Aún resuena en mi memoria el desfile de juguetes marchando hacia la luz,
mientras el sendero de animales trastocaba la cocina,
pasando bajo la mirada serena de una mujer.
Era el eco de una madre ilusionada con la risa de sus hijos,
y en su ternura, la prisa de la infancia menguaba.
Cuando la mayor inquietud era recoger y elegir las piezas más hermosas,
cuando el dinero no sofocaba la avaricia,
cuando la estética no era burla,
cuando las lágrimas brotaban solo de dolores tangibles,
y las palabras no herían, sino las intenciones.
Cuando aún éramos niños.
En silencio, mi hermano me escondía en el armario.
—¡Mamá! No encuentro a Carlos —gritaba,
mordiendo la risa que se asomaba en su voz.
Si hubiésemos sabido que mamá conocía el escondite
desde el primer eco de su voz,
habríamos comprendido que la magia nunca estuvo en el engaño,
sino en su complicidad.
Mamá era maestra en seguir el juego,
y como siempre, el final nos hallaba a los tres
perdidos entre besos y abrazos.
Vaqueros e indios, policías y ladrones,
sábanas tendidas como fortalezas en la habitación,
coches rugiendo sobre alfombras, películas en la penumbra,
masajes improvisados y cartas clandestinas.
Mi hermano, mi cómplice, mi mejor amigo.
Nos debatíamos en riñas sin rencor,
porque la disputa era otra forma de juego.
A ustedes, a quienes la infancia aún nos une,
os quiero un montón.
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