«TEÓFILO, APÓSTOL DE LA LUZ»
En la ciudad de Argos, donde el río Inaco serpenteaba entre los campos de olivos y las casas de piedra, vivía Teófilo, un hombre cuya mirada reflejaba la serenidad de las estrellas. Dedicó su vida a desentrañar los misterios de las Sagradas Tablas de la Verdad, antiguos pergaminos que guardaban la esencia de la sabiduría divina. En ellas, descubrió que el Padre celestial no era un juez severo, sino una fuente inagotable de amor y luz.
Con el corazón ardiendo de convicción, Teófilo compartía su visión revolucionaria en las plazas y los mercados de Argos. Su voz, suave pero firme, resonaba entre la multitud, desafiando las tradiciones y creencias arraigadas. Las autoridades, temerosas de su influencia, lo observaban con recelo.
Un día, un joven llamado Marcos, atormentado por dudas y anhelos, escuchó las palabras de Teófilo. La luz que emanaba de sus ojos y la calidez de su mensaje lo cautivaron. Marcos se convirtió en su primer discípulo, seguido por otros buscadores de la verdad. Juntos, formaron una comunidad de amor y esperanza, desafiando la oscuridad que los rodeaba.
Las «Sagradas Tablas de la Verdad» revelaban que la divinidad habitaba en cada ser humano, en la compasión y el perdón. Teófilo enseñaba que el verdadero templo no eran los edificios de piedra, sino el corazón humano. Sus palabras resonaban con la melodía de la libertad, y su mensaje como agua fresca en el desierto.
Las autoridades de Argos, lideradas por el severo arconte Xantias, veían a Teófilo como una amenaza. Lo arrestaron, lo acusaron de blasfemia y lo condenaron a muerte. En la celda, enfrentando la oscuridad de la noche, Teófilo sintió un fugaz escalofrío. Pero recordó las palabras de las Tablas: «El amor perfecto expulsa todo temor».
En su última noche, reunió a sus discípulos, sus rostros iluminados por la luz de una vela temblorosa. «No teman», les dijo, su voz tranquila como el murmullo del río. «La verdad que hemos compartido es una semilla que germinará en sus corazones. El amor de Dios es un fuego que nunca se apaga».
Al amanecer, Teófilo fue llevado a la plaza, donde una multitud se había congregado. Xantias, con el rostro endurecido por el odio, lo observó desde su estrado. Teófilo, con una sonrisa serena, elevó su mirada al cielo y oró: «Padre, que la luz de la verdad ilumine sus corazones».
Cuando la espada cayó, un silencio sepulcral invadió la plaza. El sol, como un testigo silencioso, iluminó el rostro de Teófilo, donde una paz profunda se había instalado. Marcos, con el corazón roto, recogió las Sagradas Tablas, manchadas con la sangre de su maestro.
La muerte de Teófilo sacudió a Argos como un terremoto. Xantias, atormentado por la culpa, renunció a su cargo y se unió a los discípulos. La semilla de la verdad, regada con la sangre de Teófilo, floreció en los corazones de la gente. La ciudad, antes sumida en la oscuridad, se iluminó con la luz del amor y la gracia.
Así, Teófilo, el apóstol de la luz, trascendió la muerte, convirtiéndose en un faro eterno en el camino de la humanidad.
Marcelo Caputo
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