Todos yacíamos en el suelo. Algunos apenas podían respirar, se morían. Otros, con peor suerte, ya habían cruzado al otro lado. Aunque, ¿quién podría hablar de suerte cuando todos íbamos a acabar igual?
Se oían pasos en los alrededores, firmes y pausados. Las botas del asesino salpicaban los enormes charcos de sangre que inundaban gran parte de la sala. Habíamos luchado tanto por esto, durante meses. ¿Cuántas noches me había quedado en vela intentando resolver el caso? Ya había perdido la cuenta. Pero lo había conseguido. O eso creía. Pero ahí estaba, frente a un hombre demasiado loco como para razonar.
En un movimiento, casi sin esfuerzo, agarró a uno de mis compañeros, uno de los pocos que seguía vivo. Con un tajo certero, le cortó el cuello como si fuese nada más que un pedazo de carne. Pobrecillo, pensé mientras intentaba no vomitar. Aquella imagen tardaría años en desvanecerse de mi memoria. Probablemente jamás lo haría.
Pero no podía darme el lujo de detenerme. Tenía que salir de aquel lugar. Aquel matadero. Éramos como cerdos llevados al sacrificio para alimentar a bestias hambrientas. Y ya no quedaban muchos más por aquí.
En un movimiento desesperado por sobrevivir, me levanté como pude y salí corriendo de allí. Tenía que pedir ayuda. Necesitaba refuerzos.
Corrí hasta la orilla de la playa, rezando porque el teléfono aún funcionase. No tenía mucho tiempo. El carnicero seguramente ya habría notado que uno de sus cerdos había escapado y no tardaría en venir tras de mí.
Intenté llamar una vez. Sin éxito.
—¡Mierda! —grité, frustrado, y en un arrebato lancé el móvil contra la arena.
El aparato cayó torcido, cubierto de granos, casi inservible. Aun así, lo recogí. No podía darme por vencido. Era mi única opción, aunque apenas quedaba esperanza.
Miré a mi alrededor. La oscuridad de la noche y el sonido de las olas chocando contra la orilla no me ofrecían consuelo. No sabía dónde estaba, ni hacia dónde ir.
Por un instante, la idea de regresar a la cabaña y enfrentarme al carnicero pasó por mi mente. ¿Atacarlo? ¿Con mis propias manos? Era un suicidio, y lo sabía. Pero… ¿valdría la pena intentarlo? ¿De verdad?
La respuesta era un evidente no. Me dejé caer sobre una roca, mirando el horizonte con resignación. Esperaba, casi rogando por un milagro, que el móvil volviera a funcionar.Aún podía escuchar cómo seguía degollando a mis compañeros en la cabaña. Los gritos se habían apagado hacía tiempo; ahora, solo quedaba el ruido seco de su cuchillo cortando carne. Y sabía que yo podría ser el siguiente. Podría salir en cualquier momento, correr hacia mí con el cuchillo alzado y, de un tajo certero, acabar con mi vida.
Pero no tenía miedo.
«Ten miedo a infinidad de cosas, menos a la muerte», solía decir mi padre. Por primera vez en mi vida, estaba dispuesto a hacerle caso.
Mientras me hundía en esa melancolía, el móvil comenzó a vibrar. Lo miré incrédulo. Me estaban llamando.
—¡Pablo! —gritó Julia. Su voz sonaba agitada, pero también decidida—. La ayuda va en camino. Quédate donde estás. Por lo que más quieras, que no te atrape.
Me levanté de golpe, buscando un lugar donde esconderme. A unos metros de la playa, encontré unos baños pequeños y abandonados. Corrí hacia ellos.
—Estoy bien —mentí mientras cerraba con llave las puertas tras de mí, una a una—. No creo que me encuentre aquí.
—Lo siento de verdad —dijo Julia, con un tono cargado de culpa—. No sabía que pudiera con todos vosotros. No sabía nada de ti… Hubiera sido más comprensiva.
—No te preocupes, Julia. Pero por favor, deprisa. Este asesino me está oliendo.
—Aguanta, por favor.
La llamada se cortó.
De repente, un escalofrío recorrió mi espalda. Mi corazón dio un vuelco, y sentí cómo la sangre abandonaba mi rostro. Escuché pasos en la arena. Su respiración pesada. Se acercaba.
Este era el fin.
No tenía nada con qué luchar. Habíamos descartado la opción de enfrentarlo desde el principio, y ahora el problema era claro: cuando el depredador decide ir por la presa, la presa solo puede correr… o morir.
Mis manos temblaban mientras trataba de escribir algo en el móvil. ¿Un mensaje para Julia? ¿Decirle lo mucho que la quería? ¿Qué todos los problemas se podrían solucionar si habláramos? Demasiado tarde. Mis dedos no respondían. Todo mi cuerpo temblaba. Apenas podía mantenerme en pie. Sentí que el mundo se desvanecía mientras la sombra de mi perseguidor se acercaba más y más.
Decidí tranquilizarme. Era un loco armado con un cuchillo, con decenas de muertos a sus espaldas. ¿Qué podría salir mal? Absolutamente todo.
Pero si tenía que morir, que así fuera.
Agarré una pequeña tubería que encontré tirada en el bidé. No sabía si podría matarlo con eso, pero al menos me daría suficiente tiempo para intentar escapar.
Abrí las puertas, una por una, hasta llegar a la última. Respiré hondo, apreté la tubería entre mis manos y salí, con el corazón golpeando como un tambor.
Caminé despacio, pero con pasos firmes. Miraba a mi alrededor, con ojos en la nuca. Decidí quedarme en la playa, en un espacio abierto. Allí podría verlo venir si intentaba atacarme.De repente, un movimiento rápido me sacó del equilibrio. Antes de darme cuenta, el carnicero se abalanzó sobre mí.
—¿De dónde diablos salió? —murmuré entre dientes, luchando por mantener la tubería entre nosotros.
El tipo era un monstruo. Su fuerza me superaba con creces. Aun así, me aferré con todas mis fuerzas a la tubería, mi única defensa. Sabía que si la soltaba, ese cuchillo acabaría con mi vida en un instante.
Mis brazos comenzaron a flaquear.
—Joder —pensé—, tantos meses en el gimnasio, ¿para qué?
A medida que perdía fuerza, mi mente se llenaba de preguntas. ¿Tantos años de profesión para esto? ¿Para acabar masacrado por el hombre que fue el mayor caso de mi carrera?Sin embargo, a pesar de mi inminente derrota, me sentí orgulloso. Lo había encontrado. Después de tantos cadáveres, lo había acorralado. Aunque no pudiera detenerlo yo mismo, esperaba que Julia y los demás terminaran el trabajo.
Por el pueblo. Por Eldoria.
La herida en mi brazo ardía. La sangre empapaba mi ropa. Estaba al borde del colapso cuando un sonido atronador rompió el aire.
De repente, el carnicero, «El Ciervo», como lo llamábamos en la oficina, cayó al suelo.
Giré la cabeza y vi a Julia, pistola en mano, seguida por el resto del equipo. Corrieron hacia mí.
—¿Estás bien, Pablo? —preguntó ella, con el rostro lleno de preocupación.
No respondí. Me limité a abrazarla. Lo necesitaba.
Mientras mis piernas cedían y me desplomaba en la arena, miré al cuerpo del carnicero, que yacía inmóvil. El depredador había caído. El carnicero se había convertido en cerdo. Y nosotros, con la última bala, habíamos acabado con él.
Por todos los que lo habían perdido, esto terminaba aquí.
Lo habíamos conseguido. Habíamos salido victoriosos.
Intenté celebrar, aunque fuera con un leve suspiro, pero la herida en mi brazo no pintaba bien. La sangre seguía fluyendo, y el cansancio finalmente me venció. Caí de rodillas, luego al suelo, esperando que alguien pudiera salvarme.
Pero eso no era lo importante.
Iba a sobrevivir. Lo sabía. Estaba convencido de ello.
Lo que realmente importaba era que el caso estaba cerrado. No habría más gritos en la noche, ni más cadáveres abandonados. Eldoria volvería a ser un lugar donde la gente pudiera dormir tranquila, donde la vida pudiera florecer nuevamente.
O al menos, eso es lo que queríamos creer.
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