Una especie de poesía en prosa sobre una especie de primavera anafiláctica

Una especie de poesía en prosa sobre una especie de primavera anafiláctica

Facundo Pistola

24/02/2025

Vasto negro del vasto firmamento, irrumpe al alba la alba luz del astro rey. Cálida alborada de destinos infinitos. Trinos y gorjeos pintan de colores el lienzo sepia del invierno. Vuelve al averno el invierno, parte hacia el Tártaro lo yermo del páramo. Lo estático se torna extático. La vida se reaviva.

Los renuevos se renuevan en los vástagos, las plantas reverdecen, incólumes, bajo las alharacas de la primavera. Las ninfas del bosque abandonan su letargo. Androceos, gineceos y dríadas se aglutinan en libertinas tríadas. Corolas albas y carmesíes musicalizan el equinoccio. Bullen los vasallos de Cloris, pululan los himenópteros amalgamando su himeneo con la floresta. Vuelo de enjambres sobre los estambres esparciendo su cochambre. Se llena el aire de ambrosía. Sobrevuelan sobre los pistilos tanto maestros como pupilos. Los primeros con refocilo, los segundos con rehílo.

La estepa se torna sabana, sábana verde de terciopelo bajo el dosel de los árboles. El diente de león tiñe de gualdo el pastizal. Un céfiro arranca las cipselas de algunos escapos prematuros, llevando el pan a las mesas de todo el orbe. Esparce el heliotropo sobre la gramilla el amarillo aroma de la vainilla, endulza con perfume la espera mientras dentro suyo se genera el críptico añil de su florecilla.

Poco a poco el futuro se hace presente, el presente se hace pasado. Gira y gira el sol alrededor de la tierra, traza un arco en el cielo que empuja con su andar cansino las agujas del tiempo. Desde la lontananza del horizonte comienza lentamente a elevar su humanidad. Llega el meridiano del día y alcanza el astro su altura máxima. Contempla el globo desde la soberbia del zénit. Ese globo que para nosotros es el mundo a él le resulta solo un despojo. El estornudo de una estrella. Apenas un pálido punto azul, una mota de polvo flotando en la inmensidad de la nada. Una mota de nada flotando en la inmensidad del todo.

El día se mira su propio ombligo, la tarde se despereza. El sol la arranca de su sopor: abandona tu sueño mohíno, ¡arriba, tarde, despierta! Acompáñame en mi destino, la noche ya está a la vuelta. ¡Ven, tarde, que se hace tarde, la luna se muestra ansiosa! No hagas esperar a esa diosa, ¡Selene se pone que arde!

La tarde contesta en prosa, no es cómplice en la poesía, “su gran brillo es fruslería, que espere esa leprosa”. “Que cosa sosa tu prosa, nada como un buen verso”, dice el rey del universo con su voz empalagosa. La tarde se sube al tren y en oda su prosa muda: “tu trova a mí me la suda. Me resulta poco fetén, causa en mí tanto desdén pues cualquiera rimaría, si octosílabo es también ‘espectrofotometría’”.

Interrumpen el contrapunto unos pasos a lo lejos. Umbrías figuras ascienden por el horizonte, allí donde antes vegetaba el sol. Con su andar crepuscular dos mancebos se aproximan. Curioso el caso de ellos que son andantes por andar, caminantes por caminar, pero son peatones sin peatonar, transeúntes sin transeuntar, viandantes sin viandar y, sin dudas, sin viandantar. Traen vianda los viandantes para bajo el dosel picotear. Curiosamente tampoco es viandar verbo de quien da cuenta de una vianda. Poco le importa a este par la birria de la gramática, toda dicción es hierática si no es la del verbo amar.

Se juran amor eterno mientras sus almas exploran. Las caricias enamoran, nadie duda de esto. Desconocen los astros distantes el singular sino de estos amantes. Ajenos a los hados, los tórtolos retozan bajo la primavera. Funden sus labios en un ósculo. El tiempo no se detiene, pero pierde significación. Es el amor el blasón, un escudo que contiene.

El sol mira a la pareja. La tarde mira al sol. Le parece ver en la estrella un atisbo de celos. Lo imagina allí arriba, en solitario. Día tras día. Mala vida la del sol, condenado a la eterna soledad, piensa. Hay algo peor que no amar ni ser amado, y es amar sin ser correspondido. Pero hay algo mucho, mucho peor, que es cuando el amor no alcanza, cuando amar no es suficiente. Es evidente que la Luna ama al sol, su cara se ilumina cada vez que lo ve. Pero la proximidad les haría daño, Ícaro se los enseñó. Amar y ser amado, pero que no pueda ser. Su único consuelo es no tener que convivir con sus sentimientos como nosotros, los terrícolas, en la espesura de la noche. En la misma línea de pensamiento: pobre de la Luna…

Los amantes refocilan, impasibles ante el conmovedor andamiaje sentimental de los cielos. Cielo hay uno solo, piensan sin pensarlo, tú eres la luna de mi vida, dice él, tú eres mi sol y mis estrellas, responde ella. No existen para ellos los nueve cielos del Dante, el empíreo está en la tierra, es ese trozo de tela sobre la cual retozan. Si toda la historia cabe en un libro y un vestidito violeta cabe todo en una nuez, imagínense los besos que caben en un poco más de un metro cuadrado, el calibre de su esterilla.

¡Oh, mi princesa, mi reina, mi todo! ¡Oh, mi amante rebosante, siente mi pulsación pujante! El mundo no es suyo, pues no tiene dueño algo que no existe. Nada importa, no hay materia, tiempo o lugar. Con cada caricia olvidan más y más el peso de la existencia. Dulce brillo carmesí del frondoso de sus labios. Miel de amor, néctar de su sonrisa. Respira al cuello la brisa. Juega con sus cabellos. A esos ojos más bellos, no hay musa que los eclipse, ni la redondez de la elipse que describe al caminar el planeta con su andar tiene tanta donosura, parece una miniatura si se coteja su gracia con la imbatible eficacia de la sonrisa más pura.

¡Descombra tu sombra, roble innoble! Haz a un lado tus hojillas, ¿no ves que con tu sombra mancillas los hoyuelos de sus mejillas?

Versos disimulados se camuflan entre los pastos, se esconden dentro de los pimpollos de las flores. Los capullos se abren. De adentro no solo salen rimas, también aromas y fragancias. El colorido equinoccio trae vida, es el comienzo del ciclo. Alberga el pastizal trasfloro un ósculo de erotización, en un verso que por decoro no admite aliteración.

Pero los hados son caprichosos, los aburre mucho la rutina. En este teatro que es la vida, el sino mueve las palancas. Desde lo alto del torreón maneja la tramoya de la fortuna. Destino tramoyista que nos endulza con el calor de sus bambalinas, nos baja un lienzo de colores con la diestra, mientras que con su fatídica siniestra nos teje las aciagas vestiduras con el algodón de la desdicha.

Que saben los mancebos del destino, que no piensan en otra cosa que no sean ellos. Caminan el escenario con total desenvoltura. No se traban en su labia, repiten los parlamentos. No se olvidan de la letra, pues no es difícil recordar cuando todo el dialogar se musita con la piel. Murmuran besos y caricias, verbalizan con sus dedos.

“¡Es teatro del absurdo!” dice el monarca del destino. “Ya no puedo con el tedio, me siento Estragón esperando a Godot”. Para evadirse del esplín maquina entonces su plan. Nunca será el mundo igual cuando la providencia se aburre. Los besos se continúan, el mecanismo aún tiene cuerda. El sol está ajeno, lo mismo la tarde. Personajes obedientes, cumplen su rol sin especular. El guión dice “a” y ellos solo hacen “a”. El director dice hagan “b” y ellos no hacen otra cosa que “b”. Cualidad inherente a lo inanimado esa de no improvisar.

“Nos amaremos por siempre”, “junto a ti siempre seré feliz”. Intercambian los amantes la miel de sus juramentos. Prescinden del barroco, no necesitan una gran exuberancia ornamental en su lenguaje para expresar lo que sienten. Si el amor lo es todo, ¿qué más hace falta decir?

El hado encuentra el momento perfecto. Con un chasquido de sus dedos la magia se hace presente. Una rosa del desierto abre el puño de su flor. El agradable aroma llama la atención de Juan. Poco conoce el mancebo de botánica, solo conoce el nombre de una flor y esa flor se llama Samanta. Ignora, por lo tanto, que hay algo extraño en la presencia de esa rosa, fuera de tiempo y lugar.

Juan de Dios arranca la flor del pedúnculo y la coloca suavemente entre los cabellos de su dilecta. No se percata de la obrera de la miel, el único zumbido que escucha es el que produce el bullir de la sangre por sus venas. De a poquito, sin apuro, la abeja emerge de la rosa. Camina, nerviosa, sobre el pimpollo inmaduro. Vacilante conjeturo el infortunio de la diosa.

Samanta, cariñosa, toma en su mano la rosa. Quiere sentir el perfume que sus sentidos abrume. Acerca a su nariz esa flor emperatriz. Justo en su bisectriz Samanta apoya el tabique. Ya no hay nada que modifique un destino que mortifique.

La abeja temblorosa de la santa se espanta. Hunde su pincho y quebranta la tirante piel de Samanta. Poco a poco la garganta se cierra y apenas arrúa. El insecto sin su púa dolorido se levanta. La amante no sobreactúa, el aire se le atraganta. La infanta ya no aguanta, su rostro se desvirtúa. “A ti no, bonita”, interactúa el mancebo en capicúa. La dura escena se continúa, la anafilaxia se acentúa. Poco a poco Samanta a la muerte se habitúa.

Días después de la muerte de Samanta, en la rima más larga del universo, Juan de Dios, sin ningún respeto por las métricas que caracterizan la poesía versificada y la prosa rítmica, Juan de Dios, decíamos, el nombre de su amanta, principianta y sacrosanta, sobre su pecho se tatúa.

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