Ligar con chicos era aún para mí poco más que un mero coqueteo sin más. No buscaba sexo, sólo jugar, divertirme, sentirme deseada… ¿qué hay de malo? Pero a veces las cosas se tuercen, sin saber cómo, el día menos pensado.
Era un fin de semana normal, por lo que no había mucho ambiente. Seguimos la ruta habitual de bares, nos juntamos con la gente de siempre y para no variar, bebimos más de la cuenta. En uno de los bares un chico que conocíamos de vista se me acercaba cada vez más y no paraba de decirme que bailaba como si tuviese novio, por mi manera de evitar en todo momento un contacto excesivo. La realidad era que el tío no me gustaba, aunque fuera simpático, por lo que me costaba desinhibirme con él. Seguimos bebiendo e inevitablemente llegó ese momento en el que dejas de ser dueña por completo de tus actos. Las imágenes son borrosas, pero recuerdo algunos retazos de la noche: besándonos en el exterior de uno de los bares, teniendo dificultad para no caerme al suelo cuando entré en el cuarto de baño, sintiendo vergüenza al encontrarme con un chico que me gustaba mientras me enrollaba con el otro…
No sé cómo, pero de repente me vi en el asiento del copiloto de un coche que tenía las lunas completamente empañadas. No se veía nada de lo que había fuera, podía estar en cualquier parte. En el coche olía a tabaco, a ambientador barato y, en menor medida, a tierra húmeda, no en vano, había llovido bastante durante los últimos días. Resulta curioso las cosas que piensas en esos momentos y cómo te acompañan luego. La tapicería del coche era azul oscuro, con puntos y líneas muy finas de color beige. Casi puedo sentir la aspereza de la tela rozando mis piernas, mis brazos, mis mejillas.
El asiento estaba reclinado hasta una posición casi horizontal y él, encima de mí. Notaba su aliento de fumador en mi cara, su fuerte olor a sudor agrio. Era muy grande, no podía moverme, casi ni respirar. Se había bajado los pantalones y los calzoncillos, lo supe porque notaba su piel sudorosa contra la mía. Fue entonces cuando fui consciente de que yo también tenía las bragas en los tobillos, entorpeciendo aún más mis ya de por sí limitados movimientos. Sabía que debía chillar y pegarle, pero estaba tan borracha que no podía sino mascullar y tratar de apartar mi boca de la suya.
—La puntita—, decía una y otra vez —déjame meter sólo la puntita.
El día siguiente fue horrible. Tenía una comida familiar y yo sentía que todo aquello me era ajeno. Aunque por fuera intentaba aparentar normalidad, por dentro sentía que nada estaba en su sitio. El mundo se tambaleaba a mis pies. Sólo tenía ganas de encerrarme en mi habitación y llorar. Me angustiaba ver tanta gente a mi alrededor, me levanté varias veces al baño del restaurante con el único propósito de estar sola. No quería que nadie me mirara y mucho menos me tocara.
Los días que siguieron contribuyeron a que tomase conciencia de lo ocurrido: un día me paseaba con la cabeza alta, sonrisa radiante, al otro de pronto era escoria. Bajas la mirada, te sientes sucia, culpable. Estás segura de que todos lo verán en tus ojos, eres una perdida. Lo tienes merecido, te lo estabas buscando, sólo tú tienes la culpa. En resumen, eres una zorra. Es sorprendente cómo es posible hacerse invisible para el resto en poco tiempo. El proceso es gradual, casi no te das ni cuenta. Dejas de mirar a los que te cruzas, dejas de sonreírles… y ya no ves sus miradas, no ves sus sonrisas, no empatizas, te hundes. En pocas semanas nadie te mira, nadie te ve, desapareces.
Poco después llegaron las pesadillas. En ellas no siempre rememoraba lo ocurrido aquella noche pero sí la misma sensación de impotencia. Necesito gritar y no puedo, no me sale la voz. Y de repente, me despierto porque aunque en el sueño no puedo articular palabra, en la realidad sí chillo, con todas mis fuerzas, y mi propio grito desesperado es lo que me despierta.
Es curioso cómo hasta entonces nunca había pensado en serio sobre el tema de la violación. Había dado por hecho que eso no podía pasarme a mí ya que nunca iba sola por sitios peligrosos y estaba alerta en todo momento para correr o dar la voz de alarma si me asaltaban por sorpresa… Jamás imaginé que una violación se podía dar en otro contexto. Es más, miraba con recelo a las chicas que vistiendo faldas muy cortas o escotes provocativos, se quejaban de que las tocaban el culo o les dijeran «cosas». No las consideraba legitimadas para quejarse, por así decirlo.
Traté de volver a la rutina pero no conseguía dejar de sentir las miradas acusadoras a mi alrededor. Era como si todos lo supiesen. Intenté alejarme, encerrarme en mi cuarto del piso compartido, del que apenas salía para ir a la facultad. Faltaba mucho a clase, no podía concentrarme y dejé de ir a casa de mis padres los fines de semana. A mis amigas les decía que me quedaba de fiesta con la gente de la universidad, a mis padres que tenía mucho que estudiar. Con mis compañeras de piso no tenía una relación estrecha, por lo que tampoco se preocuparon por mi cambio de humor o de actitud.
Pero irremediablemente llega esa fiesta «solo chicas» a la que no puedes negarte. La celebrábamos cada año coincidiendo con el cumpleaños de una de nosotras, de forma rotatoria. Y hasta el momento siempre en mi casa porque en aquella época era la única que no vivía con sus padres, así que no tenía opción.
—Moderación, chicas, a ver si no nos pasa como la última vez—. En aquella ocasión anterior los vecinos habían terminado por llamar a la policía por el escándalo que montamos. Y eso que sólo nos reíamos. Esta vez no era lo mismo. No me sentía parte de la celebración, parte del aquelarre. Las bromas y las tonterías de siempre no me hacían gracia, sentía que eran cosas de crías.
Como en toda fiesta de chicas que se precie, llegó el momento del juego de la verdad. Se empieza por lo más suave… ¿qué chico te gusta? ¿con quién le pondrías los cuernos a tu novio? para pasar después a las preguntas más impertinentes y descaradas: ¿se la has chupado a algún tío? ¿dejarías que tu novio te practicase una penetración anal? Monotemático. Todos los años era igual.
Al cabo de un rato Sara empezó a hablar de lo excitante que sería encontrarse con un chico desconocido en un lugar público pero alejado de miradas indiscretas, como el garaje de la urbanización o las duchas colectivas de un albergue o camping, y tener sexo con él sin saber siquiera cómo se llama, sin necesidad de intercambiar una sola palabra. De ahí a fantasear con el sexo y la violencia no hizo falta mucho.
Si lo pienso ahora con detenimiento no sé cuál fue el detonante que me hizo perder la razón. Recuerdo a Sara relatando su fantasía, hablando de lo excitante que sería sentirse atrapada entre la pared y un desconocido musculoso, rudo… explicaba cómo se imaginaba que le rasgaría el vestido y dejaría a la vista su sujetador… se imaginaba que la pondría entonces de cara a la pared y la penetraría con fuerza sin siquiera quitarle las bragas, que se limitaría a apartar a un lado, dándolas de sí hasta casi romperlas… fantaseaba con mordiscos en el cuello que la hiciesen sangrar y con cachetes que enrojecerían sus nalgas.
Sé que empecé a hiperventilar, me daba cuenta de que me iba a desmayar de un momento a otro, pero no podía hacer nada. En mi mente volví a oír cómo saltaban los botones de mi blusa y sentía de nuevo sus dientes y su saliva en mis pezones. Afortunadamente perdí la conciencia antes de seguir evocando la escena.
Esa noche me ingresaron en el hospital y me estuvieron haciendo las pruebas pertinentes para asegurarse de que no había tomado ninguna droga que me provocase aquel estado de histeria y ansiedad. Durante las semanas que duró la terapia posterior aprendí lo que era el trastorno por estrés post-traumático, sus derivados y sus manifestaciones. No era la única, éramos cinco en total, nos hablaron de los síntomas que padecen las víctimas de violación y me familiaricé con términos hasta ese momento desconocidos, como el de resiliencia, así como las formas de trabajarla para superar el abuso padecido.
Lo que llevaba peor de la terapia eran las conversaciones sobre sexualidad, me seguían haciendo sentir incómoda. No podía pensar en el sexo como algo natural. Me dijeron que era normal, que con el tiempo todo volvería a ser igual que antes, pero nunca les creí. Era humillante tener que hablar de todas esas cosas delante de aquellas personas.
Percibí cómo mis compañeras de taller iban cambiando con las sesiones: evolucionaban, en palabras de la terapeuta. Pero lo peor era que sentía que me miraban y se reían. Llegado un día estuvieron hablando abiertamente de cómo experimentaban con la masturbación, de cómo habían recuperado unos deseos y unas sensaciones que ya habían experimentado con anterioridad a la violación. No en vano, todas ellas habían tenido experiencias sexuales consentidas previas. Enseguida me di cuenta de que yo no era como ellas, no teníamos nada en común. Aquellas malditas zorras no podían entender lo que yo sentía, sólo había que ver cómo iban vestidas, cómo se sentaban y daban muestras de coquetería cuando deberían estar avergonzadas.
Sentí que la furia me inundaba por dentro, mi corazón empezó a latir con fuerza, se me iba a salir del pecho, mi nerviosismo iba en aumento, seguían riéndose… ¿de mí? Los latidos los oía ahora también en mi cabeza, me llevé las manos a las sienes para tratar contenerlos, eran cada vez más fuertes, no podía percibir otra cosa. Traté de concentrarme en lo que veía a mi alrededor, pero la vista se me nublaba, tenía que parpadear una y otra vez, no conseguía fijarla en nada concreto. Me froté los ojos de forma compulsiva, por un momento creí que me estaba quedando ciega, mi campo visual se reducía por momentos, era como ver a través de unos prismáticos muy pequeños…
Y esa zorra en el medio del aula seguía hablando, no podía oír lo que decía pero veía cómo el resto a su alrededor se reían a carcajadas, sus cuerpos agitados, sus cabezas hacia atrás, sus cuellos tan expuestos, tan vulnerables…
Han pasado dos años desde el «incidente», como lo llama mi madre. Mis médicos dicen que casi lo he superado. ¿De verdad? Será que no les he dicho que no me arrepiento. Que lo volvería a hacer. Que lamento no haber tenido la fuerza suficiente para atravesar su cuello con el bolígrafo. Que repaso mentalmente una y otra vez cómo debería haber actuado para haber tenido éxito.
No es lo único que ensayo. Llevo varios días sin tomarme las pastillas, es cuestión de hacerse la tonta, de actuar como el resto de internos cuando hay gente alrededor. Las enfermeras van y vienen, hace semanas que no me prestan tanta atención. En menos de un mes me habré hecho con las pastillas suficientes, solo es cuestión de esperar.
Más del 30% de las mujeres que son víctimas de una violación piensan en suicidarse, es otra de las cosas que aprendí en la terapia. Algunas lo consiguen. Es cuestión de probabilidad.
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