Sobre el hecho de jugar al fútbol

Sobre el hecho de jugar al fútbol

Justificando este texto

De niño quería ser futbolista. No sólo es que quisiera serlo, es que tenía la convicción de que iba a convertirme en un gran jugador de fútbol, de los más grandes. Cuando me llevaban al colegio en coche y nos parábamos en un semáforo en rojo, buscaba con la mirada a las personas que se encontraban en otros vehículos parados o que caminaban por las aceras, pensando en que ellos aún no lo sabían, pero les estaba mirando un potencial crack del balompié. Tal era la fuerza de mi anhelo. Tal era la inocencia de mi ser.

Nunca he sido jugador profesional de fútbol. Ni me he acercado. Todo lo más, un familiar mostró interés en su momento en que hiciera una prueba con un equipo de primera división. Esa prueba no forma parte de mi biografía, no consta en mis archivos. O ese familiar dejó de mostrar interés – ahora creo que se trataba de una ilusión particular suya, no de mis habilidades-, o a mis padres no les motivó el asunto.

Me convertí, pues, en un jugador amateur, de barrio, como tantos y tantos otros, que sí llegó a jugar un par de temporadas en la categoría oficial más ínfima del fútbol federado, la llamada por aquel entonces, segunda regional. Me cabe ese honor, al menos. La gente alardea de haber llegado a la primera o a la segunda división sin caer en la cuenta de que lo auténticamente meritorio radica en haber jugado en el ultimísimo nivel futbolero, aquel que sostiene con la densa espesura de su altísima mediocridad, todas las categorías superiores. Es la categoría que permite que los buenos sigan brillando, por decirlo así.

Conocí hace poco a una persona que jugó en el límite entre el fútbol amateur y el profesional, la otrora conocida segunda división B. Ha escrito un libro interesante donde expone muchas situaciones vividas en su periplo y en el que aparecen descritas muchas aspiraciones que llegó a adquirir; una de esas aspiraciones era, nada más y nada menos, que jugar en la primera división.

A lo largo del libro, expuso en algunos capítulos las sensaciones que llegó a experimentar fuera y dentro del terreno de juego durante su trayectoria en la segunda B. Las que describe expresamente dentro del campo fueron las que llamaron mi atención por lo similares que eran a las mías.

De la misma manera, el otro día vi a un exfutbolista, recién retirado, donde, en una entrevista exponía que todavía podía disfrutar del hecho de participar en una jugada, en un partidillo entre amigos, y que las sensaciones iban a ser las mismas que de profesional.

Esto de las sensaciones que uno experimenta al jugar al fútbol, escuchado aquí y allí de manera muy similar, me ha supuesto una motivación para terminar de escribir lo que siempre he pensado sobre lo que supone jugar al fútbol. Esa percepción me animó a escribir lo que yo he llegado a experimentar participando en un juego, el fútbol, que ha sido una constante en mi biografía en los primeros treinta años de la misma.

Desde el amateurismo más extremo, exhalo estas líneas en las que trato de darle sentido y jugo lírico a lo que creía que era solo un juego. Desde el amateurismo más extremo, exhalo estas líneas en las que trato de darle orden y empaque emotivo a lo que creía era solo un juego.

Pido perdón por anticipado si en algunos pasajes desarrollo un exceso de lirismo (me pongo muy cursi, vaya), pero es que la poesía surge de forma natural en la remembranza del formidable universo que contiene balones, goles y porterías.

A) De la libertad y de la fantasía aprehendidas en los terrenos de la niñez

El mayor y más bello ejercicio de imaginación que yo he conocido es el que practican los niños cuando conforman una portería de la nada. Ese ejercicio imaginativo espontáneo realizado con dos sudaderas cualesquiera, que sucede sin esfuerzo alguno, de forma natural, te garantiza adquirir en esas edades las herramientas necesarias para imaginar el fútbol por siempre jamás; te permitirá disfrutar en el futuro de sensaciones inolvidables en cualquier terreno de juego del mundo, ya sea en uno real o en uno ficticio.

A través de este sencillo aprendizaje se te concede la oportunidad de desenvolverte con prestancia y seguridad a lo largo de los metros inmarcesibles del campo de juego de la niñez, adaptándote a coordenadas inexistentes que solo existen en el colectivo de los participantes, y al que te amoldas sin dificultad. Todos participamos de esas coordenadas imperceptibles que de ninguna manera coartan nuestras libertades, al contrario, propulsan y promueven jugar en un infinito mensurable, cercano y tangible y consiguen que se adquiera la verdad absoluta del fútbol: es un juego para niños; es un juego, como ya he dicho, en el que debes imaginar mientras lo practicas. Terminas aspirando la esencia más prístina de este fermoso deporte, la que lo relaciona desde sus orígenes con la niñez y la fantasía, en un binomio indestructible que se hace indisoluble con la edad. De esta forma, si persistes en este noble deporte en la primera adultez, mantienes muy dentro de ti todo lo vivenciado en esos campos de la infancia, y vuelves a ser un niño cada vez que practicas fútbol. Lo trato de explicar.

La plenitud y la convincente seguridad que te proporciona saberte libre en estos parajes de la infancia te acompañan el resto de tu vida futbolera, y aunque con la edad estos campos virtuales tienden a desaparecer —los formalismos y lo ortodoxo se acumulan en tu devenir, pues estos campos ilusorios van dando paso a certidumbres rectangulares—, las impresiones que experimentaste se mantienen en cada partido de fútbol que desarrolles de manera más formal y seria. Te has formado en esos campos sin límites físicos, y lo que vienes a ejecutar en el futuro no es sino un ejercicio de adecuación de esos parámetros de juego infantiles en unas normas rígidas y convencionales. Según la conveniencia o no de esta adecuación, te adaptas con mayor o menor éxito al juego global en el que debes participar. Es como la vida misma.

Jugar en campos de fútbol virtuales proporciona al infante una pericia a la hora de desenvolverse que hace irrumpir la creatividad más innata de cada uno; intuir si ha sido gol o ha sido alta, adivinar si ha salido el cuero por una inexistente línea de fondo, esbozar carreras desde ángulos y posiciones insoslayables en pos de un fin arcaico y sencillo: el gol; o hacer la pared con un muro colindante; o el regate perfecto sorteando hoyos e irregularidades… Los niños de hoy no juegan apenas en la calle ni en parajes agrestes similares. Juegan en sitios perfectamente planos, acotados y delimitados donde no tiene cabida la fantasía, solo el pragmatismo y lo metódico. No sólo está acotado el firme en el que pisan, sino que sus ideas y sus ensoñaciones futbolísticas están ferozmente coartadas. Desconozco qué tipo de jugadores se desarrollarán en el futuro con este tipo de entrenamientos, pero tengo claro que no fomentarán la imaginación ni la fantasía de la forma en la que la desarrollamos los chavales de mi generación. En la niñez, al fútbol habría que jugarlo sin las ataduras de la disciplina con la que juegas de adulto y, por supuesto, entrenar en campos de límites inexistentes, ficticios.

A veces pienso en que en la vida me desenvuelvo con la misma presencia y libertad de movimientos que en un terreno de juego. El transcurrir de la vida va colocando sobre tu conciencia los marcos delimitados de un campo de fútbol —la finitud de nuestra existencia—, finitud y límites que no manejábamos en los años de la niñez, donde eres más libre y feliz. Donde la inmortalidad era una realidad.

Una portería hecha con dos sudaderas, y unos guantes de portero.

El juego del balompié empezó a dejar una impronta en mi conciencia desde las primeras patadas y carreras: la sensación de libertinaje que suponía correr alrededor de una pelota desde un teórico esquema táctico, encaminados todos los participantes a un propósito común: atacar y defender para ganar el partido. Esa particular frescura que te acompañaba al desplazarte por el campo de fútbol al son de los vaivenes del esférico, de las voluntades ajenas, de las inclemencias climatológicas y de los caprichos de la vida. Establecer sólidos vínculos sociales dentro del rectángulo, identificar enemigos temporales o definitivos, llevarte golpes y pegar patadas a contrincantes, conocer el dolor e incluso la humillación. Saber que, como la existencia, tienes un tiempo limitado para jugar, y que al principio del partido, te encontrarás fresco y fuerte, y conforme pasa el tiempo del partido, acumularás cansancio y desgaste. A lo mejor te retiran del campo antes incluso de su finalización. Y a lo largo del encuentro, puedes llegar a tener un resultado mediocre, o fracasar estrepitosamente, o triunfar de manera gloriosa. O todo a la vez. Habrá gente que no participará del partido jamás, permaneciendo por siempre en el banquillo. No sé, pero a mí me recuerda a la vida misma.

En el fútbol, como en la vida, se trata de implicarte en tareas defensivas en los momentos en los que se precise ser conservador y de arriesgar en ataque en las ocasiones en las que es menester realizar una conquista, ya sea un corazón, ya sea una profesión, ya sea cualquier proyecto. Al mismo tiempo, entender que en otros momentos, lo sensato es vagar por el mediocampo, sin sobresaltos, tendiendo a conseguir cierta ataraxia vital. Habrá el que pretenda jugar de portero, bajo los palos; o que sea la vida misma la te lleve a jugar en esa posición; ello implicará un ejercicio existencial del que obtendrá ganancias en certidumbres pero al mismo tiempo, le generará muchas dudas y soledad. Encontrar, en definitiva, la demarcación más adecuada a tus habilidades, en un terreno de juego rectangular, o en el inefable campo de la existencia.

B) De las posiciones en las que he jugado

He jugado principalmente en tres posiciones de manera asidua. He sido centrocampista, lateral derecho y delantero. Y en menor medida, en pachangas y en entrenamientos, he jugado de portero, descubriendo pensamientos originales respecto de las otras posiciones, las de jugador de campo.

Centrocampista:

Al jugar de centrocampista ha sido cuando más he percibido la libertad referida. Libertad contradictoria a priori por cuanto pareciera que tienes los límites muy marcados ante la notoria presencia de las líneas blancas a lo ancho y a lo largo y ante las imposiciones tácitas de la demarcación. Se trata de una libertad de movimientos orientados hacia el triunfo, hacia el ataque y hacia la defensa; yo decido el momento de avanzar y de ofrecerme al compañero, yo decido el momento de enfrentarme al oponente, yo decido un pase lateral, hacia atrás o hacia delante.

Esta demarcación supone atesorar una enorme independencia creativa, especialmente con el esférico en los pies, pero también en el jugo meramente posicional; gobiernas el ritmo del partido cuando te pertenece el control de la pelota, acelerando una jugada ofensiva, ralentizando oportunamente su velocidad, abriendo al campo contrario o buscando una imaginada diagonal en largo…

Todo dependía de mí en el momento de poseer el balón. Esa emoción, la de tener y retener el cuero, la de orientar a los jugadores hacia un lado u otro y ser consciente de que el partido en sí lo manejaba según mis criterios… El universo se detenía a mi antojo, se volvía a mover al son de mis apetencias… Eso solo lo he percibido en el mediocentro.

Alcanzas todos los ángulos del campo con facilidad, pisas por todos sus metros, te encuentras equidistante a ambas áreas, a ambas porterías, y esa equidistancia te genera un aura de poder y de confianza que hace liberar endorfinas de control de la situación, colocándote sobre el pecho galones de mando. Ese era el efecto que esta posición dejaba en mí, ciertamente, el de controlar el partido, el balón, ser un general en la batalla, el que toma las decisiones más relevantes.

Al equipo rival lo contemplas desde esta perspectiva posicional y psíquica, chocando de bruces con sus mediocampistas, que suelen tener la misma mirada calculadora y analítica de un alto mando en una confrontación bélica. Vigilas ambos flancos, recelas de tu retaguardia, pero en lo que a mí se refiere, la mirada la mantenía estudiando los huecos que pudieran crearse en la línea de ataque para, en el momento más imprevisto, mandar una asistencia al espacio libre en una complicidad con el delantero de turno muy especial para ambos; es decir, entre el centrocampista y el delantero tenía que existir un vínculo de fantasía creativa —independientemente de la amistad—, que, simplemente, existía o no. Solo con la mirada teníamos que entendernos. Era una suerte de relación cuasi amorosa en la que como no funcionara desde el primer momento, no había nada que hacer. Pero como se alcanzara dicha complicidad, cuando se conseguía una jugada bonita ofensiva, acabara o no en gol, los dos nos contemplábamos como dos amantes cómplices, con el mismo tipo de mirada. Esto solo lo he percibido como mediocampista, la particular relación que se puede llegar a mantener con un compañero durante un partido.

—-Lateral derecho

A la hora de jugar en esta demarcación, me parecía, ubicado en el inicio de mi posición, vislumbrar en lontananza lo que constituían mis dominios. Quiero decir que el espacio físico que en teoría me correspondía a mí era advertido ilusoriamente o no por mi persona con nitidez. Mi carril derecho. Cuando entraba en el campo y me ubicaba cercano a la portería, me percataba de cómo a pesar de conocer la finitud del recorrido, podía contemplar perfectamente horizontes lejanos, cuasi infinitos, ganando en confianza y audacia, velocidad y resistencia conforme lo recorría de arriba a abajo; al mismo tiempo, se apoderaba de mí un sentimiento de pertenencia muy acuciante. De hecho, mi pensamiento más reoetudi cuando jugaba de lateral derecho era: esta vereda, esta arenada vereda de apenas 80 metros, me pertenece y así lo haré constar durante el partido.

Apreciaba de veras mis dominios más cercanos a mi área, a mi portería, pero era a la hora de correr hacia delante, con mi permanente vocación ofensiva, cuando más disfrutaba. Hacía desplegar entonces todo mi arsenal creativo y agresivo, en pos de realizar una internada con profundidad y lanzar un pase con efecto y templado para que un delantero rematara a gol. O incluso disparar desde el pico derecho del área, según mi perspectiva; un disparo cruzado en diagonal, buscando uno de los palos de la portería según viera colocado al guardameta. Conseguir un gol como lateral derecho insuflaba mis motivaciones ofensivas como defensa, pues siempre noté una suerte de humillación el hecho de ser defensa. Soy un defensa ofensivo, me decía a mí mismo.

Retroceder por mi carril también resultaba hermoso; suponía una suerte de regresión eterna, un regreso a mis labores iniciales protectoras, a mis orígenes, donde volvía a empezar la tarea, primero defensiva, y posteriormente atacante. Si tenía la pelota el portero, disfrutaba abriéndome a la banda todo lo que la anchura del campo me permitía, incluso pegándome a la cal de la raya que marcaba dónde se debe jugar y dónde no.

Y a la hora de defender, intentaba que mi área y mi portería sintieran lo que yo las quería, que hubiera dado mi vida por ellas —como si fuera el guardameta— y que jamás permitiría que el esférico fuera centrado con peligro por el extremo rival o que se disparara con la intención de gol.

Era libre en mi carril, llevaba el dos en la espalda; me convertía en el primer jugador de campo y recorría mi terreno conquistado con cada pisada, refulgiendo orgullo de lateral derecho, un orgullo muy singular; en numerosas ocasiones, mi juego expresaba a voz en grito la zona más hermosa de un terreno de juego, que era la que yo marcaba con mi trotar.

He rivalizado con los zurdos, hábiles ellos y veloces; desconocían muchos de ellos que no les iba a permitir hacerme ningún regate y que me iba a emplear con vehemencia ante ellos. Sabría marcarlos, me decía a mí mismo antes del partido, dando la distancia oportuna, no metiendo la pierna a lo loco, no. Los esperaré hasta que ellos mismos se enreden y no sepan cómo continuar. Sin piedad, les arrebataré el cuero.

Eso sí, la única vez en mi vida que me han expulsado de un terreno de juego fue jugando de lateral derecho. Se me escapó en velocidad el delantero, yo era el último hombre y lo agarré. Extraña sensación es la de un árbitro mostrándote una cartulina roja. Extrañas son las caras de los tuyos, de decepción y cabreo. Y extraña es la caminata que haces hasta abandonar, cabizbajo, el campo.

-Delantero

Jugar al fútbol es querer marcar goles, por encima de todo. Y un delantero que se precie, incluso me atrevería a decir que cualquier jugador de campo que se precie, lo que desea a la hora de empezar un partido, es marcar al menos un gol.

Hueles el área y la portería rival, hueles el gol, sabes que está cerca de tu posición, sabes que en cualquier circunstancia o lance, tras jugada organizada o de forma fortuita, la ocasión puede aparecer. Te conviertes en un psicópata del área, frío y calculador. Cualquier despiste, cualquier oportunidad por lejana que parezca, puede acabar con el balón en las redes impulsado por ti. ¿Hay algo más bello que contemplar cómo entra el esférico pateado o cabeceado por ti? ¿Algún poeta ha reparado en la suave brusquedad con la que el balón besa las redes? ¿Cabe mayor placer terrenal? Desde luego es algo que trasciende lo físico: en el momento de traspasar la pelota la línea de gol, sucede una cascada de sensaciones que te eleva a los cielos y te reconcilia con lo místico.

El ego se engrandece de manera sublime en el momento en el que logras anotar un tanto, disfrutando unos instantes de una euforia plena, euforia espiritual que te embriaga hasta el éxtasis; y, como si de una sustancia adictiva se tratara, desarrollas un síndrome de abstinencia en el sentido de volver a querer experimentar lo vivido con el gol; de esta manera, anhelas con fervor volver a marcar, y por ello, el inevitable comportamiento egoísta y el mal carácter cuando llevas un tiempo sin celebrar un gol. Solo vives por y para el gol, y lo demás, y los demás, te importan un pimiento. Ha sido de delantero cuando he notado un comportamiento más egocéntrico, más insolidario y más caprichoso, derivado de la mentalidad con la que se debe afrontar esta posición: la del individualista que exige que todos jueguen para él.

Así por lo menos lo he vivido yo en los encuentros en los que he jugado de delantero. He llevado perfectamente la cuenta de todos los goles marcados en mi vida, como si fuera lo más importante de mi existencia, encontrándome realizado y contento conmigo mismo en las semanas afortunadas y volviéndome taciturno y apesadumbrado en las jornadas aciagas. Hoy día, me levanto en ocasiones mientras salgo del universo de Morfeo y sus alrededores, evocando las improntas indelebles que obtuve marcando un determinado gol: el aliento del defensor cercano, el grito del portero, el sonido del balón golpeando el poste antes de entrar… La felicidad plena que te embriagaba… Todo permanece aún en mí. Incluso el momento mágico previo al gol.

El momento mágico previo al gol. Ese instante; ese instante previo, justo antes de golpear la pelota, ese instante en el que te detienes interiormente en el tiempo para tomar conciencia de lo que puede acontecer a continuación caso de que juegues bien tus cartas. El gol. Nada más y nada menos. Esa sensación. Esas sensaciones unidas, la del instante previo donde saboreas lo que puede ocurrir, y la del gol. Esa concatenación de sucesos, de finalizar con éxito, es insuperable.

El instante previo es, si me apuras, más bello que el gol en sí; es como la víspera del gol, la antesala del gol, y como en ese momento es algo en potencia, aún no es real, el suspense que lleva aparejado, aunque sea por un milisegundo, hace que merezca la pena vivirlo. Es metafísico; es equiparable a escuchar una melodía maravillosa, o tomar alucinógenos, por cuanto son impresiones extracorpóreas las generadas. El instante antes del gol, qué extraordinaria vivencia.

En mis recuerdos, como digo, mantengo en la memoria los goles que he ido marcando; muchos aparecen cual flashbacks espontáneos, en apariciones diurnas cautivadoras. Pero es que además de la evocación de los goles en sí, mantengo dentro de mí todos esos instantes previos donde uno se veía entrando en el olimpo glorioso de los goleadores caso de que el balón acabara entrando. Y aparecen en el recuerdo las miradas de compañeros en las jugadas en las que fui egoísta, miradas recriminatorias que me llevo para mí y que por supuesto, también he proyectado sobre otros compañeros.

En lo estrictamente sensorial, hay que destacar ese singular encadenamiento de sonidos implícitos en la jugada del gol: el del golpeo del balón con tu pie o tu cabeza, y el del acogimiento de las redes a ese esférico, de forma violenta en ocasiones, de manera dulce en otras. Y la singular estampa visual que conformaba la pelota besando las redes, modificando estéticamente la verticalidad de las mismas, apareciendo formas curvas en ese muro deformable con cuadrículas, al son de las leyes físicas que un esférico dotado de velocidad y fuerza ocasiona.

—-Portero

En partidos amistosos y entrenamientos, incluso en pachangas viles, empecé a notar ya con veinte años cumplidos una llamada especial desde un lugar del campo inhabitual en mí. La portería. Cuando he jugado de portero, el fútbol ha cobrado otro significado, distinto e incluso discrepante de lo que venía obteniendo derivado de jugar al fútbol. Era como si la tarea de evitar goles me convocara para una particular comunión con la portería, las áreas y las redes.

Lo intento plasmar con palabras, aquí y ahora, pero resulta imposible concretar con rigor la miscelánea de estremecimientos y vibraciones que acudían a mí; resultaba una forma de disociación de mí mismo que emergía de forma natural, como si otro yo se apoderara de mi conciencia y dirigiera sus pasos motivacionales y placenteros hacia una portería. Aún desconozco por qué la portería y sus vicisitudes funcionales me ocasionaron tantas emociones interiores.

Lo sentí así, esa es la realidad, fue como una nueva vocación nacida en algunos entrenamientos y en algunas pachangas; salía del vestuario corriendo en diagonal para dirigirme expresamente, primero al área grande, y seguidamente, al área chica, ejercitando una suerte de ritual lleno de misticismo y belleza, que me proporcionaba una alegría interior original por cuanto no había sentido nada parecido en el fútbol. Y al mismo tiempo, al saber que era algo muy ocasional y muy efímero, lo disfrutaba todavía más.

Pisar las áreas, tanto la grande como la pequeña, era como entrar en casa, en mi hogar. Cualquier área de cualquier campo de los que he visitado. Todas esas áreas me acogían con una hospitalidad inusitada, aunque fueran canchas alejadas de mi zona de residencia. Esos espacios rectangulares conformaban una especie de zaguanes recibidores de mi persona, de portales acogedores que me expresaban calma y sensación hogareña. Pisaba primero el pico derecho de la magna área, a continuación trotaba hacia la zona central, donde colocaba el pie izquierdo en el punto de penalti, y por fin, arribaba al rectángulo sagrado, mi predilecto, el más pequeño, donde yo era un gigante, un león salvaje capaz de entrar en sereno conflicto con los enemigos (pachangueros) de esa tarde. Una voz atronaba dentro de mí: aquí, en el área pequeña, mando yo; aquí, nadie osará saltar más que yo o adelantarse a un balón. Aquí, no admito nada más que mi yo. Y reparaba con detenimiento en quién iba a ser mi enemigo más feroz, el delantero rival, observando y estudiando sus movimientos y sus facciones.

Una vez me colocaba bajo el larguero, extendía mis brazos a derecha e izquierda observando ambos postes, y desde la zona media de la línea bajo palos, me dirigía primero hacia el palo izquierdo, haciendo sonar con la palma de la mano izquierda su familiar sonido metálico, y luego, me dirigía hacia el derecho, haciendo lo mismo con la mano derecha. A continuación, saltaba para, con las dos manos, agarrarme al larguero y hacer una pequeña flexión, besando el travesaño. Porque es que yo amaba las porterías, las amaba por supuesto de manera platónica, pero también desde mis deseos más pasionales: mis labios contactaban con el larguero con la misma pasión con la que he besado a algunas mujeres, a las más amadas.

Como las áreas, a las porterías las he sentido siempre mías, tras tocar sus tres estructuras sólidas mágicas que daban acceso a un interior imposible para los atacantes, mezclándose lo tangible con lo intangible; las he hecho mías, las he sentido mías. Todas eran nuevamente amantes a conquistar, ya fuera el entorno que nos envolviera el más familiar o el más alejado posible, sintiendo dentro de mí cómo existía una relación más allá de lo físico con la portería, con cada portería de cada cancha en el que he jugado. Las porterías hablan, solo hay que escucharlas.

El ritual no acababa ahí. Estaban también las redes. Descubrí que soy un obsesivo con la fermosura que podían ofrecer unas redes bien dispuestas tras los postes y el larguero. Hay hermosura en ello, es como una cabellera de mujer, hay armonía, hay orden, hay sensualidad en esas formas que adoptan, en ese espacio que albergan, en ese movimiento ondulante que expresan ante el contacto de un balón en ellas. Yo me veía impelido a evitar que el cabello de mi amada se despeinara.

Sentía cómo las redes me transmitían el mensaje de que no querían ser mancilladas por balón alguno, de que yo fuera lo suficientemente ágil para que el esférico no profanara lo que hay tras los palos. Ese espacio era mío, era para mí. Me comportaba como un caballero protector del medievo, percibiendo cada portería como una princesa a la que debía seducir primero, prometiéndole a continuación protección durante 90 minutos donde pérfidos delanteros con oscuras intenciones acechaban mis territorios. Cada portería era una criatura femenina a la que le debía la vida en aras de su salvaguarda física, y por ende, moral. Paradójicamente, también llegabas a convertirte —para el contrincante— en el personaje malo de la película del fútbol en la que, el delantero es el galán conquistador y el portero su némesis, el villano que refrena las ansias de gloria del atacante.

Eso sí, la soledad bajo los palos es digna de mencionarse. Es una soledad que jamás experimentará un jugador de campo, jamás. Es una soledad cuasi existencial, parecida a la que cualquier ser humano habrá sentido a lo largo de una vida en numerosas ocasiones. Es como la soledad del corredor de fondo o la del nadador, pero enmarcada en una situación donde veinte jugadores de campo están más arropados emocionalmente. Estás contigo mismo, únicamente contigo mismo, con tus pensamientos, con tu concentración, con tu confianza. Solo por esta soledad que se llega a gozar
como guardameta, merece la pena intentar jugar de portero alguna que otra vez.

Nunca fui un gran portero, desde luego. Creo que tampoco un portero aseado, como se suele decir. Pero he disfrutado mucho de las escasas veces en las que que jugado en esta posición. Su esencia más funcional y su aislamiento en el campo hacen que la sensación de juego en equipo en un juego colectivo como es el fútbol desaparezca; en este sentido, tanto la concentración empleada como el trabajo intelectivo generado son más agotadores que cuando juegas en las otras posiciones. Ha merecido la pena disfrutar en el formato más amateur posible de lo que significa intentar evitar goles, la verdadera finalidad de este juego. Yo he sentido bajo los palos la más bonita poesía que el jugar al fútbol te puede proporcionar.

Y solo por el lirismo que me ha provocado y permitido escribir estas líneas, el colocarse bajo palos ha merecido la pena.

C) De las Pachangas

Me detengo en este concepto, el de pachangas, ya que ha aparecido en este escrito y porque verdaderamente merece la pena hablar sobre su significado más auténtico. Además, la mayoría de las sensaciones a las que he hecho referencia las he disfrutado jugando pachangas. ¿Qué son las pachangas?

Más allá de los partidos oficiales, con su tiempo bien cronometrado y sus parámetros sólidos competitivos, y más allá de los entrenamientos, existe un elemento en el mundillo del fútbol que escapa a a la norma, que esquiva lo ortodoxo, y que, en lo que a mi experiencia se refiere, te proporciona la mayor gama de sabores físicos y psíquicos del deporte rey. Y es el más completo entrenamiento que pueda programarse.

Las pachangas son esas quedadas de un grupo de amigos o conocidos, en número suficiente como para conformar dos equipos de fútbol once o siete, y que se disponen a jugar sin contemplar el límite del tiempo, la división en dos partes del partido o la presencia de un juez que imparta justicia. Es decir, el tiempo es infinito como en la niñez, no hay primer ni segundo tiempo, y por supuesto, no aparece ningún árbitro. Al no haber un juez que marque las faltas, la honestidad de cada participante y a nivel colectivo igualmente, se exacerbaban, y por extraño que pudiera parecer, no había conflictos.

Yo, si he jugado algo a lo largo de mi infancia y juventud, han sido pachangas o pachanguitas, como también se les cataloga. Alguien ha de llevar el balón, y una vez los dos mejores jugadores han hecho pares y nones en aras de seleccionar a los jugadores de sus equipos, se inicia una batalla atemporal que ignora las inclemencias climatológicas en forma de lluvia o calor excesivo y que solo se detiene en la primera media hora si aparecen desigualdades notorias entre ambas escuadras, cosa que no suele ocurrir ante la criba equitativa de calidades ejecutadas en el pares y nones.

Yo nunca solía ser uno de los dos de los pares y nones, pero me elegían normalmente en primer o segundo lugar, lo cual resultaba muy reconfortante para el ego, haciéndote rendir más y mejor. No obstante, cuando me elegían en tercer o cuarto lugar, lejos de hundirme, me motivaba en exceso para demostrar que mi lugar se encontraba más arriba en esa primera selección, y luchaba con ahínco como si de una final de un mundial se tratara.

Al no haber demasiadas sujeciones estratégicas ni existir por supuesto, un entrenador dando el coñazo desde la banda, los espíritus libres dotados de gran creatividad y tendentes a una excesiva individualidad, se encontraban en su salsa. En el argot futbolero, chupaban sin parar. Ocasionaban números circenses, y es en este marco donde yo he disfrutado de auténticos artistas y malabaristas de este juego. Solo en estas pachangas, el chupón, el individualista, el que se sabe artista, se siente libre de ataduras convencionales y se explaya en su libertad, haciéndonos a los demás jugadores paladear la esencia de lo más artístico del fútbol; ese jugador dotado con el don de regatear lo imposible, de jugar hacia atrás en vez de hacia la portería contraria con tal de realizar uno o dos regates más.

Dentro de las normas ad hoc creadas para las pachangas, para distinguir los equipos, lo normal era que uno de ellos se quedara con el torso desnudo —de marzo a octubre aquí en el sur—, y en cuanto a los porteros, un jugador de campo tenía que ocupar la portería cada 10 minutos, rotando invariablemente todos. Se jugaba hasta que oscurecía demasiado, es decir, cuando no se veía un carajo. Si nos reuníamos muchos chavales, se organizaban tres equipos y se practicaba un rey de mesa, lo cual venía a significar que el equipo que metía el primer gol permanecía en el campo.

Por norma, existía usualmente un instigador de pachangas, un organizador nato de pachanguitas, que en mi historia, se trataba de un jugador excepcional, chupón hasta el paroxismo y enfermo de fútbol, que ante la perspectiva de un día festivo, una tarde de solaz aburrimiento o vete a saber qué motivaciones ocultas, nos congregaba a una hora llamándonos uno a uno a los domicilios. Tenía el tipo una libreta para tal uso, su libreta pachanguera, con los teléfonos fijos de aquella época (no había grupos de WhatsApp) pertenecientes a los pachangeros consolidados y habituales. Se llamaba Alberto, y en mi casa, de tanto llamar para convocarnos, era conocido como Albertito Pachanga.

Rindo homenaje desde estas líneas a la importancia de las pachangas, a la forma de juego más libre, creativa y buscadora de belleza que he practicado jamás. Nadie te coarta en tus anhelos imaginativos; así, intentas lo imposible, aspiras a ese golazo por la escuadra sin mediadores del miedo, haces caños o cachitas en las situaciones más peligrosas… No hay complejos, no hay cortapisas, no hay esquemas rígidos… Es el juego del fútbol, junto al practicado en la infancia, por excelencia, por antonomasia. Supone la invocación constante a la inspiración escondida, una llamada a los soñadores y a los líricos del fútbol, donde he llegado a ver cómo hasta los jugadores más petardos y más malos, exhalaban versos libres rezumando fantasía en forma de golazos, regates inverosímiles y jugadas maradonianas. O por lo menos lo intentaban.

Desde el punto de vista artístico- futbolístico, le debo todo a las pachangas. Las interminables e infinitas pachanguitas que he jugado han inspirado, sin duda, este escrito. Y vuelvo a recalcar, que lo más parecido a volver a jugar siendo un niño, es participar en una pachanga. Y además, era el mejor remedio para combatir el tedio vital, la acedia de los días festivos, por ejemplo.

E) De los pequeños detalles

Me quiero referir con pequeños detalles del universo que supone jugar al fútbol, a aquellos elementos de sostén, anecdóticos quizás, que no son lo principal en el universo referido pero que con el tiempo acabas reconociendo su importancia.

Me sucedió el otro día entrando en mi portal, cuando un chaval salía del ascensor vestido de futbolista, botas de tacos inclusive. El sonido de esos tacos sobre el pavimento del portal era música celestial. Era otro sonido de la infancia. Pasos dados de manera más preventiva y cuidadosa, por si te resbalabas, pero con la firmeza y buen ánimo del que se dispone a jugar un partido. Y recordé ese sonar de tacos en mi niñez y adolescencia, reparando en cuánto me gustaba pisar un suelo ajeno al deportivo en el que ese sonar denotaba tu inminente participación en el juego del fútbol. Al no sonar ese calzado en el terreno de juego propiamente dicho, cuando caminabas por suelos más duros, era como si ese tipo particular de zapato deportivo se reafirmara y alcanzara cierto estatus frente al resto de prendas deportivas.

Las espinilleras también forman parte de mis recuerdos de la infancia, cuando anhelaba colocarme por primera vez sobre las tibias su superficie acolchada que tanto sudor generaba. Recuerdo el contacto sobre la piel, cuando aún eran tibias imberbes, y lo primitivo de esas primeras espinilleras, sin sujeciones en rodillas y tobillos. Verdaderamente, en esas edades de la infancia, uno se las colocaba por una mera cuestión ornamental, un complemento caprichoso, ya que molestaban a los cinco minutos y no existía una violencia feroz en los partidillos. Pero era un placer colocártelas, sentir la humedad in crescendo e incluso acomodártelas una y otra vez.

Y las oportunidades del ahora. En la actualidad, al escaparse un balón de entre un grupo de chavales cualesquiera, en la calle o parque, entiendo que no hay que dejar pasar esa oportunidad que el destino te depara y con la dignidad y gusto que uno ha tenido con este deporte, debes tratar de devolver la pelota a los niños con la maestría de un solo toque; ese toque ha de ser preciso, suave, armónico, dándole un efecto hermoso para que la acción del pase de la devolución, conforme una suerte de obra de arte callejera y espontánea. Como la vida. Como el fútbol. Y has de adelantarte a otros adultos que estaban atentos a la posibilidad de que el esférico se escapara del grupo infantil. Existe una competencia tácita entre los adultos circundantes que me recuerda a la competencia propia de los partidos serios.

Has de conseguir que los críos se queden embobados con tu savoir faire, que crean que has sido hace tiempo un jugador profesional, que admiren la posición inclinada que tu cuerpo ofrece al golpear la pelota con la pierna seleccionada, normalmente la buena —en los días optimistas, te arriesgas a darle con la menos buena—, que comprendan que la fermosura del fútbol se encuentra también en estos pequeños detalles.

Ellos, los chavales, aún no entienden de estas oportunidades que llegan, a los que no somos jóvenes, en forma de pase, pero con el tiempo, les sucederá lo mismo que a todos los futboleros a la hora de pasear por calles peatonales o zonas ajardinadas; desearán que se escape un balón de cualquier grupillo de niños, que se escape hacia su posición de paseante, y que su día se vea mejorado, sin duda, por el hecho de poner todo su arte, todo su empeño y toda su pasión, en que ese balón retorne a su dueño mediante la poética acción de un pateo ejecutado con suavidad y decisión, adornando la trayectoria que ha de dibujar ese balón mediante un efecto que sólo tú sabes aplicar.

Del balón rodando de la infancia.
Hay recuerdos de la niñez que no se van jamás, que aparecen como imágenes intrusas en tu campo de contemplación mental y a los que ya te has habituado. Uno de estos recuerdos que surgen de lo más profundo del subconsciente sin venir a cuento, con una cotidianidad relevante, es el de la visualización de un tango Adidas 82 rodando sobre el césped de una explanada, embadurnado del rocío de la mañana, y haciendo refulgir hacia los jugadores los rayos de sol que, con timidez, se proyectaban sobre el blanco del esférico.

Yo solía jugar en terrenos de albero, pero en ocasiones, al existir extensas praderas cercanas a mi casa (hoy ocupadas por centros comerciales), nos íbamos los amigos a jugar en el siempre atractivo césped, con ese verde tan futbolero que se complementaba de maravilla en lo cromático con el blanco y el negro del dibujo del balón, ofreciendo una estética bellísima a los jugadores participantes. El césped es más césped cuando hay un balón blanco rodando.

Pues bien, en las mañanas otoñales o invernales, si acudíamos temprano a esas praderas, la humedad del césped y el mencionado rocío otorgaban a mi tango España una fermosura única cuando rodaba y se mojaba, brillando más que nunca al retener la rociada y el sol, y transformarse en algo más que un balón; era un símbolo de la infancia y de su inmortalidad asociada, el tiempo se detenía mientras ese balón rodaba expulsando gotículas de rocío hacia nosotros. Pareciera que esas gotículas, al alcanzarnos, nos dotaban de una condición suprahumana, tan propia de la niñez feliz.

Ese movimiento rodante sobre el irregular y húmedo alfombrado de la mañana, ese césped soleado —más césped que nunca merced a la insistencia del sol de la infancia en posarse sobre su entramado—, ese blanco redondeado fundiéndose con el verde, esa querencia recíproca de todos los elementos reunidos —césped, balón, sol—, ese giro continuo sobre sí mismo, esa cadencia circular… ese elemento siempre rodando en los terrenos de la infancia. Estos días azules y este sol de la infancia.

La portería del gol. En mis recorridos diarios, paso cerca de una explanada de albero que hace 30 años acogía un campo de fútbol de albero, por supuesto. Cuando jugué en segunda regional, la primera victoria de nuestro equipo, que iba último hasta ese partido, sucedió en ese campo. Acabamos ganando 1-2, y yo metí ese segundo gol estando a punto de finalizar el encuentro. De manera automática e intentando esquivar el ego, visualizo el emplazamiento donde se ubicaba la portería, mi posición al chutar a gol y la carrerilla que realicé durante la celebración. Y me vienen las sensaciones ya descritas; ese momento previo al gol, esa imagen del portero colocándose para taponar cuanta más portería mejor, ese hueco que adiviné imposible para el guardameta, el sonido de mi golpeo, el esférico recorriendo a ras de suelo el sendero hacia la gloria del gol que supone una victoria, la primera… Todo vuelve a mí cada mañana que contemplo la explanada, ahora llena de coches. Si yo soy víctima de estas rememoraciones procedentes del fútbol más modesto posible, ¿qué recuerdos asolarán a los jugadores de primera clase?

E) De mi última vez

La última vez que jugué al fútbol fue en Madrid, hace ya unos cuantos años. El destino quiso que regresara a la infancia mediante la conocida reina Victoria, juego consistente en, ante la ausencia de efectivos para organizar un partido en condiciones, ejecutar a medio campo y utilizando una sola portería, una especie de confrontación de dos contra dos que tienen que meter gol al portero. Es decir, juegan cinco personas.

Pues en efecto, sería por marzo de 2002 cuando cuatro compañeros y un profesor decidimos jugar una eterna reina Victoria en una cancha de futbito. Un catalán se puso de portero; una de las particularidades de este juego consiste en que para empezar a jugar, el guardameta se coloca de espaldas a nosotros, los jugadores de campo, y con las manos, lanza el balón desde su posición en la portería hacia la cancha donde esperamos los cuatro jugadores. Así se supone que aparece el concepto de justicia, como si fuera un bote neutral.

Si tienes ganas de jugar al fútbol, una reina Victoria es suficiente para saciar tu apetito; tocas mucho el balón, te desmarcas, regateas, corres sin parar puesto que no hay tregua, y aparecen ocasiones de gol constantemente. Además, si ya tienes unos años, volver de esta forma a la niñez es reconfortante.

No he vuelto a jugar al fútbol desde entonces. Las vivencias de esa tarde madrileña de marzo siguen nítidas en mi cajón de evocaciones futboleras; me causa cierto asombro el que mis últimos minutos como jugador los haya desarrollado en Madrid, fuera de mi tierra, jugando con un madrileño, un catalán de Mataró, un cordobés y un malagueño. Y por supuesto, sin saber que iba a ser mi última participación oficial en el mundo del fútbol. Me causa asombro asimismo que mis últimos movimientos como futbolista los haya dado en un juego típico de la infancia, de la mía por lo menos, como si de una regresión a la niñez más ingenua se tratara. Mi despedida como jugador de un deporte per se puerilizado, fue participando en una reina Victoria, ejemplo todavía más paradigmático de juego infantil. Entré, por tanto, en un bucle interminable de infancia perdida, del que parecía no querer salir.

Posteriormente, he podido jugar pachangas y similares, pero simplemente, no me apetecía jugar no siendo joven. Ha sido algo natural, no premeditado. Creo que este deporte lo debo asociar por siempre a la niñez y a la juventud. Una vez superas estas etapas vitales, los pensamientos trocan hacia otras prioridades, y de alguna forma, no quieres pervertir el paraíso inmaculado de esas dos maravillosas épocas biográficas con las acometidas de la madurez.

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