La escritura amateur

Mi hija ha escrito un libro. Tal cual. Este mensaje fue insertado en el muro facebookiano de la madre de la autora, quien, con actitud orgullosa y empresarial, conminó a sus seguidores, es decir, vecinos, amigos varios y familiares, a comprar dicho libro, autoeditado a través de las fórmulas que te permite Amazon en estos tiempos. Nos ha sorprendido, añadía esta madre en su Facebook en aras de promover aún más la venta del producto, desconociendo si la sorpresa derivaba del hecho de la publicación en sí, del hecho de que su hija escribiera o si derivaba del contenido de la obra. O de todo al mismo tiempo, sin ser nada excluyente.

Cuando inevitablemente el libro llegó a casa, no pude disimular mi interés por leer unas cuantas líneas, como si se tratara del último best seller; es algo que acostumbro a realizar con frecuencia en relación a las -cada vez más- numerosas situaciones similares a la narrada: una persona conocida directa o indirectamente, no escritor profesional, se lanza a publicar un libro, invadiéndome una curiosidad pegajosa en el sentido de querer leerlo enseguida, no esperando algo grandioso, pero sí encontrando una necesidad de valorar esas creaciones ajenas no profesionalizadas. Algo me lleva a ello, no sé si es por comparar sus trabajos con los míos o por lo que sea, pero lo cierto es que me urge su lectura.

El otro día leía unos párrafos de Carlos Marzal, en su Nunca fuimos más felices, donde venía a quejarse, veladamente, del escaso interés que personas como vecinos o padres de amigos de su hijo muestran hacia su obra cuando se enteran de que él es escritor. Esgrime entre sus razones que lo más natural sería interesarse por el trabajo artístico de personas a las que de alguna manera conoces. Creo entender lo que quiere decir; aunque fuera un lamento generalizado de lo poco que se lee en España, a mí, como he expuesto, cuando me dicen que tal o cual persona cercana ha escrito algo, la verdad es que me apetece zambullirme en su pensamiento, porque, al fin y al cabo, escribir es mostrar parte de tu pensamiento. Hay algo de deseo morboso, por así decirlo, de querer analizar su mente y olisquear sus miserias, de cotillear entre los recovecos de su discurso donde pudieran esbozarse estampas apocalípticas.

Y es lo que hice con la obrilla de esta criatura de apenas 18 años. Y digo obrilla porque en cuanto abrí la caja amazónica, apareció un volumen finito con una discreta pintura al óleo como portada y unos párrafos en la contraportada con los que me detuve, aún de pie, llevándome el primer chasco. Ya sé que se trata de una criatura joven, pero si te has lanzado a autoeditar algo con pretensiones comerciales, aun por cinco euros, el cliente merece cuando menos que no te salten salvajemente a la vista las faltas de ortografía, ¡incluso en la contraportada!

Ya sentado y con algo de malhumor, oteé los primeros capítulos donde efectivamente, a las faltas de ortografía se le sumaban los errores en la maquetación y en la edición. Profundicé en el escrito, que era breve y de fácil lectura, y en media hora larga estaba finiquitado. Más allá del contenido, propio de una chica que idealiza la vida en el contexto de su edad y con tendencia a la reflexión y a la introspección, me fastidió sobremanera el hecho de que la primera conclusión a la que de manera natural se arribaba consistía en que la obra transmitía una prisa enorme por ser editada y enviada al universo lector en formato físico.

La obra no había sido leída con espíritu crítico corrector por nadie, no ya por las mencionadas faltas de ortografía y extrañas separaciones de líneas y párrafos, sino incluso en cuanto al contenido y al ritmo del mismo: existían repeticiones de argumentos, de palabras, de ideas, en la misma página, en párrafos contiguos, indicando una escritura parcheada, realizada en días discontinuos, sin una valoración integral previa de lo ya trabajado, y por supuesto, sin una revisión posterior definitiva.

Claramente destilaba la urgencia por parte de la creadora y de sus padres, por editar y mostrar al respetable el libro. De alguna manera, me sentí estafado. Se notaba que en esa familia se instaló la urgencia de concretar las divagaciones de la joven plasmándolas en letras impresas estampadas sobre páginas blancas, colocando delante y detrás de ellas, portada y contraportada. Lo que conocemos por libro, vaya. El hecho de escribir no era lo acuciante y lo meritorio, sino el hecho de haber creado un objeto físico que contuviera lo escrito, cualquier escrito.

Incluso mi persona tiende, en las piltrafadas que deposito aquí y allá, a corregir lo que voy escribiendo, de manera esporádica. Los padres de la chica son maestros. ¿Tanto les costaba hacer un repaso del escrito de la hija? Yo, que no soy de letras ni soy una persona afín a editoriales ni a sus órbitas cercanas, en algo más de media hora, desde la primera mirada a la contraportada, percibí que se trataba de un producto sin revisión alguna, perpetrado desde esa altivez que todos los que escribimos hemos generado justo tras finalizar algo que catalogamos de genial y entendemos debe ser compartido con la humanidad. Pero para eso está la visión adulta, digo yo, porque es que esa altivez de la autora se transmitió a los progenitores, como si conformara una suerte de altivez a trois. Verdaderamente no me explico cómo en la cabeza de los padres se ideó lo de publicar la obra sin corrección alguna, difundirlo mediante la venta en sus redes sociales publicitándolo como si se tratara del libro del año, y permitir que semejante dislate artístico acabara, por ejemplo, en mi casa. Me sentí cabreado y nuevamente estafado.

No es que me esperara gran cosa, ciertamente, pero al menos, trabaja en la corrección y en la revisión si estás predispuesto de antemano a vender el libro. Era la sensación que tenía. No es querer escribir, es querer sacar un libro al mercado, como si eso te otorgara una categoría artística per se. No es la primera vez que me ocurre esto con autores de este tipo, la verdad, pero sí es la primera vez que el conjunto de desaciertos en la edición y en la inexistente observación y análisis de lo escrito arrojan un resultado tan disparatado, en un contexto hogareño de personas medianamente cultivadas, de maestros, y tratándose de una niña bien, por así decirlo, de colegios privados.

El asunto me trajo a la memoria eventos parecidos en el pasado, donde personas allegadas que no se dedican profesionalmente a escribir, decidieron, y en algunos casos de manera lamentable, aún deciden, dar a conocer una obra literaria. Cada vez son más frecuentes estos hechos, cada vez se publican más libros por parte de aficionados a escribir, como pudiera ser yo, y por ende, cada vez más nos colocan a los invitados a leer estas obras -por decir algo, pues todos te cobran con el fervor de un recaudador de impuestos-, en el compromiso ineludible de asistir a la presentación si la hubiere, a comprar su creación nunca a precio de amigo, y, lo que encuentro más patético, a obsequiarle a posteriori con alabanzas sí o sí.

El último punto es lo más gravoso para mí, esto de tener que regalarle halagos, no ya en el mundo real y físico, sino en el mundo virtual, el de las redes sociales. Te lo exigen. Te dicen dale a me gusta, retuitea, ponme algo bonito… Me parece lamentable la desfachatez de encima de que te han comprometido a destinar tu tiempo al acto de exhibir ante el (obligado) público sus páginas imberbes y de que te han obligado a gastar tu dinero en dicho mamotreto insondable, encima, a más a más, has de elogiar su insípida medianía literaria.

Y se molestan incluso si solo te llevas un ejemplar, queriéndote convencer de que adquieras otro para regalarlo a cualquiera. No soy tan cabrón para eso, pedantuelo escritorcillo, deja que yo seleccione cómo gasto el dinero más allá de lo protocolario. ¿Solo uno? Sí, solo uno. ¿Quién te crees que eres?

Y es que, además, si dejas caer alguna sutil crítica negativa, se ponen a la defensiva y cierran el debate al instante. Eso me ocurrió con un compañero de trabajo, de inteligencia muy superior a la media, no siendo óbice ello para que cometiera errores groseros en su ópera prima, ya con más de 40 años. Escribió hace unos años una novela de suspense. La trama no era mala, estaba bien hilvanada, pero también se notaba que nadie la había leído a modo de corrección objetiva previa a la publicación final. De esta manera, frente a párrafos de correcta exposición de detalles de la historia y personajes, aparecían líneas en las que prácticamente copiaba y pegaba fragmentos de textos académicos de manera muy grotesca, surgiendo tras la lectura global y parcial, una sensación de interrupción continua y anárquica del ritmo de la narración. Y añadía en uno de sus capítulos la famosa cita de Ortega y Gasset (¡qué grandes fueron!) yo soy yo y mis circunstancias, pero en boca de Antonio Machado.

Si una sola persona, al revisar su obra, le hubiera avisado al respecto de lo penoso que resultaba lo del copiar y pegar desde textos académicos y lo de la cita errónea, y él lo hubiera corregido con humildad, la novelilla hubiera resultado más que aceptable. Pero no, también le entró la urgencia por la realidad física de un libro, y no por la realidad etérea de escribir. Y ello, en una persona cuarentona larga, y con cerebro superdotado. A mí se me ocurrió, llevado por los vientos de camaradería y de intimidad que teníamos, criticar sutilmente tal cuestión, una vez la leí, si bien anteriormente resalté lo positivo. Noté cómo le cambiaba la voz y daba por cerrada de manera abrupta la conversación iniciada por él mediante la pregunta qué te ha parecido mi libro.

Divago sobre si estas cuestiones y situaciones se producen con cierta similitud en la escritura profesional. Es decir, lo de acudir a la presentación del libro de manera obligada mediante compromisos tácitos y/o mediante conductas propias del quid pro quo, lo de comprar ejemplares con una sonrisa impuesta, y lo de loar con artificios al autor y a su creación. En otro nivel, pues los grandes autores tienen verdaderas hordas de admiradores cuya fidelidad se asemeja a la de los fans musicales, y de ellos únicamente recibirán palabras de enaltecimiento, pero supongo que sí, que existirán muchas semejanzas sobre todo en la relación que mantienen con otros colegas de profesión; en dicha relación, estimo que se practicará aquello de yo te alabo si tú me alabas y así hasta el infinito; entiendo asimismo que el ego de los escritores profesionales estará mucho más hipertrofiado que el de los aficionados, y que una mala crítica o una tibia recepción de tu trabajo, debe sentar igual de mal, como es lógico.

De la lectura todavía incompleta del libro mencionado de Marzal, leo entre líneas una decepción generalizada en cuanto al resultado de ejemplares vendidos, aun yendo con bajas expectativas al respecto. Y eso que es un escritor de los buenos, de los que cuente lo que cuente, presenta tal facilidad expositiva y en el manejo de la lengua, que te deslumbra. Es de los que yo llamo escritores desmoralizantes, queriendo decir con ello que una vez los lees, si eres aficionado a escribir, como yo, te acabas preguntando: ¿para qué? ¿para qué escribo yo si hay gente que roza la perfección?

Volviendo a esa decepción que describe Marzal, enlazo con el asunto tan humano de ganar dinero con tu trabajo, anhelo lógico en estos autores tan consolidados. Ello lleva a este tipo de escritores a, junto con la promoción de sus respectivas editoriales, autopromocionarse también en redes sociales. Observo cómo se manejan en X, la forma en la que se autopromocionan, la forma en la que se autocitan, la forma en la que promueven obras de homólogos afines, la forma en la que estos homólogos afines le devuelven posteriormente la publicidad… En definitiva, se lo trabajan con las reglas particulares de las redes sociales, buscando el Dorado de su causa: vender sus libros, tanto los más recientes como los más antiguos. Y les funciona, creo. A mí me han servido sus tuits y sus retuits, en ocasiones, para conocer con más hondura su trayectoria, pues, además, esas hordas de admiradores comentada, no hacen sino una constante publicidad del autor y de sus obras en general mediante todo tipo de comentarios que el aludido simplemente se dedica a retuitear, y la eficacia algorítmica consecuente, hace que el milagro de la eterna difusión de sus libros sea una realidad.

Capítulo aparte lo constituyen los columnistas y articulistas que invaden nuestros diarios digitales, algunos muy buenos, desde luego (Olmos, Marguerito Margueró, Montano), con los que se disfruta de su indudable talento; no obstante, entiendo están impelidos a sobre exponerse en esta hiperpoblada zona digital, a escribir en exceso y ello pudiera ser contrario a sus intereses en el sentido de llegar a un punto donde el personal se sature de tanta palabrería cotidiana. Son los tiempos que tenemos que asumir, son las reglas de este mundo virtual, son los riesgos que hay que correr, supongo. Se asemeja en cierta medida al ritmo vertiginoso con el que los periodistas deportivos de hoy día surfean por los mares de internet, para no perder ninguna ola, para estar siempre al tanto de las mareas y del viento, para que sus seguidores los vean a diario tomar las grandes, las medianas y las pequeñas olas. Un tanto agotador. Y en ocasiones, practican un columnocentrismo algo excesivo.

Otros columnistas y articulistas, aburridos, tediosos y tendentes a lo monotemático aunque lo quieran disimular, han logrado en esta era internauta global, ser personajes de relevancia, que escriben sobre lo mismo desde su arrogante pedestal virtual; sus textos versan sobre la posmodernidad, los valores religiosos en la sociedad, la contracultura artificial, la sororidad mal entendida, las intenciones del feminismo, la estética de la realidad actual, la política desde un perenne prisma predeterminado, la izquierda perturbadora, los valores cristianos de la derecha y vuelta a empezar con la posmodernidad. ¿Qué coño les pasa a algunas levantinas con la posmodernidad, que no la sueltan? Me llama la atención cómo se retuitean unos a otros en un circuito en bucle endogámico que tiende al infinito, escriban lo que escriban, en un cosmos virtual donde se practica el comentado quid pro quo, cosmos en el que solo caben ellos. No suelen ser escritores afamados, sino avispados treintañeros largos de verbo fácil y de acomodadas vidas que encuentran cobijo mediante un compromiso ideológico y religioso muy marcado en revistas o editoriales digitales, y que merced a Twitter, encadenan seguidores tras seguidores de manera hábil. Cuando quieren escribir un libro, compilan sus mejores artículos y ya lo tenemos. Este tipo de escritores están a medio camino entre lo amateur y lo profesional, y el ego, lo tienen más hipertrofiado que los consagrados, según mi estimación. Lo sé, porque con ellos sí que he interactuado personal y directamente; con muchos, incluso antes de que llegaran a la posición selecta que hoy atesoran, y ya entonces, mostraban un egotismo y una soberbia espectaculares.

Habemos demasiados malos escritores, pero uno sí va teniendo las cosas claras al respecto de asuntos de editoriales y de sueños de juventud. El exceso de ego de muchos de los que escribimos malamente, el rebosamiento de libros como realidad tangible inadmisible, y la conciencia de la propia trivialidad artística, han condicionado mi porvenir creativo. Ya no quiero publicar nada, ni lo que han querido publicarme en el pasado tras participar en certámenes varios en los que ya no participo; tampoco quiero participar en el juego de prostituirme con editoriales que plantean estrategias donde yo he de forzar a familiares, amigos y conocidos a comprar mis tonterías. Prefiero este formato digital, anónimo, donde sé que no se me lee. Disfruto no haciendo publicidad de mis escritos, gozo observando cómo dichos escritos se autocomplacen y se lamen las heridas en las sombras de lo no compartido con nadie, en las penumbras de lo nunca leído y de lo que jamás se leerá, en las tinieblas de la gris mediocridad y del vacío de la eternidad en soledad. Apenas siento mi ego.

Abogo por tanto en lo que a mi persona se refiere por una escritura amateur sin ínfulas, sin deseos de gloria ni fama, sin siquiera anhelar autopublicar un libro de forma cutre por el simple hecho de tener un libro propio. Todos esos deseos se han apagado dentro de mí. Es una tendencia contra natura, contra toda lógica, donde defiendo la escritura por el simple deseo de escribir, el simple hecho de escribir, ya sea de manera manuscrita en un cuadernillo o de manera digital en cualquier ordenador. Y que esas líneas, párrafos, relatos, historias, no atraviesen jamás la frontera del territorio al que siempre han pertenecido, el de lo anónimo y no leído, y formen parte para siempre de tus pertenencias más íntimas. Así consigo más libertad, así alcanzo cimas más altas de autenticidad introspectiva, así se aplaca mi arrogancia de antaño.

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