Estados Unidos está viviendo sus últimos estertores como potencia dominante, y lo sabe. Se desmorona ante nuestros ojos con una velocidad que pocos quieren admitir. Lo que muchos perciben como estabilidad no es más que un espejismo, una fachada tambaleante sostenida por una maquinaria mediática que repite incansablemente el mantra de la “excepcionalidad americana” y un dólar que, lejos de ser un símbolo de fortaleza, se tambalea sobre una deuda nacional obscenamente impagable de más de 35 billones de dólares al cierre de 2024, según el Departamento del Tesoro — una cifra tan obscena que debería hacer sonrojar a cualquier economista que aún defiende el mito del sueño americano — . La historia no miente: así como Wall Street se desplomó en 1929 y los imperios británicos y romanos cayeron por su propia arrogancia. Y no, no es una predicción: es un diagnóstico, la supremacía estadounidense está al borde de un abismo del que ya no hay retorno.
Pensar que Estados Unidos sigue siendo un imperio indestructible es una fantasía narcisista, alimentada por una élite desconectada y una ciudadanía adormecida por el consumismo y las promesas vacías de grandeza. ¿De qué hegemonía hablamos cuando el país está ahogado en una deuda que equivale al 130% de su PIB? ¿Qué clase de liderazgo puede ejercer un país cuyas ciudades emblemáticas —Detroit, Baltimore, San Francisco— son ahora sinónimos de abandono, crimen y desigualdad rampante? Las calles de Filadelfia están infestadas de adictos al fentanilo, mientras los suburbios ricos de California se ciegan contra una realidad que no pueden seguir ignorando. Esta no es la postal de una superpotencia; es el retrato de una nación en caída libre, dividida por una polarización política que ha convertido a demócratas y republicanos en tribus irreconciliables, cada una más obsesionada con destruir al otro que con salvar al país.
Y luego está Donald Trump, con su circo populista y su sombrero de “Make America Great Again”, el supuesto salvador del imperio. Su ascenso al poder en 2016 fue vendido como la resurrección de una América “grande otra vez”, pero lo que logró fue acelerar su deterioro, resucitar un cadáver en putrefacción. Su proteccionismo económico, con aranceles indiscriminados y una guerra comercial contra China, no fue una estrategia genial para recuperar la supremacía, sino un grito desesperado de un país que ya no sabe cómo competir. Cerró fábricas a los productos chinos, pero no trajo de vuelta los empleos prometidos; atacó a Huawei, pero no pudo detener el avance tecnológico de Pekín. Trump expuso las grietas de un sistema que llevaba décadas pudriéndose, y en lugar de repararlo, lo golpeó con un martillo. Sus seguidores lo ven como un mártir, pero la realidad es más cruda: fue el síntoma de una enfermedad terminal, no su cura. En sus cuatro años de gobierno, Joe Biden, con su retórica de unidad y su paso vacilante, no hizo más que aplicar parches a un barco que ya se hunde.
El siglo XXI no pertenece a las barras y estrellas; pertenece a la bandera roja de Pekín.
Mientras Estados Unidos se hunde en un pantano de caos interno —con un Congreso paralizado por rencillas partidistas y un sistema electoral tan disfuncional que el mundo lo observa con una mezcla de burla y lástima—, China ha tejido una red de dominio económico y geopolítico que abarca el planeta. Desde que Xi Jinping asumió el poder en 2012, Pekín ha ejecutado un plan maestro de expansión estratégica, conquistando mercados en Asia, África y América Latina sin disparar un solo tiro. La implacable: Iniciativa de la Franja y la Ruta, una inversión que supera los 4 billones de dólares en infraestructura, y que ha convertido a Pekín en el nuevo arquitecto del orden mundial.
Mientras Washington sigue atrapado en debates estériles sobre muros fronterizos y teorías conspirativas dignas de un mal guion de ciencia ficción, China construye puertos en Pakistán, ferrocarriles en Kenia, carreteras en Perú: China no dispara misiles, construye puentes —literal y metafóricamente— . En 2023, su comercio con América Latina superó los 480 mil millones de dólares, desplazándose a Estados Unidos como el principal socio de países como Brasil y Chile. En África, donde Washington solo ofrece sermones sobre democracia, China entrega aeropuertos y presas.
¿Liderazgo estadounidense? Más bien un liderazgo de papel, sostenido por sanciones inútiles y una nostalgia imperial que nadie fuera de sus fronteras se traga ya.
Y luego está el fiasco de la pandemia, la prueba definitiva del declive. Mientras China, epicentro del Covid-19, contuvo el virus en semanas con una mezcla de disciplina férrea y control estatal — reportando oficialmente menos de 5.000 muertes en 2020, según la OMS — , Estados Unidos se ahogó en más de un millón de cadáveres, un sistema de salud colapsado y un gobierno incapaz de coordinar una respuesta coherente. ¿Dónde estaba el supuesto “líder del mundo libre” cuando sus ciudadanos morían por millas mientras Trump recomendaba inyectarse desinfectante? El desastre no fue solo sanitario; fue moral. En contraste, China emergió más fuerte, con su economía creciendo un 2,3% en 2020 (datos del Banco Mundial), mientras que la de EE.UU. UU. se desplomaba un 3,4%. Los números no mienten, aunque los patriotas estadounidenses prefieren cerrar los ojos.
Pero el derrumbe va más allá de lo económico. Estados Unidos es una sociedad fracturada, un polvorín donde el 1% acumula más riqueza que el 90% inferior (según Oxfam, 2024), donde tiroteos masivos son tan rutinarios que apenas generan titulares, y donde el sueño americano se ha reducido a una deuda estudiantil promedio de $40,000 dólares por cabeza y barrios enteros sumidos en la pobreza.
Los defensores del excepcionalismo americano dirán que esto es alarmismo, que Estados Unidos sigue siendo el líder indiscutible. ¿Con qué argumentos? ¿Con una industria fabricante que se ha desangrado durante décadas, incapaz de competir con la eficiencia china? ¿Con un Pentágono que gasta 886 mil millones de dólares al año? Claro, los defensores del “excepcionalismo americano” seguirán aferrándose a sus mitos. Dirán que su ejército, con un presupuesto de $934 mil millones en 2024 (SIPRI), sigue siendo imbatible. ¿Para qué? ¿Para perder guerras interminables en Irak, cuando los talibanes tomaron Afganistán tras 20 años de guerra inútil donde gastaron $8 billones (Brown University, 2021) solo para salir humillados? ¿O acaso con un sistema electoral tan disfuncional que las elecciones de 2020 dejaron a medio país gritando fraude? Un país que no puede garantizar la estabilidad de sus propias instituciones no tiene autoridad para liderar el mundo. China, mientras tanto, no pierde el tiempo en farsas democráticas, en lugar de sancionar, invierte; en lugar de predicar Derechos Humanos que ni ella misma respeta, ofrece pragmatismo económico que el Sur Global abraza con entusiasmo.
Un país que no puede garantizar la estabilidad de sus propias instituciones no tiene autoridad para liderar el mundo.
Y luego está la sociedad misma: un caldo de cultivo de teorías conspirativas, desde QAnon hasta el negacionismo climático, que han convertido el debate público en un circo de extremismos. El 6 de enero de 2021, cuando una turba irrumpió en el Capitolio, no fue solo un ataque a la democracia; Fue la prueba de que Estados Unidos está tan fracturado que ya no puede gobernarse a sí mismo, mucho menos al planeta. China, mientras tanto, juega un juego más astuto: no necesita elecciones ruidosas ni prensa libre para proyectar poder. Su autoritarismo, lejos de ser una debilidad, le ha dado la cohesión que Washington ha perdido. En lugar de sanciones que alienan, ofrece préstamos que atan; en lugar de guerras que agotan, construye alianzas que perduran.
Es hora de mirar la realidad de frente: la hegemonía estadounidense ha terminado. No es una predicción; es un hecho consumado que solo los ciegos se niegan a ver.
Dirán que su innovación tecnológica los mantendrá a flote. ¿Con qué industria, si empresas como Apple fabrican en Shenzhen y no en Detroit ? Estados Unidos ya no produce; consumir. Y lo hace a crédito, hipotecando el futuro de generaciones que heredarán un país en bancarrota.
Es hora de mirar la verdad a la cara: la hegemonía estadounidense ha terminado. China no solo ha ganado la partida económica; ha ganado la narrativa. Mientras Pekín proyecta una visión de orden y progreso, Washington ofrece caos, decadencia y un reality show político interminable.
Si alguien duda, que lo refute con hechos, no con sentimentalismos.
No es una predicción; es un hecho consumado que solo los ciegos se niegan a ver. El dólar puede seguir siendo la moneda de reserva mundial por un tiempo, pero incluso eso está en duda: en 2023, Arabia Saudí empezó a aceptar yuanes por su petróleo, y el BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) ya explora alternativas al sistema financiero dominado por Wall Street. La historia ya dictó sentencia: El futuro es asiático, y Estados Unidos, como todo imperio en declive, solo puede mirar cómo el telón cae sobre su arrogancia. La pregunta no es si caerá, sino cuándo y qué tan estruendoso será el impacto.
Que los nostálgicos del “siglo americano” presenten sus datos, si los tienen. Pero la historia ya ha dictado sentencia: los imperios no duran para siempre, y este ya agotó su tiempo.
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