Hubo un día, o una ausencia de día,
en que desperté con la certeza de haber sido dictada.
No por dioses ni por leyes escritas en piedra,
sino por una sentencia anterior al lenguaje,
un decreto esculpido en la médula de mi propio ser.
Miré hacia atrás,
no por curiosidad ni por miedo,
sino porque algo en mí pesaba más que mi sombra.
Y allí estaba, observándome,
con el rostro desfigurado por la distancia,
un contorno apenas distinguible en el flujo de lo que fui.
Intenté hablarle,
pero mis palabras se deshicieron antes de tocarla.
Intenté correr,
pero mis pies trazaron círculos concéntricos,
órbitas de un cuerpo atrapado en su propia gravedad.
Entonces comprendí:
no era ella quien me perseguía,
era yo quien la reconstruía con cada pensamiento,
un arquitecto obsesionado con su propia ruina.
Me pregunté:
¿fui maldición antes de nacer,
o me convertí en la maldición de mí misma?
¿Quién me impuso esta condena
de perseguirme a través de la sombra del tiempo?
Intenté ignorarla,
pero ella habitaba mis manos,
mis gestos, mis silencios.
Era la grieta en cada decisión,
la voz que hablaba en el idioma del fracaso
justo antes de cada caída.
Fui al borde del mundo,
donde la razón pierde sus costuras,
y la enfrenté.
Pero ella rió.
No con sonido,
sino con la vibración del vacío
que precede a toda revelación.
Y me habló,
aunque nunca movió los labios.
“No soy yo quien te sigue,
eres tú quien me invoca.
No fui creada por hechizo,
sino por la incapacidad de verte completa.
Soy la consecuencia de cada negación,
la voz silenciada en cada juicio interno.
Soy el eco de la sombra de un grito,
el espectro de la posibilidad
que siempre temiste ser.”
Entonces entendí:
no hay maldición más cruel
que la que uno mismo teje
con los hilos del propio miedo.
No hay condena más eterna
que la que se alimenta de nuestro intento de huir.
Y así, dejé de correr.
Y ella, al fin, dejó de seguirme.
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