
Halloween, 2010
El aire olía a dulces podridos: a azúcar quemada, a incienso barato y a madera húmeda de roble. Las risas de la muchedumbre sonaban forzadas, como grabaciones distorsionadas. Bajo las luces de neón sepia que parpadeaban cual párpados moribundos, el órgano desafinado de la feria aullaba canciones celtas que el viento arrastraba como lamentos. Eduardo, de diez años, apretaba la mano de su madre hasta blanquear los nudillos; el ambiente era un tanto gélido. Ella, distraída, le ofreció una sonrisa mecánica:
—Tranquilo, cariño. Solo es diversión. ¿Quieres una manzana de caramelo?— Le compró una cubierta de azúcar cristalizado y confites que brillaban como ojos de moscas metálicas—. Espera aquí, ¿sí? Voy a tomar una foto con la tía Luisa. No te muevas.
Antes de que él protestara, ella se soltó y corrió hacia donde estaba su mejor amiga, junto a un vampiro de plástico con ojos LED y colmillos rojos fluorescentes. Un desconocido disfrazado de esqueleto tomó la cámara y les dijo con tono amistoso:
—Finjan que son felices.
…Fue entonces cuando apareció.
El payaso emergió de la niebla artificial como un espectro: dos metros de altura, brazos largos como alambres y un traje de terciopelo rojo y negro, raído y desteñido, como sacado de un anticuario. Sus zapatos rojos golpeaban el suelo como herraduras de caballo, y su risa… Dios, su risa era el chirrido de una puerta oxidada. Chillona y rasposa.
—¡Oye, chiquito!— silbó, agachándose hasta que su nariz de bola casi tocó la frente de Eduardo—. ¿Te asusto?— Su voz era urticaria en su piel; le dio escalofríos. Escucharlo era como sentir un mazo siendo arrastrado sobre trozos de vidrio. Los ojos del niño se llenaron de lágrimas, pero no podía moverse, paralizado como un insecto disecado. Los dedos del payaso, largos y cubiertos de cicatrices, se cerraron alrededor de su muñeca como esposas de hielo—. Shhh— siseó, mostrando dientes amarillos y afilados bajo la pintura agrietada. Un hedor a tabaco le exhaló—. Todos reímos aquí, como trozos de globos perdidos en la locura… ¿Quieres ver algo?
El globo que le dio a Eduardo no era rojo. Era carmesí. Con un cuchillo afilado que sacó de uno de sus bolsillos —que parecían sacos sin fondo—, el payaso lo reventó, desatando una lluvia de líquido viscoso rojo oscuro que olía a cobre y sal.
—¡Suélteme, por favor!— gritó el niño, forcejeando. Pero el payaso lo jaló más cerca, sus labios rozando la oreja de Eduardo:
—Tu mamá ya no vuelve— susurró—. Mira cómo llueve…— Mientras caían las últimas partículas bermellón sobre el rostro del niño, con un dedo huesudo señaló su suéter blanco, ahora teñido de manchas rojas. El payaso mostraba un vacío en su rostro desfigurado.
Eduardo gritó, pero la música ahogó su voz. Cuando el payaso soltó su brazo, el niño cayó al suelo, hiriéndose una rodilla.
—¡Mamá!— lloró, arrastrándose entre las piernas de la gente.
Cuando ella lo encontró, estaba agitada y desesperada; palideció al ver las manchas y abrazó a su hijo con fuerza, mirando alrededor:
—¿Qué fue, Eduardo? ¡Dime!
—Un… un payaso— tartamudeó él, señalando la multitud. Pero solo quedaba un rastro: huellas rojas en el suelo.
—Debe haber sido un bromista— murmuró la madre, limpiando las lágrimas de su hijo con un pañuelo. Pero su mano temblaba. Las manchas en el suéter no se secaban; al contrario, brillaban bajo la luz de la luna, como si algo respirara bajo la tela.
En el estacionamiento, mientras subían al auto, Eduardo miró por última vez hacia la feria. En una esquina entre las sombras, vio al payaso de pie, inmóvil, sosteniendo unos cuantos globos. Sus enormes labios se movieron en silencio, repitiendo una frase que el niño creyó entender perfectamente:
«Todos reímos aquí…»
La madre encendió el motor y se marcharon, pero en el espejo retrovisor, durante segundos interminables, un par de zapatos rojos brillaron bajo la luna.
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