El beso de la mujer araña
Sebastián Jaramillo, un biólogo genético sin empleo, buscaba desesperadamente un nuevo reto que le permitiera poner en práctica su vasta experiencia. Una mañana, mientras hojeaba el periódico, se topó con un anuncio que parecía hecho a su medida. Una compañía llamada BIOGEN solicitaba a un biólogo para liderar investigaciones en un archipiélago remoto. No perdió tiempo: llamó a la compañía, y tras una rápida revisión de su impresionante hoja de vida, fue contratado de inmediato.
Días después, Sebastián llegó a la misteriosa isla Aurora, transportado en la única lancha que conectaba con el continente. Su capitán, Carlos Barrios, lo llevó a través de las aguas grises y turbias, llenas de historias de naufragios y desaparecidos. Al llegar, el paisaje, tanto bello como inquietante, lo recibió con una bruma perpetua que parecía esconder más de lo que revelaba.
El trabajo en BIOGEN era tan arduo como apasionante. Con el tiempo, Sebastián reclutó a Elizabeth Espín, una enigmática bióloga local que había vivido en la isla durante un año. Su experiencia parecía valiosa, pero sus intenciones se tornaron cada vez más turbias. Ella mostraba un interés no solo en el trabajo, sino también en Sebastián, insinuándose constantemente. Sin embargo, él mantenía su enfoque en la investigación, ignorando sus provocaciones.
Un día, recibieron la orden de investigar una sección del bosque que se había secado misteriosamente. Los árboles grandes y antiguos estaban muertos, como si algo les hubiera robado su vitalidad. Durante el trayecto en la Land Cruiser, Elizabeth se esforzaba por distraer a Sebastián, actuando de manera provocativa hasta que, en un momento inesperado, se sentó sobre sus piernas y lo besó. Sebastián, sorprendido, la rechazó de inmediato, pero sintió un dolor punzante en sus labios, como si una diminuta criatura lo hubiera mordido.
La sangre brotó abundantemente, y Sebastián detuvo el vehículo, ordenándole a Elizabeth que regresaran al pueblo. Su rostro comenzó a inflamarse de manera alarmante, y al llegar, se refugió en el bar de Richard Rosero para calmarse con un trago. Sin embargo, mientras intentaba sobrellevar el dolor, vio algo que capturó su atención: Elizabeth coqueteaba descaradamente con un extraño al que Sebastián no había visto antes. Cuando ella lo sacó del bar, algo en su instinto le dijo que debía seguirlos.
La noche era espesa, y la única luz era la de la luna filtrándose entre los árboles muertos. Sebastián los siguió sigilosamente hasta el bosque seco que habían sido enviados a inspeccionar. Oculto entre las sombras, observó cómo Elizabeth, en medio de besos y caricias, comenzó a transformarse. Su cuerpo adquirió una forma grotesca: extremidades alargadas y puntiagudas emergieron, su piel se endureció en un negro brillante, y múltiples ojos pequeños destellaron en su rostro ahora inhumano. Lo que antes parecía una mujer, ahora era una gigantesca araña depredadora.
El extraño, paralizado de terror, fue atrapado por las patas de Elizabeth, quien lo envolvió en una tela pegajosa y brillante con una velocidad inquietante. Sebastián, horrorizado, vio cómo ella subía a la copa de uno de los árboles muertos, que resultó ser su guarida. Allí colgaban decenas de cuerpos momificados, secos y vacíos, víctimas de esta criatura que se alimentaba de su vitalidad hasta dejarlos como los árboles que ahora adornaban el bosque.
Sebastián sabía que debía detenerla. Regresó al pueblo y reunió a Franklin y Carlos, quienes, aunque incrédulos, confiaron en su relato al ver la seriedad en sus ojos y el estado inflamado de su rostro. Armados con antorchas y herramientas, regresaron al bosque seco. Con cautela, incendiaron los árboles uno por uno, obligando a Elizabeth a salir de su refugio.
La criatura, cegada por la furia, se abalanzó sobre ellos con chillidos ensordecedores, pero Sebastián, con determinación, lanzó una antorcha directamente contra ella. Las llamas consumieron su cuerpo, y con un último alarido, cayó al suelo, inmóvil.
Con la muerte de Elizabeth, algo extraño ocurrió en el bosque. Los árboles comenzaron a recuperar su color y textura, como si la maldición que los había consumido hubiera sido quebrada. Los animales que alguna vez habían desaparecido reaparecieron poco a poco, y el pueblo recuperó la calma que había perdido.
Sebastián, aunque marcado físicamente por su encuentro con el monstruo, encontró satisfacción en haber resuelto el misterio y restablecido el equilibrio en la isla. Sabía que la historia de Elizabeth era solo uno de los tantos secretos que la isla escondía, pero por ahora, podía descansar sabiendo que su misión había terminado.
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