Hasta setenta veces siete

Apenas Inés llegó de la escuela, su madre le dio la mala nueva al tiempo que preparaba las maletas:

—La abuela ha muerto. Viajaré al sur al servicio fúnebre. Llevaré conmigo a tus hermanos —le dijo secamente y continuó—: Tú debes quedarte acá. Atiende a tu padre, haz las labores del hogar y prepara a diario las meriendas.

Al oír la noticia, no sintió tristeza; al menos su nona descansaba en paz. Sin embargo, un frío le recorrió el cuerpo al pensar que debía quedarse sola con su papá.

—Nada malo volverá a pasar —pensó, queriéndose engañar a sí misma.

El hombre, en desacuerdo con la situación, salió enojado de casa. No regresó durante el día. Ella se acostó aliviada.

Pasaron dos y tres soles; tampoco apareció.

Al anochecer, el cielo amenazaba con llover y, en tanto ella empezaba a creer que se había quedado en vano, entró él.

—¡Inés! ¡Inés! ¡La cena! ¡Vengo con hambre! —gritó, prepotente.

La muchacha descansaba en su cama, pues al llegar la noche no soportaba sus pies abultados. Se levantó apresurada, se presentó ante él y se excusó:

—Papá, no cociné. No imaginé que llegarías. Yo comí lo que quedaba de ayer y ya no hay más.

El rostro de su procreador se desfiguró; sus intimidantes ojos hinchados, anunciaban que la golpearía. Su instinto fue voltearse y cubrir su panza.

—¡Eres una chancha! ¡Mírate, gorda asquerosa! ¡Te has comido todo! ¿Para eso trabajo? ¡En esto se va mi dinero, en los viajecitos de tu madre y en tu comida! ¡Vaca inmunda! —bramó, desmedido, mientras comenzaba a pegarle desorbitadamente.

Olfateó un olor entre agrio y ácido, previo a que una patada le torciera la nariz. Sentía que salpicaban gotas hacia todas partes: saliva, sudor y sangre. Percibió abundante líquido escurrir desde su entrepierna. Entonces supo que era el fin.

Cuando su ascendiente se cansó de lastimarla, exhausto, se arrojó al sillón, se limpió la transpiración de la cara y escupió. En tanto, ella, ensangrentada, quedó en el suelo. Su llanto fue diminuto comparado con su impotencia; los lamentos no lograron acallar el dolor.

Otra vez, el individuo, borracho y celoso, le quitó la poca esperanza que había podido juntar. De nuevo la despojaba de sus ganas de vivir. Hacía siete meses que intentaba reponerse de la violación que acabó con la alegría de su alma ingenua. Ahora, el ser en sus entrañas se encontraba disgregado e inerte en el piso en el que, probablemente, habría dado sus primeros pasos.

Las paredes lucen frívolas, ausentes, lúgubres frente a la masacre indolente…

Despierta, y a su alrededor se aprecia una quietud absoluta; solo se escucha caer la lluvia a mares. El agresor se ha marchado.

Viene a ella San Mateo 18:21-22: «Hasta setenta veces siete», y siente alivio de que la criatura ya no deba elegir si llamar padre o abuelo a ese ser tan despreciable.

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