A mi madre…
Mamá, mamita… Siempre estuviste ahí, firme como un faro en la tormenta de mi niñez. Pensarte en retrospectiva es sumergirme en un océano de gratitud, porque fuiste el pilar invisible que sostuvo mi mundo. Con tu esfuerzo, me diste no solo la comida, el vestuario y el cobijo de una cama, sino también la protección que se escondía detrás de cada lágrima. Me llevaste de la mano, y cuando me perdí entre la multitud, tu esperanza, inquebrantable como una roca en el mar, nunca flaqueó hasta encontrarme.
Recuerdo esas zapatillas rojas que pusiste en mis pies, un lujo que no podías permitirte, pero que compraste solo para verme sonreír en el jardín de niños. Ese gesto, pequeño para el mundo pero inmenso para mí, encapsula todo lo que eres: generosa, sacrificada, llena de amor.
Y cómo olvidar cuando me enseñaste a romper las olas del mar. Yo, torpe y temeroso, refloté con un impulso desesperado y golpeé tu suave mentón con mi cabeza dura. Tú, en lugar de enojarte, solo sonreíste con esa paciencia infinita que te define.
A medida que crecía, seguías allí, presente en cada reunión de colegio, en cada momento importante. Tu temple y tu suavidad siempre me impresionaron, aunque a veces tu severidad me recordaba que la vida te había forjado con fuego y dolor. Nunca fue fácil para ti, lo sé. Cuando me contaste sobre tu niñez, entendí por qué siempre nos diste lo mejor de ti, incluso cuando no te quedaba nada más para dar.
Llevo una parte tuya en mis genes y en mi alma. Tus enseñanzas sobre ética y vida, tu filosofía única, tu pasión por hacer el bien, incluso a costa de tu propio tiempo, han dejado una huella imborrable en mí. Eres intuitiva, piadosa, con un corazón tan vasto como el universo mismo.
Tus manos, hábiles y firmes, tienen un don casi místico para sanar. Quienes conocen tu talento y lo aprecian, se benefician no solo de tu tacto curativo, sino también de tus sabios consejos. Ves más allá de lo evidente, y aunque a veces creas que no te escucho, siempre estoy atento a tus palabras, porque sé que encierran la sabiduría de una vida llena de lucha y amor.
Tu fuero interno es un campo gravitatorio, un imán que atrae con fuerza irresistible. Tienes un brillo auténtico, una luz que irradia amor, paciencia y tolerancia. Un abrazo tuyo no es solo un gesto de cariño; es un refugio, una fuente de fuerza y aliento para seguir adelante. Tus manos, aunque marcadas por el tiempo, conservan la suavidad de un trato amable y la firmeza de quien ha trabajado sin descanso. Transmiten energía, vida, esperanza.
Tus palabras tienen el filo de una espada de samurái: precisas, certeras, llenas de verdad. Tu corazón es una montaña vibrante, un volcán que erupciona con convicciones inquebrantables. Esa vitalidad, esa fuerza interior, siempre está ahí, incansable, como si el tiempo no pudiera tocarte.
Desearía ser el hijo perfecto, el hijo que siempre soñaste. Eres una mujer tan valiosa, tan llena de luz, que incluso en los momentos más oscuros nunca perdiste la fe en la humanidad. Tu corazón es tan grande que ni siquiera un agujero negro podría contenerlo.
Mamita… deseo ser un buen hijo para ti, honrar tu legado y nunca decepcionarte. Porque tú, con tu amor infinito y tu sabiduría, eres mi guía, mi refugio, mi razón para ser mejor cada día…
Te quiero, mamita…
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