Todos estamos en un viaje, algunos lo llaman destino, otros aprendizaje, pero al final, cada uno avanza a su propio ritmo.
Hoy me encuentro viajando y como suelo hacer en estos momentos, escribo. Desde hace un tiempo decidí plasmar en papel las cosas que me suceden o aquellos pensamientos que merecen ser recordados. Afortunadamente, encontré un lapicero en mi mochila. Normalmente los pierdo, pero este supo escabullirse entre mis cosas y estaba esperando su momento para brillar. No dudo que ha sido testigo de muchas cosas: cálculos, dibujos que alguna vez hice y luego se perdieron… En fin, bien por mi lapicero, pero a lo que voy.
Desde hace algunos años, mis viajes son frecuentes, principalmente por trabajo. Dios me ha dado la oportunidad de conocer distintos lugares a través de lo que hago, y si hay algo que me gusta de estos trayectos, es el tiempo que me regalan para observar y reflexionar.
Recuerdo cuando era universitario. Cada vez que los días se volvían pesados, lo único que quería era viajar de regreso a casa. La universidad quedaba a una hora de distancia, y ese viaje se convirtió en uno de mis momentos favoritos. No era solo el descanso después de un día agotador, sino la oportunidad de ver el mundo en movimiento: personas felices, preocupadas, ensimismadas en sus celulares, parejas conversando, niños jugando. Me fascinaba notar cómo el estado del clima parecía reflejar el estado de ánimo de la gente. No sé si es algo científico o psicológico, pero estoy convencido de que los colores y la luz influyen en nuestras emociones.
Además de observar, esos viajes me permitían escuchar música y perderme en mis pensamientos: reflexionar sobre mi día, analizar lo que estaba haciendo bien o mal, e incluso pensar en cierta persona. Era un tiempo para mí, un descanso dentro del ritmo acelerado de la vida.
Disfrutaba tanto de esos viajes que hasta pensaba: «Ojalá durara un poco más». ¡Qué exageración, hombre! Pero es que en serio, esa hora en el bus se sentía como un respiro dentro del caos.
Con el tiempo, mis viajes se volvieron más largos. Dejé de recorrer solo una hora de camino y pasé a hacer trayectos de hasta ocho horas. Esos viajes tenían un propósito especial, pero esa es otra historia. Lo que he aprendido es que, muchas veces, nos afanamos por llegar rápido a donde queremos, sin darnos cuenta de que el verdadero valor está en el trayecto.
Cada viaje, cada espera, cada paisaje visto por la ventana es parte del proceso. Y creo que lo mismo pasa con la vida. Estamos tan enfocados en alcanzar una meta, en solucionar un problema, en encontrar una respuesta, que olvidamos disfrutar el momento en el que estamos. Pero Dios nos recuerda que Él tiene el control de todo. Y cuando confiamos en eso, el viaje deja de ser solo un medio para llegar a un destino y se convierte en una experiencia en sí misma.
Así que, aunque quiero llegar a mi destino, en el fondo no me gustaría que este viaje terminara. No porque tenga miedo de lo que viene, sino porque disfruto del paisaje, del tiempo de reflexión y de la música que, como siempre, me acompaña en cada trayecto. Porque, al final, el viaje nunca acaba.

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