La tinta se deslizaba suavemente por el papel, dejando reflejados los pensamientos del portador de la pluma que recorre las páginas. El hombre escribe con calma. “No hay razón para tener prisa. Si la gente tuviese menos prisa, hay muchas cosas que serían mucho más fáciles en el mundo”. Esa era la forma de pensar del hombre que escribía, y también los conocimientos que poco a poco iba adquiriendo el cuaderno. Él siempre escribía lenta y delicadamente, poniendo todo su ser en cada una de las letras cursivas que plasmaba en el papel. El cuaderno se sentía afortunado de poder sentir lo mismo que su dueño, afortunado de poder ser testigo de su gran talento, ya que nadie más leía sus obras.
Sus reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre la vida, sobre la muerte. Aquellas palabras poco a poco se iban plasmando en las hojas, que una por una estaban llenas de letras, comas y puntos.
El cuaderno se sentía triste cada vez que recordaba todo aquello que el hombre había escrito en sus páginas pero que nunca sería leído. Muchas veces era llevado fuera, llevado a algunos periódicos o editoriales, pero todos rechazaron lo que se hallaba escrito en él. El hombre desistió de publicar su obra muchos años atrás, pero eso le daba libertad para escribir cualquier cosa que él sintiese. Así fue cómo el pequeño cuaderno descubrió lo que había aún más profundo en el corazón de aquel que llenaba sus páginas.
Descubrió que todo lo que su corazón albergaba no era optimismo y la esperanza de un mundo mejor, en su corazón reinaba un conocimiento de la situación real en la que se encontraba. El hombre poco a poco se abandonaba a sí mismo. Dejaba de creer en la paciencia y la espera. Empezaba a tener prisa. Sus gestos ya no eran elegantes y delicados, se habían vuelto torpes y apresurados. También su hermosa letra había degenerado en ilegibles líneas continuas. El hombre que un día quería llegar a los corazones de las personas para crear sentimientos comunes que uniesen a todos había muerto. En su lugar, habitaba un pobre viejo atemorizado del paso del tiempo. El cuaderno no podía hacer más que sentir una gran pena por él.
“El pasado no es algo importante, no podemos habitar en momentos que ya no existen” el hombre había olvidado ya sus propias palabras. No podía parar de releer sus antiguos poemas y escritos, pues cada vez que intentaba crear algo nuevo, la pluma se quedaba estancada en apenas el comienzo de la página, cubriendo aquel suave tono ocre con una gran mancha negra que no era capaz de reflejar la mente del anciano.
Aquel hombre optimista había muerto hace mucho tiempo. El anciano temeroso también había muerto. El tiempo resultó sí pasar rápido cuando la vida del viejo llegó a su fin. Nadie lloró su fallecimiento. Nadie organizó un funeral. Nadie sintió tristeza. Tan sólo quedaba de él la libreta dónde había dejado inmortalizados sus valores optimistas. Tan sólo quedaba de él sus palabras, pero nadie las leyó mientras él vivía. Tampoco las leyeron cuando murió. EL cuaderno viejo fue arrojado a la basura por los nuevos dueños de su casa, que ni siquiera dedicaron tiempo a leer alguna de sus páginas.
No quedó nada del pobre hombre.

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