Cuando hablamos de rayos X nos referimos a un tipo de radiación electromagnética cuya longitud de onda es tan corta que resulta invisible para el ojo humano. Es una radiación muy penetrante que puede atravesar materia en mayor o menor medida, dependiendo del espesor del objeto y de la sustancia de la que esté hecho. Por ejemplo, si se apuntan hacia un cuerpo, las partículas serán absorbidas de manera diferencial por las distintas estructuras: órganos con aire se verán negros, músculos y líquidos se verán como sombras grisáceas y las estructuras más densas, como los huesos, bloquearán la mayoría de las partículas de rayos x y, por lo tanto, aparecerán en las placas de imagen de color blanco.
En primera instancia se llamaron rayos x porque eran una incógnita, nadie tenía la más perra idea de qué eran y para qué servían. Hoy, más de cien años después de aquel “descubrimiento” nadie duda de las bondades de los rayos x como método de diagnóstico. Fracturas, problemas dentales, calcificaciones y neumonías pueden detectarse con esta metodología. Hasta pueden ayudar a buscar en el estómago del niño las llaves perdidas del auto.
A su vez fueron la base sobre las que se asientan las más nuevas y avanzadas tecnologías de reconocimiento y diagnóstico: fluoroscopía, tomografía, resonancia magnética nuclear y ultrasonido. El famoso emitamos ondas y veamos lo que rebota, que tan bien guía a los submarinos y a los murciélagos.
Expertos en pentapodología felina, vulgo buscarle la quinta pata al gato, han detectado que los rayos x pueden tener consecuencias nocivas para la salud. Entre ellas se cuentan náuseas, quemaduras en la piel, cataratas, esterilidad, caída de cabello, cáncer radioinducido, incluso hasta la muerte se cuenta como un posible efecto colateral. Este tipo de radiación puede modificar la estructura de los cromosomas mediante la ruptura de la doble hélice del ADN y el posterior reordenamiento de los trozos partidos. Con niveles de radiación adecuados, o no adecuados, los mejoradores genéticos estimulan la producción de mutaciones al azar en los organismos para buscar alguna característica de interés a nivel productivo. Si irradian a una oveja y su cría, por una alteración en su ADN, produce lana verde, esto significaría una reducción de los costos de producción, eliminando la fase de tintura.
Para evitar esto, los radiólogos calibran sus aparatos en base a la radiación que puede recibir una persona por unidad de masa. Una mujer embarazada debería evitar exponerse a los rayos x para evitar malformaciones en el feto. Debería evitar exponerse sobre todo entre el sexto día y la octava semana de embarazo. Esta etapa es muy peligrosa porque muchas mujeres no saben que están encintas aún al sexto día de embarazo. Es mucho más peligroso si el radiólogo es medio despistado. Es infinitamente más peligroso cuando te pregunta tu peso, le contestas que sesenta kilos y él está tan distraído con su celular que calibra la máquina en sesenta mil en lugar de sesenta.
Esto le pasó a María Inés. Se despertó un día con un cuadro clínico, con un fortísimo y agudo dolor en la zona abdominal, cerca de lo que el consciente colectivo llama la boca del estómago. Algo de náuseas y vómitos. Luego siguieron fuertes dolores en los huesos de la cadera y en las vértebras lumbares. El viejo galeno que la recibió en la sala de guardia del Sanatorio Nuevo Galeno solicitó ecografía abdominal, para descartar cálculos biliares y radiografía de los huesos de la cadera y la baja espalda. Mientras esperamos un par de días los resultados coma liviano, evite cualquier tipo de movimiento brusco y descanse, busque la posición más cómoda que encuentre y descanse, dijo el viejo galeno. Y tome un ibuprofeno cada seis u ocho horas.
Gracias, doctor, nos vemos ni bien tenga los resultados, dijo María Inés y salió de la sala de guardia. Retorciéndose de dolor caminó hasta la farmacia y entró a comprar la pastilla comodín. Como había varias personas mató el tiempo de la espera pesándose: sesenta kilogramos clavados, lo mismo que pesaba desde hace doce años. Salió con el blíster, entró al kiosco adyacente a la farmacia y compró una botella de agua. Una vez en la acera, se tragó la pastilla y apuró la botella hasta casi vaciarla en su garganta. La puntada en el abdomen se hizo más aguda, apoyó la espalda en la pared y se deslizó hacia abajo hasta quedar en cuclillas. Así, parada en posición fetal, si es que esto se puede, se quedó media hora, hasta que el ibuprofeno comenzó a hacer mermar su dolor. La parte posterior del sweater quedó marcada con una ancha franja blanca de cal, pero de esto no se iba a dar cuenta hasta que llegara al Centro de Diagnóstico, cuando y donde la encargada de recepción le dijera “Señorita, tiene toda la espalda manchada de blanco”.
Cuando se sintió mejor María Inés se levantó y caminó las cuatro cuadras que separaban el kiosco de albas paredes del Centro de Diagnóstico. Le entregó las órdenes a la recepcionista, quien le devolvió los papeles con los turnos para los exámenes solicitados por el médico. Dos o tres palabras de cortesía y el saludo habitual. María Inés dio media vuelta y enfiló sus pasos hacia la puerta. La voz detrás del escritorio dijo: “Señorita, tiene toda la espalda manchada de blanco”. “Gracias, no me había dado cuenta”, respondió María Inés quien, por buenas costumbres, esperó hasta salir a la calle para sacudirse el polvo blanquecino que maculaba la pureza de la verde lana. Lo hizo mirando su reflejo en la enorme puerta de vidrio que marcaba la entrada al Centro. Qué curioso, pensó María Inés mientras se sacudía, si las ovejas dieran lana verde no habría que teñirla para tejer un sweater verde.
A los dos días volvió por la ecografía: resultado negativo, no hay cálculos en la vesícula. Tampoco hay embarazo, indetectable en las primeras dos semanas de gestación.
Al tercer día, contado desde aquel primer día, no desde la última visita al Centro, asistió a su cita con el radiólogo. Era una mañana de mucho viento, las copas de los árboles se sacudían violentamente. Cuando estaba llegando al consultorio entre el silbido del viento le pareció oír “mamá, no entres, por favor”. Al darse la vuelta no vio a nadie, así que apuró sus pasos y metió su humanidad en el edificio, el despistado radiólogo ya debería estar esperándola. Despistado es un adjetivo que agregamos ahora, a la luz de los hechos. En aquel momento María Inés asistió simplemente al radiólogo. Cuánto pesas, sesenta, uy, mirá este video de gatos cayéndose al agua, sesenta mil, la historia conocida. La buena noticia es que tanto los huesos de la cadera como las vértebras lumbares estaban más que bien, no había fracturas, no había fisuras, no había desgaste óseo. Pero inmediatamente se dio cuenta Inés del alma mía que algo andaba mal. Una sensación de calor le corrió por toda la piel del bajo vientre y de la parte superior de sus muslos. De a poco empezó a avanzar una coloración carmín, como si la piel de su vientre se sonrojara, se ruborizara por un recuerdo pudoroso. Y con esa nueva molestia y los resultados en mano volvió a ver a su médico clínico.
Esta vez la atendió en su consultorio particular, no en el edificio del Sanatorio Nuevo Galeno, edificio donde abundaban los colores azul, rojo y amarillo, característicos del estilo arquitectónico de De Stijl. María Inés sintió cierta tranquilidad, entrar al sanatorio era como entrar a una pintura de Piet Mondrian. Cuando sus ojos captaban las formas y los colores de muebles y paredes se generaba en María Inés una cierta sensación de irrealidad, como si de veras estuviera en una pintura y no en esta realidad que llamamos mundo.
Más tranquilidad sintió cuando el médico le dijo que no había nada anómalo en la ecografía ni tampoco en la radiografía, a pesar de que los contrastes entre las distintas estructuras eran bastante difusos. Siga descansando, póngase esta crema en la piel para tratar la irritación y tome ibuprofeno si siente dolor. Si las náuseas y los vómitos regresan vuelva a verme, seguramente ha sido un cuadro gastrointestinal que ya ha cumplido su proceso. Que tenga buenos días, María Inés. Usted también, doctor.
No hablamos en vano durante cinco párrafos sobre los rayos x, sus usos y sus eventuales efectos colaterales. María Inés, sin saberlo, se expuso a una elevadísima dosis de radiación estando encinta. Se expuso a una elevadísima dosis de radiación sin saber que estaba encinta y, sin saber que estaba encinta, se expuso sin saberlo a una elevadísima dosis de radiación. Parece una redundancia, pero en realidad son cosas distintas, porque en aquel momento no sabía ni lo uno ni lo otro.
Que estaba encinta lo supo un par de semanas después, cuando las náuseas volvieron a aparecer y una segunda ecografía trajo la buena nueva. Que se expuso estando encinta a una elevadísima dosis de radiación lo supo unos cuantos meses después, cuando su hija Ajna nació con un tercer ojo justo en el medio de la frente. Durante buena parte de la gestación la pequeña se llamó Clarisa, pero una vez arrancada del vientre de María Inés fue inevitable el cambio de nombre. Era una fija que se llamase Ajna como el chakra de, en sánscrito, mando o, en cristiano, tercer ojo.
Córnea, cristalino, retina, músculos, nervio óptico, todas las estructuras de un ojo estaban ahí. No había dudas de que anatómicamente era un ojo. Desde el punto de vista de su utilidad era un ojo. Teleológicamente era un ojo. Ajna veía a través de su tercer ojo del mismo modo que veía por los otros dos. Si tiene plumas, cacarea y pone huevos, es una gallina por más vueltas que uno le dé. Y aunque le busques el pelo al huevo, si lo puso la gallina, es un huevo. ¿Qué nació primero? Esa ya es otra cuestión.
¿Qué nació primero: el huevo o la gallina?, le preguntaban todos a Ajna. Pero ella no lo sabía y se cansaba de repetirlo: yo veo el futuro, no el pasado. Porque la pequeña nació con un pan bajo el brazo, si por pan queremos decir oráculo y por brazo, flequillo.
Años de estudios en centros de investigación a lo largo y a lo ancho del mundo determinaron que la pequeña había sufrido una mutación en su material genético por haber estado expuesta aún en el vientre materno a una elevadísima dosis de radiación. Cuando se lo comunicaron a María Inés, le vino a la mente un video de gatos cayéndose al agua. Extrañas, pensó, las conexiones neuronales que hace nuestro cerebro.
Ajna se destacó durante su infancia y su adolescencia en todas las actividades curriculares de la escuela: veía con antelación las preguntas de los exámenes. Nunca la lluvia la sorprendió en la calle sin paraguas. Jamás perdió una apuesta, porque no ponía sus fichas allí donde veía el derrotero de la derrota. Todo esto más cualquier cosa que se te ocurra como lucro de poder ver y predecir el futuro.
Pero no todo era beneficio, toda bendición trae aparejada una maldición. Una vez quiso escribir una novela, pero vio que terminaba tan triste que nunca la pudo empezar, como le pasó a Sabina en la canción de Barbi Superestar. Veía y sufría las desgracias antes que el resto, mucho antes. Sufría las desgracias mucho más que nadie porque sufría las desgracias en silencio y porque sufría las desgracias dos veces: cuando veía la desgracia y cuando la desgracia sucedía. Podríamos poner que por momentos la desgraciada Ajna pensaba “que desgracia ser tan desgraciada”, pero sería un abuso de la técnica de repetición.
Lo más difícil de sobrellevar era perder lo más lindo que tiene la vida, su capacidad de sorprendernos. Una visita inesperada, un regalo que no vimos venir, una persona que no figuraba en ningún radar, una persona que aparece de la nada y pone tu mundo patas para arriba, un beso robado, los giros hollywoodenses que da la vida, sin avisarnos, sin dejarnos preparar, los hechos fortuitos que desestabilizan todas las tablas y proyecciones que hemos elaborado en el Excel de nuestra existencia. Perder la capacidad de sorprenderse es perder el color, vivir en sepia. Perder la gracilidad de las formas, adoptar el cubismo como dogma. Es un tablero de ajedrez vacío, una copa sin vino, una cometa sin viento. Un niño sin sonrisa. El otoño sin el crujir de la hojarasca bajo nuestros pies. Es el mar sin las olas, el cielo nocturno sin estrellas, sin Luna.
Pongámosle color, hagamos algo de provecho, pensó Ajna una tarde. Se le ocurrió una idea que podría transformar la vida de todos. Sabía que el universo está escrito en lenguaje matemático y contaba con la invaluable herramienta de poder ver el futuro. Si reemplazara un dos por un tres o un signo más por un menos quizás podría alterar el curso y los destinos del universo. Quería aletear sus alas de mariposa y provocar un tsunami al otro lado del mundo. Por aquella época estudiaba en la Facultad de Ciencias Exactas. Esa misma tarde, la tarde de la idea, asistió a la clase de álgebra, esperó con suma impaciencia a que terminara y, una vez que sus compañeros se retiraron del aula, le pidió un minuto a su profesor. Le contó su idea y le pidió que le ayudara con los cálculos. El catedrático la escuchó, al principio con escepticismo y después con sumo interés. Le dijo que la ayudaría y se citaron en esa misma aula una vez finalizada la clase del jueves.
Esa tarde de jueves trabajaron toda la tarde y llegaron a una cifra. La idea era muy simple, Ajna sabía que número saldría en todas las quinielas. María Inés nunca le había dejado usar su visión para su beneficio económico. Pero esta vez era distinto. La idea era muy simple, dijimos. En su ciudad había cuatro quinielas diarias de lunes a viernes y dos los días sábados. Acertando las cuatro cifras de la primera posición, el feliz apostador obtenía la friolera de tres mil quinientas veces lo invertido. Diríamos lo gastado o apostado, pero sabiendo que uno iba a ganar era más un plazo fijo con una interesantísima tasa de interés que un juego de azar.
Diciéndole a las personas correctas la cifra a apostar día tras día, quiniela tras quiniela, en un determinado tiempo todos los ciudadanos tendrían la misma cantidad de dinero. Era un plan utópico antes de Ajna, pero ahora tan fácil de hacer y tan generoso, tan platónico, tan filantrópico, tan altruista, tan abnegado, tan magnánimo que María Inés y el profesor de álgebra lo aceptaron sin miramientos, sin un pero. Se hicieron cálculos toda esa tarde de jueves, llevó mucho tiempo trabajar con exponenciales. Llegaron a la conclusión que con un solo día bastaría. Pero esto haría saltar la banca a la primera quiniela, el pago de los beneficios correría severos riesgos y no habría posibilidad de seguir adelante con el plan. Decidieron ir a las dos cifras, con un retorno de setenta veces lo apostado y acertando una sola quiniela por día. Esto les tomaría una semana, con riesgos similares. Optaron entonces por hacerlo más paulatino, repartiendo los números ganadores dos veces por semana y a un acotado número de jugadores por semana. Así, en doscientas treinta y cuatro semanas todos los habitantes de la ciudad tendrían más o menos la misma cantidad de dinero.
Se empezó por las familias en situaciones más extremas y se fue subiendo en esa abyecta escala que es la del poder adquisitivo. Los primeros dos meses todo marchaba a la perfección. El problema surgió cuando algunas personas, en lugar de conformarse con obtener setenta veces lo apostado decidieron vender el secreto a los más ricos por cien veces el valor de la apuesta. Los pobres eran menos pobres, los que antes tenían poco ahora tenían un poco más, pero los que tenían mucho ahora tenían cada vez más. Así, todo el plan fue echado por tierra.
Por supuesto que esto lo vio Ajna mucho antes, por eso jamás fue a ver a su profesor de álgebra para contarle su plan, por eso tampoco pidió la venia de su madre. El plan se hizo humo a los pocos segundos de nacer, cuando aun era solo una idea que empezaba a tomar forma en su cabeza. Y fue el colmo. Porque de niña decía que hermosa remera, tía, gracias, antes de haber visto siquiera el paquete que le traía la hermana de María Inés. Pero esa sensación ahora se multiplicaba por tres mil quinientos, ya no por los módicos setenta de acertar las dos cifras. Comprender al fin que su bendición era una maldición de cabo a rabo, una habilidad inútil, vana, estéril.
Cansada de ver lo previsible y lo imprevisible, sin el más mínimo resquicio para la fascinación, se sentó su cama y cerró sus tres ojos. Lloró. Lloró durante media hora. Los pensamientos volaban en su cabeza, chocaban con las visiones, con los sentimientos, con la desazón. La rabia se agolpó en su pecho. Cuando no pudo sostenerla más gritó con todas sus fuerzas. Mientras el alarido impregnaba las paredes de la habitación abrió su tercer ojo y el resplandor que este desprendía inundó todo el cuarto. Una luz de un intenso azul. Con el pecho oprimido y la garganta hecha un nudo abrió sus dos ojos restantes y susurró: mamá, no entres, por favor. Segundos después la luz se apagó, no quedaba ningún rastro de aquel brillo azul. Tampoco de Ajna…
María Inés asistió a su cita con el radiólogo. Era una mañana de mucho viento, las copas de los árboles se sacudían violentamente. Cuando estaba llegando al consultorio entre el silbido del viento le pareció oír “mamá, no entres, por favor”. Al darse la vuelta no vio a nadie, pero le corrió un escalofrío por todo el cuerpo. Algo no anda bien, pensó. Llegó hasta la puerta del consultorio, agarró el pomo con su mano derecha y abrió. Cuando se disponía a entrar, un dolor agudísimo en su cabeza la paralizó. Volvió a pensar que algo no andaba bien. Giró sobre sus pasos y volvió por donde vino. Llegó a su casa, se acostó y durmió diez horas de un tirón. Cuando se despertó el dolor se había ido.
Dos semanas después se enteró que estaba embarazada. Ocho meses después nació Clarisa. Clarisa y María Inés fueron muy felices. La vida nunca, nunca dejó de sorprenderlas.
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