos de fuerza. —Thearionella puso la mejilla en la palma de su mano—. Hay algo que tendrás que hacer por mí si tu deseo es irte, salir. Tu libertad es lo más incuestionable, y yo te puedo privar de ella.
—No hay forma de que… —Aexyl se calló, sus ojos se pusieron en blanco. —A no ser que… —recordó que las almenas eran resbaladizas, y las corrientes de aire…, y esas torres en punta…
—Exactamente, guapa. —Thearionella, enteramente gozosa, la escrutaba—. Tengo trampas destinadas a pájaros diseminadas por las almenas, y las cúspides de las torres. En cuanto tus alas las rocen, electrocuciones de cien voltios sacudirán tu cuerpecito. Es una lástima, pues tus alas se dañarán y chamuscarán y tú caerás en picado. Los vientos te estrellarán contra la montaña, y herida de gravedad perderás el conocimiento… Sé cuáles son tus debilidades.
—Aunque quedara despojada de alas, sigo superándote en varios aspectos —asestó el golpe Aexyl, furiosa.
- ¿No te das por vencido? Qué testarudez la tuya, niña mía. Escápate, y perecerás una y otra vez. En un cíclico curso interminable. Irte sin cumplir mi cometido es un suicidio, por lo que ves.
- ¿Esto me lo cuentas por…?
—Te comprendo. —Thearionella esbozó una pícara sonrisilla—. Has sufrido lo indecible. Déjame que te preste ayuda. ¿No es mejor que hagamos un trato? Te irás renovada de energías, impoluta, siempre que me entregues lo que te exijo a cambio.
—Eso no es un trato —se quejó Aexyl—. De todos modos, accedo. Dímelo. Lo que sea que anhele tu podrido corazón.
—Me gusta la comida refinada, irresistible, que tiene propiedades medicinales.
—Ve al grano, maldita sea —protestó Aexyl por enésima vez.
Thearionella abrió los labios, disparando la flecha venenosa:
—En suma, quiero que mates al Kobe y me lo traigas.
DOS: DESTINO DESECHADO
Aexyl se sintió asqueada, y se puso a mirar atenta a Thearionella, por si acaso esta saltaba esgrimiendo alguna de sus tontas artimañas para hundirla definitivamente. El ocaso traía consigo que rememorara aquellos días muertos y carentes de significado que colgaban en el vacío de su mente y sus entrañas ardorosas, queriendo empalar a cada uno de sus odiosos congéneres… La mujer que presidiera el simposio tan arrebatador y hechizante, repleto de más comida de la que podía siquiera digerir, hacía uso de la entereza que la había ayudado a llegar a ese término, a esa escala de la sociedad, a ser alabada y querida y deseada por todos los pobres que eran aplastados bajo sus zapatos y su artificiosa sonrisa que resquemaba los corazones de los que ya conocían la verdad…
No soportaba la presión en el pecho que estaba a punto de echar por tierra toda esa impaciencia que fuera así de peligrosa. Ella era un ser carnívoro que no se detenía ni ante nada ni ante nadie que le pusiera trabas, salvo que le infundiera respeto y quisiera escucharlo. Y siendo la bruja maquiavélica y engañosa, como las sombras que se diluyen en el agua, y mostrando sus tentativas de querer lavarle el cerebro y que la reverenciara, Aexyl no se fiaba de ella, no había nada más que decir. Un minuto de compasión, y ya habría perdido desconsoladamente. Pensaba con amargura, retorciéndose en la silla, contrayéndose su garganta al ritmo de una acompasada y febril ira, que ella no se merecía el haber sido retenida. De una forma u otra, iba a hacerle pagar por haberla sumido en su perniciosa mentira.
Encontraría el camino de escape, y Thearionella ardería en el fuego entre insoportables dolores, con el fin de expiar sus pecados. No había alternativa, el objetivo era ser más monstruoso que nunca, y Aexyl se dejaba llevar por la corriente, daba rienda suelta al odio que trepaba por sus paredes rugiente, y acometía a despedazar lo que se interpusiera entre él y la suprema victoria. La reduciría a cenizas, a un deforme trozo de carne. Todo lo que ella consideraba que eran los demás. Si no era tan benevolente como ella se creía, y gritaba a los cuatro vientos, ella se tomaría la molestia de hacerla desaparecer de la faz de la tierra. Su vida no era valiosa, si lo reflexionaba harto tiempo. Un burdo y cínico ser humano menos, y el problema estaba arreglado.
Por su parte, Thearionella preparaba su as bajo la manga: provocaría a Aexyl hasta que la reventara por todas partes y esta sacara a la luz sus verdaderos colores. No esperaba que se escondiera antes de proceder a atacarla, no quería que su derramamiento de sangre decidiera el curso de una guerra inefectiva. Si la dejaba investigar dándole una respuesta insatisfactoria, la chica tendría ganas acrecentadas de romperle la crisma, o desangrarla, o tirarla desde las alturas. No se arriesgaría a perder el control, a que la seguridad se le escurriese resbaladiza de las manos. Se aseguraría la posibilidad de derrota de su experimentado oponente a medida que esta crecía a cada movimiento exacerbado que efectuara Aexyl. Se levantó de un brinco, echando humo. Taladrándola en intención de impregnarla de su rabia y que se diera cuenta de cómo discurría el río impávido de su existencia, tronó, bufando:
—Estoy hecha a que me golpeen, pero no lo consentiré más. Dime esa verdad que deseo saber. Escupe tus sagrados secretos, despreciable hechicera. —Aproximó su rostro al de ella, distando pocos centímetros, y Thearionella se estremeció, asustada por el eco que su voz enfebrecida plasmaba en la estancia—. Da igual qué tan loado sea el dios al que rezas, yo te prometo que esta noche vas a proporcionarle muchísimas, incontables plegarias. O eso…, o me cuentas de una vez qué estás planificando hacerme cargar. No cuentes conmigo para tus sucios trabajos. Si yo mato, lo hago porque me da la real gana. —Su mirada contrita centelleó, preñada de un antiguo poder que se agazapaba en ella. La bruja deseó gemir, mas un sonido ahogado escapó de su garganta. Sus cuerdas vocales corrían el peligro de inutilizarse—. Yo sé lo que tú amas, y no dudaré en arrebatártelo, en lograr que esto arda y en el momento en que únicamente perduren los cimientos de lo que un día fue, tu dignidad se solapará al terror y pedirás que te perdone. Esta historia y las excusas que usas ya las he oído en otras ocasiones, y todas han resultado en muertes catastróficas. Qué tragedia —rio débilmente, forzando una sonrisa siniestra, Thearionella no pudo ahondar en el negro abismo de sus ojos por causa del miedo que atenazaba su sistema nervioso, un miedo que no habrían sido capaces de revivir ni de imitar ni sus peores pesadillas—, toma aliento, pues no sé qué destruiré si mi ira llegara a gobernarme. Supongo que mi malhumor es nocivo tratándose de esta situación, y lo siento, de verdad. No te voy a matar, me siento perezosa y no podré irme sin que desactives esos detestables mecanismos que componen tu fortaleza. Piénsalo por un segundo —agarró de sopetón su cuello y la alzó, sirviéndose de una fuerza impresionante, que teniendo en cuenta su aparente fragilidad, no imaginó que albergara. Thearionella se debatió nerviosa, eso no estaba saliendo de la manera que ella había planificado, y el mal puro destilándose de Aexyl y su negra aura ponzoñosa la asfixiaba y deprimía. Esta presionaba sin piedad alguna, y se sonreía perversamente. Las sombras danzaron bajo sus ojos, creando unos cercos oscuros que la hicieron inconfundible—. Entiendes lo que se siente, una sangrienta gobernante de tu calibre debería ser compasiva. ¿O no lo soy yo acaso? —Ladeó la cabeza, un mechón le tapó el ojo derecho, y su sonrisa irradiaba felicidad absoluta—. Tienes el privilegio de sobrevivir. Cierto es que utilizando solo una mano, puedo perfectamente explotar tu cuello. Morirías en el acto. —Thearionella daba patadas al aire, y abría la boca para replicar. Paralizada de cintura para abajo, se convencía de que, desafortunadamente, había llamado al mal, a una criatura más poderosa que ella misma, había sido una imbécil. Le dolía la cabeza por falta de sangre que la regara, y se mareaba; se resistía a constituir un sacrificio. —Cálmate y respira hondo, yo llevaré a cabo la misión, eso recoge lo acordado. Lo que no contempla es que me des el caramelo y luego la piedra, ¿comprendes?. Sí, no eres idiota, querías tenerlo todo controlado, brujita. Eso no va a ser —su sonrisa se volvió diabólica—. Pongamos las cartas sobre la mesa. Tú me obedecerás a mí, dejarás de lado ese papel tan aprendido, el de déspota. Ahora la reina soy yo, y me lo pondrás en bandeja, el premio que ansío alcanzar. —Se carcajeó desenfrenada, Thearionella percibió que se desvanecía sin previo aviso—. Aquí no te salvarán, por cuanto debes desenvolverte por tu cuenta. Tú no me pones las reglas. Me seguirás a mí, y me jurarás que haces lo que prometiste. —Exhaló un hondo suspiro que caló en el interior velado de Thearionella, y soltándola cual un saco de patatas, se despeinó los cabellos, que flotaron a su alrededor como nubes oscurecidas que presagiaban una desatada tempestad. —El que avisa no es traidor, ¿no es ese el dicho? —y volvió a sentarse, cruzando las piernas.
Thearionella se ejerció presión en las sienes, tranquilizándose al espirar e inspirar progresivamente. Se acomodó al instante, fingiendo que nada había sucedido. Sonrió en vez de llorar, las lágrimas se agolpaban en su cuenca. Aexyl ostentaba la supremacía ahora, no le objetaría que cambiaran las tornas. Ella era una reina de renombre, gobernaba astutamente y al albur de lo que ella dictara se movían los otros que estuvieran bajo su yugo permanente.
—Me ha quedado claro —miró directamente a la muchacha—, que eres salvaje y temperamental. Una niña malcriada. No tienes límites.
- ¿Crees que preciso de ellos cuando gozo de un poder que traspasa tus mayores apreciaciones? No puedes ver lo que te está prohibido conocer —Aexyl hablaba sabia, acaparando en la boca las sobras que descansaran en su plato—. Esto no es algo fantasioso. Siento tu corazón latiendo veloz, engullido por lo absurdo, devorado y deshilachado por la locura, tus quejidos silenciosos me comunican que estás a un solo paso de desmayarte —se relamió los labios, cubiertos de comida fosforescente—, siento la frecuencia disparatada que repiquetea en tu masa gris, sin querer detenerse, y te digo que no te atrevas. Aunque la sangre noble corra por tus venas, sigues perteneciendo al reino de la carne. —Se comió otro pedazo, sus ojos brillaron rojos en contraste con su fantasmagórica piel blanca—. Ganado. Humanos que asesino en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué vas a probarme que no lo haya sido ya? Algo que me deslumbre…, no, eso no es válido. En el silencio, humana, leo que tu soberbia te impide rendirte a mí. No pasa nada —su sonrisa descubrió sus afilados dientes—, verás cuán suertuda has sido pronto. Aguarda a que esta racional señorita termine de comer y saquearé tu biblioteca, mataré al Kobe y te lo traeré en una preciosa bandeja.
Thearionella reculó en su asiento, temblorosa a pesar del maquillaje. Aexyl se tragaba también los restos de su ración. Los platos refulgían, limpios de suciedad.
—Puedes… ¿leer mis pensamientos y reacciones? —Su corazón palpitaba agitado, recibía el aporte final de sangre—. ¿Cómo es posible…?
Lívida y mortificada, volvió a ponerse en pie, la silla rechinó y Aexyl frunció el entrecejo. Su nariz se torció.
—No interrumpas mi almuerzo, por favor. Soy educada, no tendría porqué tolerar tu comportamiento y conformarme con esta miseria —apretó el hígado de pez, este chorreó sangre negra y Aexyl lo comió sin miramientos—. Tus rodeos me exasperan, me conducen a que anhele arrancártelo. Aprende de tus maneras erróneas de calcular las consecuencias, y medita el alcance de tus caprichos. No vencerás a la madre naturaleza, ella sabe reiniciar desde cero. Déjame acabar y saldrás viva.
Thearionella no reaccionó inmediatamente. Sacudiéndose el sudor y la angustia que se le adhería gélido a la piel, musitó insegura:
—T-Tú has venido a hacerme rica con ese tesoro llamado Kobe. Si lo realizas, te brindaré una recompensa maravillosa, la libertad. Y si no, serás prisionera de mis terrenos para siempre.
Trató de retener esas maneras exaltadas y su ferviente orgullo, características indubitables de un soberano, no obstante y aumentando su aprensión, su fría voz sonó enronquecida.
Aexyl, en dos zancadas, se apostó delante de ella, consumiéndola gracias a su mera presencia exuberante, además de terrible:
—Mentiría si dijera que me siento elogiada. Tu patético teatro no es de mi agrado. Ya lo confesé, no soy ninguna niña perdida que viene a refugiarse en tus faldas. Hazme el favor y desecha los exabruptos. Es hora de que reconozcas de lo que estás compuesta.
Y Aexyl se largó, esfumándose fugaz, yendo a la biblioteca, donde hallaría los códices que le posibilitarían desenterrar el eterno misterio que subyacía en torno a la legendaria figura del Kobe. Thearionella remendó sus recuerdos descosidos y desconsolada, y aterida, se giró a encontrarse con sus crímenes. Ya no llevaba el caballo ganador. Su sórdida alma rezumaba desidia por tal impertinente visitante. Cruch se apareció a limpiar el lugar, e interpeló doliente:
—Señora, lo he presenciado. Debe tomar medidas que aplaquen a ese monstruo. Nosotros nos sacrificaremos.
La hechicera le sonrió, gratificada.
—Bien, pues, eso realizaremos. Prepara lo necesario a fin de elaborar el ritual.
Bombo, taciturno, agregó a lo dicho por Cruch:
—No se sienta despachada, ese ser no es nada amigable. Yo me encargaré de recordarle dónde está, recurra a mí, hágame ese favor, mi reina.
Y se inclinó reverente.
Apercibiéndose de un hormigueo que penetraba por sus piernas, viendo cómo el cielo se partía a pedazos y asomaba la envidia y la avaricia, Thearionella murmuró lujuriosa:
—Me haré con su poder. Si no puedes con el enemigo, únete a él. Me comportaré cual una marioneta presa de las cuerdas del titiritero, y ella no se zafará de mi mortífero abrazo. Se zampará ansiosa la mentira, y la proveeremos de padecimiento. Así se termina una labor fructífera por la que hemos trabajado estos siglos. Desarrollaré mi encantadora amabilidad, y ella correrá a ser deleitada de mis cócteles que exhuman falsa felicidad. Sus sueños explosionarán y se diluirán, y una vez concluida su esencia, cogeré su fuerza inusitada, será mía y a partir de ahí dominaré el orbe igual que la emperatriz de los cuentos.
Habiendo finalizado su grotesco plan, Thearionella se desplazó a sus aposentos, en los que se cambió de ropajes tras haberse lavado en su gigantesca bañera y haberse perfumado a través de un caro jabón, y allí, cerrada su puerta y abierto el compartimento de la razón, no de los remordimientos (ella no se arrepentía de nada malo que hubiera hecho, vivía por el presente y el glorioso futuro que se avecinaba), hizo hincapié en recordar esa cueva lóbrega y tétrica en la que se apretujaban los elementos, proliferando a raudales, y donde confinaron sus centenares de caballeros por orden suya al Kobe, un desaliñado monstruo que, atado de pies y de garras, se desgañitaba chillando y tratando de morderlos a fin de escabullirse. Ella lo pateó hastiada, y le escupió y le dijo, sabiendo que era inteligente, que no era su destino otro que remojarse en las aguas de su pútrida laguna y retorcerse comiendo organismos microscópicos y menos repulsivos que él, y ese destino no podía ser cambiado por otro. Ya se abalanzaron sobre él, y se burlaron profanando su intimidad e hiriéndolo hasta el punto que cojeaba al andar, y sus miradas llenas de desprecio se colaron en su espíritu, enflaqueciéndolo y haciéndolo desfallecer.
El Kobe, semidesnudo y gorgoteando enrabietado, se aprestó a arañar a su captora y lo consiguió, arrancándole voraz pedazos de piel que no regurgitó, y ella, aterrada y observándolo con mesura, mandó que lo arrojaran a su cárcel, y fue lanzada violentamente, y se mojó y se hubo de resignar a que tendría que mantenerse ahí atrapada, tal y como hubieran dispuesto esos despreciables humanos. Quería diseccionarlos y comerse sus corazones tintados en negro, sin embargo era muy tarde para alcanzarlos y liberarse. Las cadenas la atrajeron hacia lo más profundo, y fue enredada en algas viscosas y su piel suave se endureció y su pelo sano se desmadejó en finas hebras grises y polvorientas. Respiraba ese ambiente enmohecido, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y cazaba a ciegas, agachada, devorando incluso las espinas. Tan mugrienta, debilitada y desorientada que nunca hubo de hallar una salida practicable, se olvidó aun de cuánto tiempo llevaba languideciendo y empezó a disfrutar de los peces y los gusanos que sus ágiles extremidades habituaban a cazar. El desaliento la embargaba, recorría de extremo a extremo del lago y se entretenía saliendo de cuando en cuando a la superficie. Iba desnuda en un principio, caviló después en vestirse, sus harapos la hacían verse más demacrada y humillada, no entendía de qué modo escaquearse del sendero impuesto y se cansaba de intentarlo y de soñarlo asimismo, por lo que un día se enganchó a ese opaco estilo de vida, no añorando el regocijo de estar con la familia, los amigos, nadar por el cálido mar, la luz plateada de una luna que destacara dibujada en el hermoso cielo nocturno, y la esperanza, quebrada, se hundió en las profundidades de un sino abismal. Si no estaba cuerda, ¿para qué la necesitaría? Ella ya había fijado sus objetivos.
Aexyl razonaba que Thearionella no había tenido el valor ni el poder para afrontar al Kobe, por ello había dispuesto ese castillo suyo como lugar de reunión y había enviado a tipos inocentes a batallar. El derramar sangre la emocionaba, en tanto no se la tocara a ella. Había revelado el precio a pagar, y ella misma su fibra sensible. Buscando unos y otros volúmenes, viejos libros cubiertos de polvo, sin autor o sin guía, Aexyl estaba releyendo uno de los que trataban sobre demonios y bestias mágicas innominadas. Consistía en un largo, tedioso camino. Advirtió que Pufava se le había acercado y la miraba. Atendió a lo que le decía:
—Conque estás buscando acerca del Kobe… Um, creo, si no recuerdo mal, que ahí se haya. Justamente en ese libro que lees.
- ¿De verdad? —Aexyl extendió su sonrisa, aliviada y maravillada al mismo tiempo—. Muchas gracias, me has ahorrado horas de búsqueda.
—De nada —él se rascó el cuello—. No es que posea muchos deberes, es más, me siento enérgico debido a que hoy la señora ha sido benévola (más que de costumbre), y nos ha dotado de una tarde libre a cada uno. Hasta mañana cuando me levante a las siete de la mañana para mi turno matutino, puedo ocuparme de echarte una mano en lo que sea que precises ayuda.
Aexyl se sintió instigada a corresponderle en su simpatía, y le respondió:
—Te lo agradezco infinitamente. Me las apaño yo sola divinamente, ya lo estás comprobando. —Y señaló el tomo de libros que reposaba en la repisa, besando el techo.
Pufava se asombró, y en su cara se dibujó una expresión boquiabierta.
—Guau, eso es digno de admiración, señorita. La reina se molestaría y me gritaría si pasara cuatro horas enteras en la biblioteca. Es probable que dilucidara que me entretengo leyendo.
- ¿Eso haces? —preguntó la joven, intrigada.
—Sí —confesó en un murmullo, avergonzado de su típica afición—. No debería, sin embargo…, me cuesta contenerme.
- ¿Y al vestir o desvestir a la señora te ocurre eso…, tu incontinencia?
Pufava se sonrojó demasiado, sus orejas se calentaron. Buscó por derredor esconderse, ya no había vuelta atrás. Aexyl rio, traviesa. Le gustó haberle sonsacado la verdad. El pobre hombre era fácil de manejar y de extorsionar, eso era lo que seguramente habría convencido a Thearionella de contratarlo.
—No te voy a engañar, ella… es una persona dulce, delicada, y su fragancia es igual a la de una rosa. No podría vivir sin ella. Er, quiero decir, ninguno de sus siervos podría. Ella nos da de comer y nos suministra un techo, una cama… Su casa es nuestro refugio y pasión. En ella invertimos todo.
Aexyl aventuró, maullando:
- ¿Y, serían capaces de arriesgar sus vidas por ese bien mayor que ella desea?
Pufava aparentó, primero indignación por su pregunta, y una honda desazón. Miraba alternativamente a su interlocutora y al techo.
—Te explico, no es tan sencillo. Ella nos garantiza que no seremos torturados, capturados u oprimidos por el enemigo. Te parecerá raro que ella quiera gobernar el mundo. Ella se considera la elegida que brindará a las gentes sus deseos y anhelos que no pudieron hacer realidad.
Aexyl obvió levemente su fanatismo y recalcó que le parecía una solidaria empresa:
—Es genial tu señora, Pufava. Espero que cumpla sus altruistas propósitos.
Y por dentro masculló: Ojalá la matara, esa vil tipa planea deshacerse de mí. Pufava la obsequió con una cortés reverencia y la dejó en paz, dirigiéndose a las plantas superiores.
Aexyl, suspirando por lo bajini, pretendía arrellanarse en el sillón de terciopelo, previendo una exhaustiva noche sin pegar ojo, cuando se esforzó en despegar una página amarillenta la cual se hubo quedado pegada a la que la precedía. Su esfuerzo surtió efecto, al distinguir fulgurante un trazado engorroso de una criatura que se veía borrosa y que se le hizo similar al Kobe, (lo que imaginaba que era), y leyó la letra indeleble, esquivando los numerosos tachones, de lo que parecía tratarse de unas sucesivas anotaciones hechas a toda prisa por un caballero que dotaban de hacía 200 años a lo sumo:
“Hemos traído a este horrible, repugnante ser allende los mares prohibidos. Hemos padecido muchísimo para que estuviera a salvo de infecciones y no se lo comieran animales de bosques y montañas. Pasamos las montañas el día X del mes X del año X. Al fin arribamos al castillo de nuestra alabada señora Thearionella, ella… … —en las siguientes líneas la escritura era borrosa y resaltaban ciertas letras salpicando aquí y allá—… tenebroso pasadizo… mis compañeros han muerto…, devorados… Ella nos come… se los ha comido… La señora vino a supervisar… Dolor… Tristeza…., no puedo continuar… Capitán… nos está llamando…, quiere que…, tirar…. Lago negro… hedor…, sangre… tiramos… Kobe… lago… La señora….. ella se ha enfurecido,… dice…, ella… quiere… comer Kobe… no entiendo… nada… dice que… Kobe… es bueno… para… sanar… cuerpo y alma… —Partiendo de ese párrafo Aexyl advirtió que en su cerebro las piezas del puzle encajaban. Una línea de vocablos difusos se cosía grácil, otorgándole sentido a lo anterior. El argumento rotaba en ella, intensamente vivía esa historia recreándola y entendiéndola—…. Nadie… recuerda… pasó… luego… Sueño… me duelen… manos… nos fuimos… la niebla… pudimos salir… ahí… terror primigenio… lo siento… aprisiona mi corazón… la señora… está feliz… comenta… hicimos fenomenal… pero… recuerdo…,… Thearionella dijo…, Kobe… concede… la inmortalidad.
TRES: CORAZÓN OCULTO
Aexyl cerró el libro hecha una furia. Al hallarse empecinada en seguir con la contienda, en atravesar a su enemigo con su furibunda hostilidad, esa nadería comportaba que sus nervios se descontrolasen y la condujesen a que redujera todo a polvo, sudando copiosamente y maldiciendo el día en que hubo de toparse con esa insulsa tipeja cuyo honor a nada equivalía en el vasto mundo, una mísera hormiga que agonizaba bajo su aplastante bota, gimiendo lastimera. La mataría sin remedio si fuera acorde con que ella ganara los mayores beneficios. Al no ser ese el caso, le convenía mantener su autocontrol a flote y no frenar en seco antes de desligarse de su pulida apariencia, humanizada y adaptada a vivir en el colectivo. Se resignaba a la idea, tenida en mente el tiempo necesario, contenida en los engranajes de su razón, trajinando con ella asiduamente, que los humanos eran muy proclives a la codicia extrema, enfermos de toxinas que los contaminaban y los echaban a perder, se degeneraban y se convertían en unos brutales seres cuando debieron de tratarse, en sus orígenes de grata prosperidad, en una raza sensata y decidida a transformar las tierras y el universo que hubiera por encima de sus cabezas, sin importarles que estuviera aún más lejos, querían llevar el bien al mundo entero y originaban multitud de tecnologías y albergaban mucha imaginación que ahora se hallaba perdida, y en sus ciudades proliferó el bullicio, el cual habíase desvanecido silenciosamente… Recordando esos tiempos deliciosos de su juventud, donde la paz fuese la dueña de sus almas, Aexyl no pudo evitar entristecerse. Por cuanto, siendo la humanidad como era, no se doblegaría jamás a una corrupta que mangoneaba a los siervos tomándolos por ineptos y simples bestias de carga, dispersando hechizos sospechosos por doquier. Eso no sucedería. Ella, cuyo poder casi equivalía al que portara un dios, no se dejaría derrocar por una insultante y retorcida principiante de magia negra, la experta la tiraría al barro, le enseñaría una lección inolvidable.
Ya se dispuso a ceder el mando al enardecimiento, y golpeó el libro contra la mesa, en un ademán que cuajaba su dedicación al trabajo y porqué motivos le resultaban tan despreciables las mentiras, las olía a kilómetros, y había olisqueado y captado y retenido en su nariz el olor de Pufava, eran indiscutible que algo le escondían, eran reacios a contarle su vida con pelos y señales. Ello no mermaba su sed de venganza, disminuyendo progresivamente sus ganas de comportarse cual una niña buena y simpática. Si ellos iban a deshacerse de su persona, se desquitaría la cortesía por un rato, y también, permitiría que aflorara el odio que sabía le era correspondido. Sus tendones sobresalieron de la superficie cutánea, sus dientes relucieron con un blanco enceguecedor, y los miembros se le engrosaron.
—Por primera vez en dos mil años, esa idiota me está sacando de mis casillas. No me detendré por sus trucos de poca monta, ella conoce bien su elemento, y luchará con lo que dispone. Si inclusive los sirvientes la ayudan, desgraciados sean —sus ojos despidieron un brillo amenazante—; no me atontará esa boba de tres al cuarto, una bruja de pacotilla que pregona lo que nunca cumplirá, sus actos contradicen a sus esmeradas y calculadoras palabras, ¡y yo no me ablandaré! —El volumen crujió por la presión que le conferían sus uñas, estiradas al máximo. La bestia de los eones y eras antiguas se resistía a ser aniquilada por medio de una fútil actuación—. ¡Eres tan mediocre que haces que todo en mí se retuerza y reverberen las llamas de la repugnancia! —Su vestido violeta fue planeando a su alrededor, levitando etéreo, y Aexyl se embargó de renovadas fuerza, robustecida.
Su vista flameante escaneaba el salón, ignorando los bultos que constituyeran los libros, las estanterías, el resto del mobiliario… Sabía que estaba escondida en alguna parte, pero, ¿dónde? La puerta que estaba al final se abrió de un sonoro chasquido, y entró Thearionella, quien espantada se acercó aprisa a la chica, que la detectó y rugió, explosiva.
—Has salido de tu madriguera, conejo asqueroso —tronó, paladeando el momento en que la dejaría hecha un despojo —. ¿Qué quieres, si se puede saber? —Su mirada espeluznante congeló los nervios de Thearionella, esta se paró disimulando su inusual torpeza.
Claramente demostraba quién mandaba. Aexyl, recubierta de marcas negras que bailoteaban difuminándose por su esbelta figura, ese porte imponente y esa cara de pocos amigos… Le decía a las claras que fuera breve y concisa, o no habría segundas oportunidades. Para nadie. Se fue posando suspicaz en Pufava y Cruch, juntados y apretujados con Bombo y el jefe Grimm, que se habían callado y estaban inmóviles. Una mota de polvo se depositaba en ellos. La muerte personificada y reencarnada en una muchacha de energía cinética y bravas maneras les estaba cobrando la deuda, los estaba poniendo en su lugar.
La bruja cruzó las manos en el regazo. Sonriendo nerviosamente, esperó a que Aexyl se pronunciara.
—Tú, sangre joven, creías de verdad que me harías desmoronarme. Sé estupendamente tus intenciones. Y son y serán un fracaso. Estás a años luz de igualarme, y no pienses en superarme, eso te queda lejano en el futuro. Diría que es imposible, impensable que lo hagas. —Trazando círculos en el aire, configuró uno que conformó un corazón rojo y latente, que rebotó, plasmándose en sus oídos aterrados. El corazón comenzó a dar vueltas cíclicamente, como inmerso en un tornado, y de pronto se desparramó, destartalándose, y solo quedó una masa inerme y pegajosa de lo que fue—. Esto es lo que te ocurrirá si te empecinas en tu empresa. —Thearionella tragó saliva, fijándose en ello. Sus segundos asintieron, sin exteriorizar movimiento alguno—. Ves mi lado más oscuro, atestiguas lo que soy. —Sus caninos se destensaron, y su mandíbula se desencajó, provocando una tenebrosa sonrisa—. Eso es lo que somos los monstruos. Seres repudiados por los humanos que viven en soledad y desconsuelo. Si nos aliáramos, lo que sería inconcebible dado lo mal que congeniamos, crearíamos un caos tremendo en vuestra raza. Desataríamos la hambruna y las enfermedades, y os corromperíamos consecuentemente. Tú no sientes pena por mí, yo te corresponderé. Es lo que has decidido, y todo tiene sus consecuencias y las causas que lo generan y desarrollan. Di lo que te plazca —la oscuridad preñada en tormentos de su vista inflamable corría arrasando la vida, el trigo era comido por un fuego implacable; los retazos negruzcos desaparecían evaporándose, y Aexyl retornó a quien hubieran conocido, relajada e inexpresiva. Refugiándose en su estoicidad presuntamente efectiva, Thearionella hizo amago de actuar, tomar el relevo en esa disertación. Luego se percató de que su monstruo encarcelado no había terminado, y se acallaron las voces que gritaban en su íntimo ser turbado y desesperanzado—. Vamos, hazlo. No te morderé. No estoy obligada a enfadarme para que obedezcas mis órdenes.
Iracunda, Thearionella se irguió afiebrada y le tendió afectuosa la mano.
—Oh, niña mía, eres tan testaruda, obstinada… que es cansino para mí mantenerte de mi lado. —Aexyl percibió que era otra mañosa treta que la envolvía en su maraña—. ¿Por qué huyes de la abundancia que puedo garantizarte? No voy a desengañarte, sino a complacer tus ambiciosos deseos.
Cruch intervino en la conversación, desconcertando a la joven:
—Señorita, es lo que deseamos todos. Además, la reina quiere que usted sea feliz con ella. La complacerá en lo más nimio.
—No se vaya, se lo ruego. —Pufava entrelazó las manos, suplicante. Aexyl no sabía qué hacer o decir que no los ofendiera o destapara la verdad—. Aquí la queremos y la honraremos siempre, por los siglos, señorita.
—Es una amada cliente que escasea en estas épocas desdichadas. Mis platos más elaborados y jugosos la esperan impacientes. Dígnese probarlos. Se atiborrará de ellos asiduamente —insistió Bombo imperturbable.
Desmadejando la madeja, Aexyl se sentía horriblemente prisionera de ellos y sus embustes. ¿Cómo salir de ese embrollo que le había sido preparado específicamente? Grimm, el Jefe de las Armas, le condecoró con nuevas promesas:
—Y le aseguro que usted se unirá a mi escuadrón de batalla, aglutinará las grandes fuerzas opositoras. Si se queda, será un miembro importante en mis filas, uno sobresaliente.
Le sonreían con esas demudadas y demacradas sombras en ellos. No lo toleraría, no cejaría en su empeño de enseñarle a Thearionella quién llevaba el látigo, y quién se arrodillaba para recibir los azotes.
Compuso una sonrisa picaresca que pilló de improviso a Thearionella y la instó a perder el equilibrio y la confianza en sí misma. Al no ser esta restaurada, sería relegada al puesto de ser inferior. Y su mundo se vendría abajo, y su vida perfecta sería arruinada.
La fulminó con la vista.
- ¿No vas a declinar mi ofrecimiento, entonces?
Aexyl rio fuertemente. Entre ellos cundió el pánico, expresaban su pavor ilimitado y bucólico, se esparcía igual a una plaga que cercenaba cráneos que eran amontonados en pilares, y ella se sentaba en la cima, proclamándose una sanguinaria devoradora, la que brillaba mientras los otros se apagaban. Las cuerdas las movía ella, las marionetas no se quejaban. Al margen de sus dictámenes, se encontraba ella, Aexyl, diciéndole porfiada que tenía los días contados y su salud se desmejoraba. En resumen, perecería y nada podría salvarla de una muerte inevitable.
Thearionella se apenó, oyendo desvaída y apenas consciente lo que profiriera Aexyl, esgrimiendo la vaina:
—Voy a salir victoriosa de mi misión. Tus instrucciones van a la deriva, abandonada estás de la suerte que te arropara. Cosechas lo que siembras. Iré a mi ritmo, respecto a eso tú no decides nada. A ti además no te incumbe lo que haga.
—Entiendo. —Thearionella expresó su cualidad de mentirosa, cosiendo su vida a la perfección, como la había querido en su juventud en que debía robar el pan de sus hermanos porque se lo quitaban, y se enfrentaba a los palos que le dieran sus padres por no trabajar lo suficiente en el campo. Retirada de la maldición que suponía sobrevivir sola y desnuda del lujo y el éxito, vagabundeó errática y ensombrecida por los pueblos, arribando al que se haría su hogar. Escarbando en sus recuerdos alumbrados por la desesperación, movía las caderas bamboleándose esa chica que no era nada pusilánime y que se bañó en la codicia, tras investigar en libros extraños y antiquísimos. Sus conocimientos inauditos y preciosos la conducirían a un futuro novedoso, que fue estropeado por ese poder que no manejó adecuadamente. Se creyó diosa de la vida, establecedora de la muerte. Traspasó los límites de lo correcto. Trazó su destino fatídico, y esas memorias funestas no la dejaban descansar… —Anegada en lágrimas, se las secó frente a sus testigos. Reparando en Aexyl, prorrumpió estentórea, deponiendo las armas, desarmándose de sus execrables y deponentes secretos, buscando inspirarle comprensión por su pasado normalizado: —Tú…, vienes a juzgarme, ¿no es así? —Su escultórica, venusina constitución se ajaba, el corazón se desarticulaba, pieza por pieza, se ennegrecía su espíritu una vez bueno.
El sol se ponía en el ocaso de su reinado. Habiendo vivido por más de trescientos años, intuía que esa vida tan longeva y bella tocaba a su fin. Y eso la enfurecía y la apenaba muchísimo. Aexyl dijo, remarcando las sílabas, arrastrando cada palabra, la rebeldía crepitaba en ella:
—No, yo no te juzgo. No es mi trabajo. El caballero, por más que no ceje en sus ganas, por muy abrillantada que esté su armadura, morirá abrasado por el dragón y será enterrado en una tumba. Se trata del ciclo de la vida. Él no será devuelto con los vivos. Y en cuanto a ti, a fecha de hoy no te recompondrás. No recuperarás lo que se te fue. El fin prevalece sobre los medios, ¿no es tu frase predilecta?
Thearionella estaba embobada, sonrió dándose cuenta de lo que había querido abarcar en su intención de desembarazarse de esa sensación que nunca se marcharía, era su legado, y lo portaría indefinidamente.
—He madurado. Me he despojado de esa molesta venda. Debo agradecértelo, bestia de nombre impronunciable. Vosotros —se dirigió a los suyos—, idos a vuestros quehaceres. Magnífico. Tengo mi fe depositada en ti. No me defraudes. —Su sonrisa se hallaba descompensada con las sombrías convulsiones que exhibía su cuerpo. — Adiós.
Aexyl se marchó sin despedirse. Observando minuciosa, registrando el espacio, se guardó el mapa del edificio por si acaso se desviara de la vía en los refajos de su vestimenta y puso rumbo a las cuevas. La melancolía la apresó, ella no era fácil de convencer y no la había conmovido el arrepentimiento de Thearionella. Esa mujer no era tendente a la rectitud y todo se estructuraba en un plan genialmente orquestado por ella misma a fin de cautivarla. No lo había logrado, por supuesto. Se alegró de la edad que tenía, sabría pronto qué significaba llevarle la contraria a la soberana de los cielos, metiéndose con ella y tratando de salir ilesa de tamaña afrenta.
Resuelta, Thearionella hablaba calmosa con sus subordinados.
—Yo labraré mi destino, qué se ha creído que es. Una pura abominación que perecerá por mi mano.
—El contrato fue hecho con ese giro en mente, ama. —Pufava se le aproximó cálido, y ella le alargó la mano que él besó—. El sello está completo. —Una luz radiante irradiaba de su piel, y ella se sintió eufórica.
—La verdadera batalla empieza al regreso del Kobe. —Se miró el sello, palpándoselo. Se hizo patente la emoción que la embargaba—. Me encanta, es decididamente tan bello… —surcaba sus brazos revistiéndolos de oro, y se espolvoreaba en su organismo, enérgico y electrizante.
—Vos sois divina, mi señora —sonreía él, imbuido en enamoramiento—. Acabaréis con ellas en un parpadeo.
—Lo sé, demonio. Fue una genialidad por mi parte hacer el contrato con vosotros hace más de doscientos cincuenta años. —Ellos se entusiasmaron, y ella amplificó su sonrisa de triunfo—. Vuestra prole ha sido beneficiosa…, y sobretodo leal.
—Realizaríamos lo que vos nos pidierais, mi reina.
Cruch se ruborizó de la exaltación que sentía.
—Además, mataremos a todo aquel que pretenda hacerle daño.
Grimm se puso un puño en el pecho, fornido y corpulento.
—Asaré, rebozaré, freiré o lo que gustes, Thearionella, ¡y será el plato más ácido y amargo que hayas degustado!
Bombo movía su panza, que se engrandecía enormemente.
—Ella no me conoce —Thearionella apartó algo brusca a Pufava, que rebuscaba en sus faldas—. No me seas lascivo, siervo demoníaco, no recuerdo haberte dicho que has ascendido de categoría.
Aun habiendo sido reprendido, el demonio se pasó la lengua por los labios, en absoluto persuadido de no continuar.
—Os amo infinitamente. —Pufava se arrellanó delante de ella, y sus manos atraparon sus piernas. Ella quiso desasirse, él no se despegó ni un milímetro—. Por favor, dejadme mostraros mi valía.
—No me refería a esa clase de habilidades, malnacido. —Thearionella se había enojado visiblemente, y los demás rieron pícaros—. Como iba diciendo… —y de un empellón retiró a Pufava de sí. Él protestó, despechado, pero se recolocó cercano a ella—… Podrás tenerme una vez finalizada la guerra. —Dubitativa, titubeaba—. No oses hacerme cosas raras todavía.
Él, enamorado hasta los tuétanos, le acarició el pelo suavemente.
—Será un placer, ama. —Ella se volteó, esquiva, y un escalofrío se vertió sobre su médula.
Aexyl había recorrido más de lo que ponía en el mapa, y se estaba desorientando, desgraciadamente. Sus ojos de poco valían con la finalidad de descifrar cuáles eran los corredores por los que debía ir. Eran idénticos, rocosos y plagados de moho, y aunque empleaba toda su memoria, terminaban confundiéndola irremediablemente. Precoz, corrió y deambuló por la mayoría, y ojeó detenidamente el mapa. Las notas nebulosas del soldado la guiaban a la izquierda, a la derecha, torciendo en unos, doblando en otros…, topándose después de tres horas de sendero con una multiplicidad de senderos que se hundían en la negrura, en los que halló barro que la manchó (desperdiciando su tiempo, se lo limpió, restregándolo con agua que materializó o bien encontró en las proximidades), anduvo por la niebla que se le metía en la boca y le impedía respirar, disipándose aquella, se abrió paso a unos túneles laberínticos que se fundían conectados en el núcleo montañoso.
- ¿Cuándo daré con el acuífero? Tiene que estar por aquí —y siguió lo que le indicaba el mapa.
No se paró a dormitar porque no estaba somnolienta y asimismo la incitaba a avanzar, a caminar el que no se hallara perdida y a unos kilómetros de su meta. Bajando a los confines de la tierra, devastando la virginidad de esas selvas pétreas y silenciosas, conmovidas por su afán de obtener el poder y la sabiduría suficientes para derrumbar a aquellos que se opusieran de una vez por todas, reforzada a base de su júbilo cayó a tierra, entrando en una gruta abandonada, ruinosa, y de aspecto inquietante. Habiendo encontrado el sitio, se sentó en una roca fría y dura y reunió su paciencia.
El Kobe se había apercibido de que algo se acercaba a atentar contra ella, a herirla y clavarle un arpón en el pecho. Las burbujas de oxígeno se menearon al compás de sus aceleradas movidas. Las cadenas tintinearon, luchó por librarse de su yugo indolente, los dientes sobresalieron de sus labios, despuntando. El cabello grisáceo y en punta flotaba en torno a ella, un cúmulo nuboso, un nimbo que la protegía de las inclemencias de su hábitat. Los peces sorteaban evasivos sus acometidas ocultándose en las algas, y los gusanos se recostaban en el limo arenoso. Había visto lo mismo durante un tiempo indeterminado. Ella no sabía lo que era, sus rudimentarios instintos la impulsaban y la habían construido. Ella comía absorbiendo los nutrientes de sus presas, y en esta ocasión no sería diferente. Un proceso mecánico. Una rutina que se transmutaba en un tormento. Un sacrificio que se disputaba la supremacía con los elementos restantes. No articulaba palabra, estudiando a esa criatura que la miraba sin divisarla. En verdad no lo comprendía, le temblaban las escuálidas piernas. Ella quería un milagro que destruyera la desolación que la impregnaba, si tan solo cortaran las cadenas… si solo le concedieran la libertad… por mucho que el sol dañino la cegara, en su cautiverio, ella sabía que nada la desgajaría más que su oscuridad sofocada.
—Embotellar esos sentimientos te produce un dolor horripilante, ¿no piensas eso?
La chica, en zancadas raudas y diestras maniobras, gestaba que su alma se expandiera. No obstante la estaba enfadando. Culebreó en su ser dormido y agujereado esa ira que se levantó para desgarrarla y sembrar el pasto de sangre putrefacta y negra.
- ¡¿Quién eres, cómo osas perturbar mi adorada, deificada soledad¡? ¡¿Acaso te piensas digno como para eso¡? ¡¿A mi reino no puede llegar nadie que no sea el rey¡? ¡¡Y ese rey debe ser el que me mate, el que saque de mi trono!! ¡¡Si no lo logra, no es más que huesos!! —Sus ojos violetas vibraban, y su mandíbula se destensaba. No podía creerse lo que estaba contemplando. No podía ser cierto. Bajo ningún concepto.
—Perdona que te molestara, mas yo no quiero matarte. — Aexyl se balanceó sobre las puntas de los pies. Un nauseabundo olor procedente de las pilas de cadáveres que se hallaban por la cueva, en posiciones ridículas, indescifrables, y los que ya eran esqueletos, no la amilanó de optar por que llegaran a un acuerdo—. Anhelo ayudarte.
Unas ondulaciones escabrosas, vehementes en la superficie de las aguas, salpicando Kobe usando sus cadenas como palanca, no la hizo retroceder. No la asustó. Las penurias enlazarían sus historias, y se sumergirían en la nada de la que procedían.
- ¡¡Una arrogante niñita no me ayudará para nada!! ¡¡Saciarás el hambre que se agita en mi estómago!! —Se estaba alterando, el agua del pantano así lo evidenciaba. Las correas se soltarían revelando la peligrosidad de lo que yacía abajo, en lo ignoto—. ¡¡No me insultes diciendo cosas arbitrarias!! ¡¡Tú no me entiendes!! ¡¡No tienes nada de interés en mí!! ¡¡Vete de una vez o voy a comerte!! ¡¡Y, siendo sincera, estoy famélica!!
Aexyl cruzó los brazos tras la espalda, inclinándose hacia delante, indulgente.
- ¿Y qué tal si te dijera que yo te entiendo?
El silencio se instaló pesado, fluctuando. Kobe se notó descompuesta. Eso la había sorprendido. ¿Qué quería decir? Sus ojos se dilataron, no vocalizó por unos instantes. Afuera, la joven constataba que había sido eficiente. Algo estaba resurgiendo, entre traspiés, temblorosamente. Se había alterado indebidamente. Un cráneo de desgreñado pelo gris, unas chispas violáceas y una fila de colmillos irregulares atisbó Aexyl y palmoteó satisfecha.
—Tú… ¿me entiendes? ¿Eso no era un vano sueño de mis épocas juveniles?
Aexyl la miraba, intimidándola. No se atrevía a sacar su flaco cuerpecillo, por temor a que le diera miedo.
—Claro que sí, amiga. —Ese vocablo retembló en su cerebro, saltando, haciendo piruetas, frenética, quería conocer su significado—. Yo soy tu igual, ambas portamos una soledad a la que nadie puede aportar una explicación. Ese pozo te consume, dependes de él, yo afirmo que no lo necesitas de sustento. Me tienes a mí. Vayámonos lejos de este antro lúgubre y desagradecido. ¿No te provoca náuseas? El dolor desaparecerá si nos curamos mutuamente. Confía en mí.
Kobe se tapó la boca, atónita, preparándose a lanzarse a la libertad.
—Ningún humano ha hablado conmigo en estos dos mil años de vida que tengo. Me siento… rara. Es una sensación indefinible e indescriptible.
—Te comprendo. Yo soy del tipo desconsiderada, desconfío de todos. —Aexyl calificaba ese amor como algo inmenso. ¿De dónde lo había sacado? — Contigo me portaré bien, sin embargo. Salte de ese hediondo pozo.
Kobe dudó, sobrecogida. El escepticismo se apoderó de ella. En su fuero interno, perpetuaba la convicción de que iba a matarla miserablemente.
- ¿No me crees? Mírame. —Aexyl efectuó unos giros, preponderando en ella la celeridad, y sus alas negras se manifestaron, alarmando momentáneamente a Kobe—. Somos unos monstruos, por tanto nuestras almas se conectan.
Eso le dio el empujón faltante al Kobe, y salió, trastabillando. Se repeinó todo lo posible, y Aexyl se rio.
—Sé que soy fea —murmuró acongojada Kobe. Dos gruesos lagrimones chorrearon de sus mejillas.
—No te hagas esto, tú eres una valiente —la consoló su compañera—. Venga, salgamos de aquí.
—¡¡Por fin!!
Kobe sonrió, sus dientes se clavaron en su labio superior.
—Prometo que nos vengaremos de Thearionella —dijo Aexyl abrazándola llevada por la ternura.
Tensada, jovial, y clamando éxtasis, Kobe habló silabeando:
—Mataremos a Thearionella… Mi venganza será erigida…
La felicidad infestaba su interior espinoso y degradado, al cabo que a sus labios fríos y azulados acudía la sonrisa ínfima, aunque sangrienta, de un ser presto a matar. Ella era insaciable. Y si la dejaban comer, lo devoraría todo.
CUATRO: ALAS NEGRAS
No les restaba mucho tiempo, e iban contracorriente. Aexyl se mordió los labios, desasosegada. Le subía por la garganta e iba a fraguarse en su estómago, el ardor reptaba serpentino y se carcajeaba de ella en su faz, las nubes embravecidas de un mar que siempre hubiese sido desagradable con ella la atormentaban, la apesadumbraban, pero ahora había tornado en algo distinto: tenía alguien que la acompañaba, y que le sonreía pacíficamente, y lo que hubiera apostado inútilmente se perdía en las aguas del alcantarillado, no le reportaba más desgracia. Había aprendido a amar, y todo lo que ello entrañaba. A aceptar, a valorar lo bueno que resguardara el otro, a abrir su corazón a los secretos pertinentes, a ser más comprensiva y compadecerse de la suerte fatídica del amigo, así pues, caminando fuera de la niebla, veía sus conexiones más sólidas de lo que jamás imaginó. La frecuencia del pulso cardiaco de Kobe, sentada junto a ella, la hacía sentirse más viva y tranquila. Estaba dispuesta a que Thearionella pagara su deuda por todos los males que había ocasionado. En la oscuridad se debatió espasmódica, nadie fue a auxiliarla, y en esas ciudades donde se absorbía la mentira, extorsionándola hasta convertirla en una verdad aceptable mas mediocre, ella había vagado errabunda, con su alma a los pies, empobrecida de virtudes en cuanto que era rica en vicios, y había acatado ciegamente las órdenes que provenían de su interior convulso, donde un monstruo llamado razón se apoltronaba en el sofá y la exhortaba eléctrico a que no hiciera caso a lo que tenía que ver con el amor. Esa dedicación consumiría su vida, no sería un placer. En su recato, no había distinguido aviesa que necesitaba del amor, una actitud que mueve las cosas y las personas, el motor que no puede desengancharse de la maquinaria, a fin de estar entera y en plenas facultades. Había creído, en su arrogancia que se erguía incólume e inerme, que sobreviviría sin él y nunca podrían retocarla, arañarla, o amenazar con cambiar su rígida percepción de todo y de todos. Entendió, mordiéndose la parte interna de la mejilla, que esa había sido una pésima solución que incrementó únicamente los problemas que la acechaban y que fueron a digerirla.
Se fijó en Kobe, que estaba apoyada contra su hombro. No quería ahogarse más en su propia negligencia, no sería una tirana para aquel que quisiera conocerla. Se percató de que Kobe se estaba desperezando, apartándose su espeso pelo de las facciones estiradas y aún adormecidas, la observaba parpadeando.
- ¿Me he perdido algo de suma importancia?
Aexyl sintió un arranque de cariño por ella. Se palmoteó la pierna, y repuso moderada:
—Bueno, deberíamos hablar de cómo vamos a escaquearnos de este agujero apestoso. ¿Conocerías por casualidad el camino de regreso?
Esperó pacientemente a que su oyente, su camarada de aventuras, se restregara los ojos y las lágrimas se licuaran, deshaciéndose lentas.
—Te diré que es bien sencillo: solo tenemos que torcer y desviarnos en sendas bifurcaciones y estaremos en el castillo. Suerte que todavía recuerdo cuando me perdí. —Se tocó las sienes, una sonrisa escamó en sus labios erizados—. Estoy un ápice oxidada, sabes. No soy fiable que digamos.
—Asumo que tanto tiempo allá atrapada ha debido de surtir un efecto negativo en ti, fue duro tu dolor —admitió Aexyl casi como si estuviera articulando una queja—. Sin embargo, no está, y no volverá más. Eso es seguro. Así que dime, cuéntame de lo que te acuerdes, una pizca de información es similar al oasis en un desierto: impacta demasiado bien.
Kobe puso un rostro interrogativo, estaba confundida.
—Era una metáfora —aclaró la joven—. Luego te explicaré de qué se trata.
—Vale —animosa, Kobe se meneaba cándida—. Mira, elucubro que hay que girar como cinco veces a la derecha, subimos otros dos corredores y andamos diez pasos a la izquierda, partimos sucesivamente desde el norte al sur, y seguimos subiendo. Daremos con ese fuerte en nada. El caso es que esta laguna está situada muy lejos, por eso nos tomará horas. —Y se apenó, considerando que podía quedar vetada la salida por algún derrumbe.
Aexyl, que leyó sus pensamientos, dijo, poniéndole una mano en el hombro:
—No te sobreexcedas. Vamos a salir de tu cárcel. Cuenta conmigo. Antes, habrá que cortar esas cadenas tan molestas. —y reparando en ellas, se irguió deprisa. —No muevas ni un músculo. —materializó rápida un haz de energía oscura que giraba acompasado y lo tiró en dirección a las cadenas, el haz atronó y las partió. Se escapó un hilo de humo negro que se condensó en torno al tobillo de Kobe. Ella intentó retirarse y desasirse, Aexyl retrocedió y le hizo una señal—. Ya puedes, quítatelo.
Kobe se lo quitó maravillada, y le sonrió y la abrazó brutalmente. Aexyl se retorció como un pescado, y la cadena desapareció. Kobe se puso a dar saltitos, exteriorizando su efusividad.
—¡¡Gracias!! ¡¡Soy libre de esos hierros!! —y su amiga del alma se inquietó por los cortes y las magulladuras que se perfilaban recorriendo sus piernas y arribando en sus pies escarchados. Eso debió de dolerle monstruosamente, y lo peor es que no fue capaz de evadirse de ello—. ¿Cómo puedo compensártelo? —y agobiada por las numerosas expectativas, jadeaba.
—Ni lo sueñes, no tienes que pagarme nada. Eso fue gratis. —Aexyl se hinchó de orgullo—. Naturalmente que te hice un precio especial, celebrando nuestra recién inaugurada amistad. —Su vestido se columpió en gozo, como un funesto estandarte—. Pongámonos en marcha.
Kobe asintió, animosa, y se pegó a ella, relatándole parlanchina todas esas tardes en que deseaba que un compañero le cayera del cielo. Lástima que no había sido posible… Pasaron los minutos y los segundos apoyándose la una a la otra, recitándose poemas o frases que las llevaron a ser más valerosas y cantaban canciones melancólicas y Kobe le contagiaba a Aexyl su extraña positividad, que se enmarcaba en ella poderosamente. No morirían exprimidas por un tirano y convalecerían hasta la extenuación. Se les reservaba un futuro de dicha y calor y comidas en familia. Ya nada las detendría, estaban en un punto crucial, decisivo, y se enfrentarían a esa cobarde que no las atolondraría con sus payasadas esquematizadas. Las luces se deslizaban por sus rostros que ya no se mostraban apergaminados, y ellas proseguían incansables, se agotaban sus miembros y descansaban dándose confianza, y al final del túnel se estrechaban las tinieblas haciéndose más exiguas, y ellas iban a la carrera, sus corazones latían al unísono, el hilo se desmadejaba paulatinamente, alumbrado por el fuego de la rebelión que latía imperturbable, crepitando en la lumbre, iluminando la noche en que todas las estrellas lucían jóvenes y quietas.
Ya llegó un instante en que a Kobe le pudo la curiosidad, empujando al hambre a una esquina, olfateando en la tierra en busca de respuestas que la saciaran, y preguntó, sin previo aviso, asaltando a Aexyl, que escaneaba minuciosa el mapa:
- ¿Por qué?
Aexyl se la quedó mirando, sin entender a qué se refería.
- ¿Qué quieres decirme con eso? Ah, —una idea cruzó en ráfagas por su memoria—, sí, lo sé. El porqué te torturaron, te hundieron en el lago y te mantuvieron ahí.
Kobe enfocaba en ella sus grandes ojos, vastos océanos atemporales que no poseían un nombre. Ese mirar vacío y sempiterno que la sondeaba y que provocaría en cualquiera un horror prematuro que ni una medicina potente sabría apaciguar o curar, conduciéndole a la neblina de la locura.
Ella no era cualquiera, sabía dónde tocar para hacer daño. Tanteó delicadamente, con el fin de no darle el esquinazo a su colega pero tampoco caer en aguas pantanosas de nuevo.
- ¿Quieres saber el porqué? La verdad no es lo esperado. —Kobe insistió, presionando la herida—. De acuerdo, te lo diré. No existe un motivo. —Su mirar se descentró, achicándose. Quizá se hubiera hecho añicos esa minúscula esperanza que subsistiera en algún lugar. O solo quizás. Al alzarse, la chica vio que estaba preparada para soportar. Se había quedado atrapada en esa negrura, no comprendía otra cosa—. No lo necesitan. Ellos…, son malvados, gente que no escatima golpes con los que son de nuestra raza. No les importamos. Los suyos, lo desconozco. Hieren porque les gusta, les hace sentirse mejores, perfectos, dioses —en su intelecto, brilló deslucida la verdad. Así que no queda alternativa; seremos peores que los parásitos, y destrozaremos la basura que constituye su existencia. Eso es todo.
—Vaya, eso ha sonado… tenebroso. —Kobe trazó arañazos en la pared, rascándola—. ¿De dónde tomaste eso, Aexyl?
—A saber. —Pateó una piedra que rodó contra la pared, posicionándose allí—. Dejémoslo, y solo terminemos con esta mierda. Ellos no se merecen que gastemos tiempo en ellos. Ella será castigada, te lo juro.
Y afrontando esa verdad que se tambaleaba en la red de su intelecto, no evadiéndose de pensar que al sacudir un trozo el otro era sacudido igualmente, dieron de bruces con él al cabo de un rato extenuante.
—Nuestros caminos interconectados se entrelazan y son uno solo. Eso significa que no nos separaremos.
—¡¡Seremos amigas para siempre!!
Y Kobe, presa de júbilo, la retorció en su abrazo mortal.
Aexyl la instó a guardar silencio, en un gesto elocuente que sirvió.
—Chis, mantente alerta en todo momento. Dudo de que pasemos desapercibidas, aunque no perdemos nada por tratar de ingresar sigilosas. Ataquemos juntas y ganaremos, ¿no es así?
—Eso me parece despampanante —se excedió Kobe, que aún no manejaba el dominio total del lenguaje.
—Tus labios serán una tumba.
—Están sellados. Tú me guiarás.
Y se introdujeron en las murallas, desplazándose por los pasillos desiertos que expusieron el eco de sus pisadas, transmutadas en fieros retadores que derrumbarían la fachada de la bruja Thearionella. Los vencedores sepultarían su secreto en la tierra de grava, y los gusanos se encargarían del resto.
Desembocaron en la cruda realidad, y se decidieron a plantar batalla, a roer la cuerda y escapar, en el instante en que Thearionella los vio, y se paró en medio del descansillo, que daba a las habitaciones principales. Petrificada, no atinó a protestar. Sus segundos la rodeaban en custodia. Kobe, puesta tras la columna, no era vista. La muchacha se sonrió, sazonándose de desdén que intimidó al rival, que no la miraba directamente. Su aliada salió del escondrijo, caminando elegante, en toda su patosa movida.
Thearionella sintió que el corazón se le encogía, adquiriendo el tamaño de un puño, y dejaba de inspirar por completo. Su pose se destroncó, y se puso pálida, semejando un muerto.
—Te la he traído, igual que pediste.
Y tuvo un encontronazo con el monstruo que poblara sus peores pesadillas, que venía a descuartizarla y se reía insensible, teñida de sangre.
—No dejéis que se me acerque —exhortó aterrada a sus subordinados, que se miraron pidiéndose consejo.
El cruce de sus miradas no amedrentó a Aexyl, que sonrió a Kobe, y esta desplegó sus fauces y garras.
—Que conste que no estoy jugando sucio. Tan solo te estoy dando lo que te pertenece. Tú estabas secretamente, entre bambalinas, maquinando matarme y de este modo te quedarías con mi poder y ascenderías a ser una entidad divina y perpetuada en el espacio-tiempo —sus ojos despidieron destellos, y fogosa, fue dando vueltas. Thearionella se mareaba—. Hago lo que tú haces, te pago con la misma moneda. Nos hemos fortalecido, y atacaremos sin piedad.
Cruch pisó arrebatada por la ira, el suelo retembló. Las columnas temblaron levemente.
—Lo siento, pero no puedo dejaros pasar.
Los dientes de Aexyl relumbraron tétrica y lúgubremente, y Kobe rugió. Sus espíritus se friccionaban al unísono, enardecidos.
—No iba a esperar a que lo dijeras para armarme con todo lo que tengo.
De un suspiro, súbitamente, sus alas negras aleteaban enfebrecidas, rumiando venganza, la roja sangre se condensaría, bañando la sala con su calidez.
Thearionella era sostenida por su apabullamiento. Los otros asistían al espectáculo, a la grandiosa lucha que se libraría. Cruch desenvainó su larga espada que relució con un sordo quejido. Retumbaba el trueno, Kobe hizo ademán de abalanzarse sobre la hechicera cuando Aexyl le agarró un brazo.
—Párate, te falta experiencia. Sé que serás excesiva y la dejarás hecha unos despojos. Eso no es lo que buscamos, ¿a que no? La óptima forma de que pague por sus crímenes es que siga viva, postrada en su cama, reavivando cada día, lánguidamente, lo que cometió, las atrocidades que no serán reparadas.
Su sonrisa se extendió, la contempló al poder resurgir, atenazándola estruendosa.
—Una vez que seas destruida, que vuelen tus sesos solo porque la presión es demasiado terrible para aguantarla, entonces no querrás pavonearte. —Sus alas se agitaron en el aire ardinte, moviendo las partículas, y Aexyl desencadenó una bola de energía que fue sesgada de un tajo por Cruch, que la oteó impasible.
—No pasarás.
- ¿Un demonio de tu talla se jacta de su poderío? —Aexyl sacaba más bolas, que se estamparon sin éxito en la espada, tragadas por su filo. Una no arrolló por los pelos a Bombo, pues este se apartó a tiempo, y la masa negra chorreó rebalsándose por la columna de mármol blanco—. No me hagas reír. Sois unos tipos de segunda. —Chasqueó los dedos, y fuego azul se expandió por el campo, sanguinaria, disparó flechas que salpicaron contra la faz de Cruch, quemándola. Esta le gruñó, desabrida. —Fanfarronearé todo lo que me plazca, estoy en mi derecho. No te pienses que la victoria es tuya, Thearionella. Soy una chica dura. Pequeña…. ¡e inmisericorde!
El fuego abrasaba a Cruch y rodeaba a los demás, que lo apagaban despavoridos.
—No juegues conmigo, te estás pasando de la raya. Te voy a alzar como un pedazo de carne que será mío. ¿Por qué no?
Elevando las manos, las comprimió, creando miles de agujeros conectados que confundían a la demonio y la obligaron a fijarse en ellos. De un crujido, la espada volvió a su elemento, y Cruch se quedó indefensa.
Kobe deseó continuar la revancha, Aexyl denegó, asestando coletazos al aire:
—No, compañera. Es pronto para ti. Espera que me quite de en medio a estos gemebundos sabuesos.
Cruch regresó a su puesto, la formación se estaba quebrando. Ellos la observaban quietamente.
Pufava farfulló, suspicaz:
- ¿Qué es lo que planeas? Demorarte en esto no es una buena opción. Podemos secuestrar a tu preciada amiguita.
—No te atrevas a ello u os sacaré los ojos —silbó mordaz.
La perfidia enlutaba sus ojos negros. Pozos sin fondo que arremetieron contra él. Reculando, Pufava ocupó su lugar designado.
—Terminó el calentamiento. ¿Hastiada de aguardar? —su sonrisa se hincó profunda en el fraudulento, taimado ser de Thearionella, y ella sintió que debía arrodillarse. La superioridad la había abandonado, poniendo pies en polvorosa—. No puedes quitarnos lo que es nuestro por derecho, ilusa. Aprende con esta última lección. Es la sonata final que te dedico.
Elevada, encumbrándose sobre las nubes, gentil y bienaventurada, y bondadosa, semejando un efímero sueño que te reconforta, permitiendo que la vigilia sea sustituida por el sopor, Aexyl asaeteó a Thearionella de golpes que desgarraron su torso, sus piernas se doblaron y se debilitaron, su rabia se apagó y las trémulas velas que componían el altar rojo de su sistema nervioso se derritieron, cayéndose con un soplido.
—Por favor, quiero pedirte perdón. ¿Me perdonarás?
Hiperventilaba y no podía levantarse, sus rodillas crujieron, chasqueando. La espalda y los hombros se perlaban de un frío sudor. Prefería gustosa perecer antes que soportar esa humillación, y que Aexyl la infravalorara.
Cayendo en picado, barriendo sus cabezas, y asombrando a Kobe, la joven se cruzó de brazos, suspendida en el vacío, reiterando a una mujer cogida por el pasmo:
—Es imposible cambiar lo que generaste. A pesar de que trataste por todos los medios de manipular el destino, no resultó ser lo que querías. Aspirabas a cotas más altas, y eso fue lo que te perdió. Desperdiciaste tu vida en una estupidez, ¿y aun así consientes en que te perdone? No lo haré. —Sus ojos se agrandaron, en un negro infinito que se le figuró terrorífico. No podía desquitarse de mirar a ellos, por mucho que su mente se resistiera, y acabó por ceder—. Tu teatro alimentado por fábulas y ridiculeces ha muerto, y nada ni nadie te sostendrá de aquí en adelante. ¿Comprendes lo que eso atañe? Una farsante con un talante de mil demonios, jactanciosa y perniciosa, no se prestará a purgar sus faltas. No me conduciré como tú anhelas, eso sería reír y festejar y sinceramente, no estoy de humor. No voy a seguir con la corriente y simular que esto no pasó. 369 veces. Esas son las ocasiones en que pude asesinarte y en cambio, te perdoné la vida.
Un enjambre de abejas furibundas embistió contra ella, arrinconándola, y plegándose sus pieles y cabizbaja, gimió lastimosamente. Los demonios no la ayudaron a incorporarse, permanecían ajenos, abstraídos, ensimismados en sus reflexiones, a lo que le estuviera sucediendo a su señora.
Kobe se pasó la lengua por los labios, incrustados en ellos había trocitos de sangre seca que no se habían despegado, descascarillándose.
—Te arrollaré ahora, que estás vulnerable sin el apoyo de tus sirvientes.
Un remolino negro fue a ella, asiéndola con cuidado.
—Te he dicho que seas cauta y paciente. Te llevarás tu recompensa a su debido tiempo. —Mientras Kobe asestaba empellones y mordiscos varios a la pelota encargada de haberla recogido, esta la dejaba en el suelo, disipándose en tanto.
Aexyl prosiguió con su argumento, conexo y que no descarrilaba:
—En resumen, el chantaje es extraordinario para ti. Tu fachada se derrumba, y pese a ello la vívida rabia que en mí se estremece no me dice adiós. Supongo que tú y yo no hemos finalizado esta conversación. —Su temple normalmente explosivo, en ebullición, se hallaba mesurado, y se aproximó a ella y colocó la mano delante de su rostro desfallecido: —Entiendo lo que me pides, mas yo no soy quien para concedértelo.
—Mátame ya, ¿es tanto esa minucia tratándose de un brillante ser llamado Reina en su tierra? —Los surcos que rodeaban sus ojos se humedecían.
Aexyl no sintió nada en particular al negarle ese pedido.
- ¿Acaso no me has escuchado? No llevaré a cabo algo que yo misma no desee. Además, no es tu fin. Al menos no como se ha predicho.
Embutida en congoja, y apretada por la culpa y la desfachatez de la que era poseedora, Thearionella soltó un demencial aullido.
La joven se volvió, las sombras taparon sus rasgos unos segundos.
—En el fondo de un mar tormentoso, tus pecados y argucias se encuentran soterrados, yaciendo en el limo de un río que los lame a todos por igual. La muerte es justa, y a pobres y a ricos, independientemente de sus lujosas o precarias condiciones de existencia, reparte lo mismo. Yo te repito que nada de eso te corresponde a ti, en aras de conferirte lo que realmente te juzgará, y te convencerá de que debiste ser menos codiciosa y más entrañable y amorosa. Siento que sean malas nuevas, Thearionella.
—Y…, y yo ¿qué se supone que debo hacer ahora? ¿Cómo he de actuar?
El sol se ponía en el ocaso de su gran y eterno reinado, que ella creyó tontamente que se mantendría por siempre intacto. Habiendo vivido por más de quinientos años, a costa de fingir lo que no era ni nunca sería, ella se había desenvuelto; ahora comprendía que se había equivocado, vivir de las apariencias la había hecho esclava de los demás.
Lastimosa, adoptando una torpeza que no le correspondía, se arrastró hacia ella, tomándola por su salvadora.
Pufava, Grimm, Bombo y Cruch se dignaron obsequiarla con unas miradas en las que abundaban las malas intenciones. Kobe se despiojaba los cabellos y se comía los bichillos, tan famélica como se encontrase.
- ¿Tú puedes arreglar las cosas? ¿Eres una emperatriz, o no? Te lo ruego, ayúdame. Es lo único que necesito, no me prives de esta oportunidad.
Aexyl se giró, ofrendándole un retazo de conmiseración, o eso le pareció a ella, en su deplorable estado físico y mental.
—Ya no me mirarás altanera por encima del hombro. Subestimarme te ha arrastrado, cual la gravedad, a una hondonada viscosa de la que no saldrás. Tu voluntad pende de un hilo. Pregúntales a ellos qué piensan realizar, si no es a costa de aprisionarte.
- ¿¿De qué estás hablando??
La angustia creció a ramalazos en su vientre, asentándose firmemente. La apremiaba a decirle algo bastante superfluo. Si eso la acallaba, lo haría.
Revindicó su postura victoriosa, sonriente y en absoluto enajenada:
—Hubo una vez, al principio del mundo, cuando los primeros seres humanos solo pensaban en contiendas y espadas y derramar sangre innecesariamente, que había una ciudad imponente que se levantaba sobre el curso de las olas. Su nombre era Meia’zaphtal, y sus habitantes vivían de las actividades marítimas y del trato con otros pueblos de las riberas y las costas. Era un reino crecido, superpoblado, dividido en siete reinos más pequeños, y que avistaba un próspero futuro. Sus gentes se diferenciaban de los demás humanos por ser comedidas, guerreras, hermosas y felices. Se dedicaban a las artes, la construcción y la pesca; su rey, Algar, ostentaba riquezas que no se habían visto en ningún otro sitio y se rumoreaba que sus hijas portaban vestidos rellenados de piel de sirena u otras fantasías. Famosas leyendas circulaban en esos tiempos acerca de ellos en los reinos que no conocían más que el fragor de la sangre y las fintas que efectuaban al chocar sus armas entre sí. La paz imperaba en sus terrenos cobijados por los mares, y obtuvieron tecnologías que contribuyeron a aumentar el nivel de su vida de los suyos, y un buen día el rey Algar propuso que probaran los nuevos experimentos. La prosperidad los acunaba, pero se dejaron llevar por la avaricia que aunó en ellos. La catástrofe fue digna de mención: la urbe quedó barrida por las aguas que mataron a las personas y se comieron sus recuerdos, y su valía, y Algar se encerró en un cubículo subterráneo que había ideado para ese fin, y preservó las reliquias sagradas hasta el fin de sus días. Sus secretos murieron con ella. Hay rumores que dicen que algunos evolucionaron y lograron sobrevivir en mar abierto, llegando a tierra. Y también, que otros involucionaron y se convirtieron en bestias salvajes, que cohabitan las fosas del mar hondo e inexplorado —su vista se clavó en Kobe—; esa es la misteriosa esencia de una ciudad arrancada de la tierra por haber tentado su suerte. Eso explica lo que a ti te ha ocurrido.
Aexyl se recolocó junto a Kobe, y bostezó, conjurando un hechizo que había preparado para ese lapso de tiempo.
Thearionella se irguió, trémula, y la miró tristona.
—Ay, si mi soberbia no me hubiera hecho caer…, este destino no me esperaría. No he podido controlarlo. No he sabido jugar mis cartas apropiadamente.
Y los demonios se enlazaron, arrebujándose en un gas violeta que despedía haces luminiscentes, y se desvelaron como fueran en realidad: poderosos, despiadados, y crueles, teniendo cuernos insertados a ambos lados de la cabeza y patas de cabra. Pufava se le acercó peligrosamente a Thearionella, que no se zafó impotente de su abrazo. Asistía a su derrota, preliminar al castigo del que no se evadiría.
—Mi estimada señora, ¿vendría conmigo al reino demoníaco? —y la besó en los labios, ella se dejaba conducir dócilmente.
Sosteniéndola en volandas, Pufava se lo agradeció a Aexyl con un grácilmente ejecutado movimiento de cráneo.
—Estamos en deuda contigo, pajarito enjaulado.
Ella atisbó cómo Thearionella, impotente, resollaba antes de quedarse dormida a merced de lo que Pufava quisiera hacerle, y repuso en tono seco:
—No me responsabilizo de lo que le suceda.
—La protegeremos de daños colaterales, ahora es nuestra esclava —rio Bombo, su barriga subía y bajaba, abultada.
Kobe zarandeó traviesamente a Aexyl, desilusionada:
- ¿Qué como yo, eh? Me prometiste que la matarías.
Aexyl la apuntó con el dedo, seria, dejando estupefactos a los presentes:
—En este trabajo no requerías ensuciarte las manos. Cómete otra cosa, por ejemplo, de la cocina.
—Prescindiremos de ella por unos cuantos siglos —cacareó Cruch, y acto seguido le estrechó la mano a Aexyl, ronroneando—: Firmaremos un contrato novedoso que no la incluya a ella, y nos tendrá que servir por toda la eternidad.
Se oía a Kobe desbrozando la cocina, tan ancha, y devorando ruidosa todo lo que le pareciera apetitoso.
—La pobrecilla va a enfermar —se alarmó Grimm.
Aexyl mantuvo la compostura.
—Qué más da que un día enferme, siempre ha comido unas asquerosidades… Su única relación sana la está forjando conmigo. No creo que los peces tuvieran un registro de vocabulario decente y temas de los que hablar.
—Ja, ja, eso es cierto. Os dejamos disfrutar de un merecido descanso, y que se atiborre.
Pufava se carcajeaba, feliz.
Thearionella no había venido a él, de modo que él había tenido que ir a ella.
—Te agradecemos infinitamente por habérnosla entregado —sonrió Cruch.
—Hasta luego, camarada.
Grimm compuso un saludo militar.
—En casa vamos a celebrar un festín en condiciones —se alegró Bombo, exultante.
Despidiéndose, Aexyl atendió a su partida y fue a inspeccionar el progreso de Kobe, que se espatarraba y devoraba todo sin ton ni son. Había agarrado una bandeja de plata y al entender que no era comestible, la tiró violenta.
—Eres un desastre, aunque no me quejo. Tu sentido común y de orientación nos han traído esta fulminante victoria.
—Sin mí no lo habríamos logrado –prorrumpió Kobe masticando unas sobras, y sonrió deslumbrantemente con la boca llena.
—Tú, pilla, debiste haberte contenido. No cargaré con tanto peso.
—Qué dices, me estás llamando pesada. Eso es un insulto.
—Algo estás evolucionando, Kobe. —Y Aexyl le retorcía la mejilla cariñosamente—. Salgamos de este nido de buitres avaros.
- ¿Qué son los buitres, Aexyl?
—Pájaros.
- ¿Igualitos a ti?
Kobe se desternillaba de risa.
—No, no. Yo soy distinta. Solo tengo alas.
—No entiendo lo que eres.
—Yo tampoco te entiendo a veces, pero ya encontraré pistas. Nos iremos conociendo.
Y suprimieron su desesperación que quedó colgada y se cayó de los vertebrados ejes, y se perdió en la oscuridad de tiempos pretéritos y aniquilados, y, juntas, volando en el cielo de un límpido celeste, Aexyl y Kobe volaron lejos del castillo desolador, y rompiendo el demoledor silencio charlaron sin cesar y se hicieron buenas amigas. Su eterna y apreciable amistad no se vio corrompida… Y unas alas negras batían en el horizonte que se tiñó de un tono parduzco a medida que avanzaban. La noche era joven, y sus corazones se engrandecían compaginándose en mayor medida. El amor había unido los destinos de quienes habían estado tanto tiempo separados. Y nunca jamás volverían a estarlo.
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