ELEGÍA PARA HVÍTURSTROND


Bebed, hijos del hielo,

que en la sangre duerme el canto.

Bebed, antes de la aurora,

que el hambre os devuelva al barro.

Bebed, que la boca del mar se abre,

y su aliento es promesa y herida.

Bebed, que el frío no mata:

moldea, cincela, reclama.

Bebed, que la carne es un himno,

y los huesos, su partitura.

Bebed, y que vuestra lengua se funda

en el verbo de aquel que duerme.

Bebed, y sed vaso.

Bebed, y sed ofrenda.

Bebed, y sed hambre.

Bebed. Bebed. Bebed.


El invierno de 1928 no llegó: se incrustó. Se clavó en Hvíturstrond como un cuchillo de hielo en un ojo. Para octubre, las casas eran jaulas de madera podrida, los alientos, jadeos de bestias acorraladas. El hambre —ese cirujano sin bisturí— les abría los vientres con sus uñas de silencio. Primero, los perros. Primero, sus lenguas lamiendo manos que luego los estrangularían. Primero, sus huesos cocidos en agua de nieve sucia, sus costillas flotando como larvas pálidas. Después, los muertos. Después, las tumbas violadas a mordiscos, las uñas arrancando tablones podridos, los dientes royendo tobillos momificados. Después, los cráneos: cuencos pulidos con saliva desesperada, llenos de caldo de uñas y cabellos, bebidos con risas que sonaban a dientes quebrados.
Pero la juventud. Esos cinco locos de sangre caliente y cerebros inflamados de leyendas estúpidas. Cinco que escupieron al viento polar. Cinco que juraron carne fresca. Cinco que partieron al mar congelado con arpones oxidados —óxido que goteaba como la bilis de un leviatán agonizante — y lámparas de aceite de foca cuyo humo olía a pústulas reventadas. Cinco que gritaron «focas», «ballenas», «gloria». Cinco que no sabían que el mar no era mar, sino la costra de una herida.
Solo regresaron dos. Dos bocas torcidas en sonrisas de pescado, dos pares de ojos que reflejaban algo más profundo que el abismo. Traían algo. Algo que palpitaba. Algo que cantaba. Algo que empezó a pudrirlo todo antes siquiera de cruzar la puerta.
Aquel «algo» emergió con ellos.
Aquellos dos sobrevivientes no caminaban: arrastraban la noche polar en sus tobillos. El Alto ya no era hombre: era un mástil de carne podrida, su espina dorsal curva perforándole la nuca como un cuerno de pesadilla. El Cicatrizado respiraba a través de las costras —negras, brillantes— que le sellaban los orificios nasales; su rostro, un mapa de pústulas que estallaban en geiseres de pus congelado. No traían carne. Traían eso: una vejiga de morsa hinchada hasta casi reventar, atada con tripas que susurraban «bébeme, bébeme» en noruego invertido. Dentro, el líquido. Verde. Negro. Verde. Negro. Un parpadeo epiléptico que quemaba las retinas. No era líquido: era una larva. Una masa gelatinosa que se adhería a los bordes de la vejiga, dejando cicatrices en forma de runas.
Hablaban. O algo hablaba a través de ellos. Sus bocas no se movían al ritmo de las sílabas; sus voces venían de detrás de sus dientes, de debajo de sus uñas, del hoyo donde antes latían sus corazones. Palabras noruegas retorcidas en espirales, mezcladas con gruñidos que hacían sangrar los oídos. Y las sombras… ah, las sombras. Danzaban sí, pero no al son de las lámparas. Se contorsionaban como gusanos en salmuera, dibujando en el aire los contornos de aquello que se erguiría en la plaza: monstruos de mandíbulas infinitas, amantes de carne compartida, madres con vientres de hielo.
Bajo el hechizo de aquellas sombras danzantes, el pueblo bebió.
Bebieron.
Bebieron como perros que lamían el sudor de un dios moribundo.
Bebieron con las tripas retorcidas de hambre y las pupilas dilatadas de pánico.
Bebieron hasta que el líquido —él, la cosa verde-negro, el parásito con dientes de agujero negro— les reventó las córneas en llanto de pus ámbar.
Bebieron.
Y el líquido bebió de vuelta.
Primero fue la lengua: se les desprendió de la boca, reptando por sus barbillas como sanguijuelas ebrias, dejando un rastro de baba fluorescente. Luego, los dientes: se fundieron en púas de marfil retorcido, perforando mejillas y labios en sonrisas de mártir invertido.
Bebieron, y sus venas se iluminaron bajo la piel, trazando mapas de ciudades malditas donde algo respiraba bajo los cimientos. Bebieron, y sus vientres gestaron tumores que cantaban nanas en noruego antiguo. Bebieron, y firmaron un pacto escrito en bilis y esperma congelado.
Todos.
Todos menos el niño.
La madre —la Bruja-Sal, la que olió la mentira en el aliento de los cazadores— lo había escondido en un barril de salazón vacío. Un refugio que olía a fauces de leviatán varado, a susurros de abismo marino. Ella, con sus ojos de loba preñada, vio lo que el líquido realmente era: un huevo. Un huevo de tentáculos y dientes, incubado en el útero del mar congelado. Y los cazadores… sus risas no eran risas. Eran invocaciones. Cada carcajada tallaba runas en el aire, runas que sangraban hielo negro y atraían eso desde las profundidades, la cosa que masticaba el casquete polar como costra de herida infectada.
Cuando el reloj golpeó la hora innombrable, el líquido se alzó. No dentro de ellos, sino a través de ellos. Los aldeanos se desnudaron de humanidad: pieles desgarrándose en espirales, bocas multiplicándose como setas venenosas, huesos crujiendo en fractales de violencia geométrica. Se abrazaron, sí, pero con bocas abiertas y lenguas afiladas, lamiéndose las heridas en un éxtasis de canibalismo sagrado. Los cazadores, ahora sumos sacerdotes de carne torcida, dirigían el coro con silbidos de tráqueas perforadas, mientras el líquido —ÉL, SIEMPRE ÉL— se arrastraba hacia el mar, dejando un rastro de membranas pegajosas que brillaban como córneas gigantes.
Y en el barril, el niño sintió el primer picor.
No en la piel.
En el alma.
Sus uñas verdes brillaban.
Y reía.
Reía como los cazadores.
Aquella risa resonó como un disparo en la noche, y las pieles comenzaron a caer.
No cayeron: se ofrendaron.
Cada poro era un altar, cada desgarro un himno. Se desprendieron en láminas de vitral sangriento, revelando no carne, sino geografía infernal —cordilleras de tendones palpitantes, ríos de grasa amarilla que fluían hacia un sol negro incrustado en los ombligos—. Los aldeanos, ahora congregación, inhalaban el éxtasis que brotaba de sus propios pulmones: un vapor dulce como miel de tumba, espeso como semen de ballena moribunda. Olía a parto y a carroña perfumada. Olía a verdad.
La danza comenzó. No un caos, sino una liturgia.
Mordieron, pero no carne: símbolos. Cada mordisco trazaba un pentáculo en los hombros, un ouroboros en los muslos. Copularon, pero no con cadáveres: con ideas. Cuerpos descongelados que penetraban con falos de hielo astillado, sombras que parían larvas de sonido al gemir. Tallaron runas en sus fémures, sí, pero no con herramientas: con deseo. Las uñas eran inútiles; usaron los dientes, las lágrimas ácidas, los orgasmos que quemaban como ácido. Y las runas, ahora vivas, gritaban en idioma de Él: «Ven. Ven. Ven. El hielo se resquebraja. El banquete aguarda».
Los cazadores —Porta-Voces, Sacerdotes del Ojo Hueco— no dirigían: distorsionaban. Sus voces multiplicadas no eran sonido, sino presión. Cada sílaba quebraba costillas, reventaba tímpanos en lluvia de cristal hirviente. Sus ojos perforados… ah, sus ojos. Por esos túneles sin fondo se colaba el infierno: paisajes de estómagos infinitos digiriendo constelaciones, lunas de carne girando alrededor de un núcleo de dientes. Y sus risas… no, no risas: erupciones. Gritos de hielo que escupían esquirlas afiladas, dibujando cicatrices en el aire que sangraban aceite negro.
La luna negra no observaba: alumbraba el camino. Su luz —una lepra plateada— fundía las carnes en arcilla maleable, mientras el viento, cómplice y amante, soplaba partituras de hueso roto. Las pieles desolladas, ahora velas de un barco fantasma, navegaban hacia el mar. Hacia Él. Hacia la Boca que masticaba el horizonte.
Y en algún lugar, bajo la tierra, el tótem de madera retorcida sudaba un licor que sabía a futuro.
Ese futuro latía ahora en las venas del niño, mientras la madre lo veía todo.
No con los ojos. Con el vacío donde antes latía su miedo.
La turba convergió en la plaza, arrastrándose sobre raíces umbilicales que brotaban de sus vientres, gruesas y palpitantes, conectándolos al tótem. El Tótem-Cordón, un espasmo de madera viva cuyas raíces no eran raíces, sino venas umbilicales que se hundían en el hielo, perforando la corteza terrestre hasta llegar al vientre de Él. La criatura abisal. El feto cósmico. El gran hambre. El tótem latía, inflándose y desinflándose como un útero invertido, bombeando savia negra desde las profundidades hacia el pueblo, y devolviendo ofrendas —sangre, despojos, almas trituradas— al monstruo a través de sus raíces-cordón.
Doce figuras.
Las figuras no eran humanas: eran extensiones. Apéndices del tótem, marionetas de carne cuyo ADN se deshilachaba en espirales de hielo y bilis. Sus bocas no cantaban: traducían.
Convertían los rugidos del mar en salmos que fracturaban los huesos del aire. Flotaban, sí, pero no por magia: porque el tótem las sostenía con cordones umbilicales secundarios que se enredaban en sus cuellos, torsos, cavidades oculares, tirando de ellas como a títeres suspendidos sobre el abismo.
Y ella.
La decimotercera figura: era la placenta. Su cuerpo desollado brillaba con líquido amniótico cósmico, su herida-puerta abierta de par en par como un canal de parto invertido. Por ella emergían frutos del Tótem-Cordón: criaturas de ámbar con dientes de tiburón fetal, gusanos que llevaban rostros humanos en cada segmento, uñas que crecían hacia adentro formando órganos rudimentarios. Sintió un tirón, no en el cuerpo: en el cordón invisible que la unía al tótem. El mismo que, en algún momento, había conectado a su hijo a su vientre.
La aurora inexistente no era luz: era contracciones. Espasmos en el cielo que expulsaban un resplandor violeta sobre la plaza. Donde golpeaba, la piel se convertía en membrana translúcida, los huesos en cartílago blando. El tótem, en respuesta, se curvaba como una madre en labor, sus raíces-cordón retorciéndose y gimiendo mientras bombeaban el alimento —embriones de ballenas con cabezas de niño, líquido de médula fermentada, lágrimas de estrellas agonizantes— hacia las fauces del monstruo submarino.
La madre sintiendo el tirón en su ombligo. Una conexión ancestral, primitiva. Miró hacia el mar y vio el hielo resquebrajarse bajo el peso de algo que ascendía, algo que llevaba su ADN mezclado con el del tótem. Y supo, entonces, que el niño jamás volvería a ella.
Ya no era solo suyo. Algo más lo reclamaba. Algo que despertaba en su canto. Las uñas verdes del pequeño ya perforaban el barril. Y cantaban. Y el canto no era suyo.
Su canto era el latido final del ritual.
Los cazadores no sostenían cabezas: sostenían instrumentos litúrgicos.
Cabezas decapitadas, sí, pero transformadas: bocas cosidas con hilo de tendón, orejas rellenas de salmuera sagrada, cuencas oculares donde ardían velas de grasa infantil. Cantaban. No con voces, sino con huesos. Cada mandíbula castañeteaba una nota, cada cráneo resonaba como caja torácica de ballena maldita. No era un canon: era un salmo invertido, un Dies Irae cuyas estrofas dislocaban rótulas y desgarraban tímpanos en ofrenda acústica.
Cantaban.
Cantaban.
Las sonrisas eran de yesca y nostalgia: dientes de leche implantados en encías marchitas, labios embalsamados en miel radioactiva. Pero los ojos… Los ojos eran altares vacíos. Pupilas dilatadas hasta ser pozos sin fondo, donde nadaban larvas con rostros de niños desaparecidos. Y en esos pozos, el reflejo: el tótem, ahora columna vertebral de la silueta titánica, y Él, la cosa que usaba el tótem como rabo, como cordón umbilical, como pene dentado clavado en la tierra.
La silueta no se arrastraba: se multiplicaba.
Cada diente era un planeta de dientes menores, cada garra una galaxia de garras microscópicas. Su hambre no era metáfora: era geometría pura, una espiral áurea de fauces que se devoraban a sí mismas y regurgitaban universos en forma de estómago. Donde sus tentáculos (¿eran tentáculos? ¿Eran raíces? ¿Eran himnos solidificados?) rozaban el hielo, el mar se convertía en espejo líquido, reflejando al pueblo no como humanos, sino como gusanos de luz verde retorciéndose en un ojo divino.
Los cazadores, ahora sacerdotes del canon fractal, giraban en círculo. No sobre la nieve, sino sobre un mar de dientes de leche que brotaban del suelo como hongos de esmalte. El tótem, extensión carnal de la silueta, sangraba por mil poros, regando la tierra con un néctar que olía a placenta quemada. Las cabezas-cantorales, en éxtasis, aceleraban el ritmo. Cada «Aleluya» distorsionado era un paso más cerca del Banquete.
Y en el centro del círculo, la madre vio la verdad:
Las cabezas no cantaban para invocar a la silueta.
Le cantaban al niño.
Sus uñas verdes ahora brillaban al compás.
Ese compás marcó el ritmo del fin.
Un último instante de quietud.
Un suspiro colectivo.
Y entonces,
el vapor entró.
No se filtró: invadió.
Serpentinas de néctar denso, gusanos de vapor que perforaron el barril. Treparon. Por sus fosas nasales. Por sus orejas. Por el blando hueco entre sus costillas. El niño tosió. Y al toser, rió. Una risa aguda, estridente, que rajó la madera del barril en cruz. Una risa que no era suya: eran voces, docenas, superpuestas. Voces de ancianos ahogados. De madres parturientas. De algo sin labios que susurraba «ven, ven, ven» desde el centro del mar.
Sus uñas.
Verdes.
Hablando.
Brillaban en código. Pulsos luminiscentes que atravesaban el hielo, trazando mapas en la piel de la silueta titánica. Cada destello era una sílaba. Cada oscuridad entre ellos, un suspiro del monstruo. Las uñas crecían. No hacia afuera, sino hacia adentro, clavándose en sus yemas, inyectando mensajes en su torrente sanguíneo: «Eres puerta. Eris himno. Eres hambre».
El barril no era refugio.
Era útero.
Madera convertida en membrana translúcida, rezumando líquido amniótico negro. Costillas del niño fusionándose con las duelas podridas. Pulmones llenándose de algas brillantes. El vapor ahora danzaba en sus venas, y el niño —¿era aún niño?— abrió la boca.
No para gritar.
Para cantar.
Una nota.
Verde.
En la plaza, el tótem sangró hielo derretido.
En el mar, la silueta abrió su boca de espiral infinita.
Y en el útero-barril, algo nació.
Algo que nunca había sido niño.

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