Los que juegos que nunca olvidas

Los que juegos que nunca olvidas

Alruvaro

23/02/2025

Cuando eres niño, si no sales, te cortan las alas. Al menos, en mi generación, el barrio donde crecí aún respiraba cierta inocencia. No había tanta criminalidad, y el mundo parecía limitarse a la manzana de casa. Yo era un niño inquieto, poco adaptado, hasta que un día me atreví a salir. Fue cuando aprendí a montar en bicicleta. Me costó, claro. Las rodillas aún guardan las cicatrices de aquellas caídas, marcas que hoy me recuerdan que el aprendizaje duele, pero también libera.

Con la bicicleta, el mundo se expandió. Ya no estaba atrapado en esa manzana. Con los niños del barrio, hacíamos carreras. Un niño con bicicleta era un niño feliz. Yo soy de esa generación, los millennials, los que nacimos entre 1981 y 1996. Somos los que nos adaptamos a los cambios, los que vimos cómo el mundo se transformaba a velocidad de vértigo. Pero antes de todo eso, éramos simplemente niños. Niños que jugaban a las canicas, al fútbol, al trompo. Juegos clásicos, heredados de la generación de nuestros padres.

Yo era un perdedor. No lo digo como una exageración. Era el perdedor número uno. Cada trompo que compraba terminaba en «la cocina». Así le llamábamos al lugar donde el trompo perdedor era colocado, listo para recibir el castigo: una piedra, o una roca, lanzada con toda la fuerza que el ganador pudiera reunir. Si tu trompo era de pino, quizás sobrevivía. Si no, se hacía añicos. Y yo perdía, una y otra vez.

Lo mismo pasaba con las canicas. Siempre pensé que tal vez tenía un problema de coordinación. «¿Cómo puede ser que sea tan bueno perdiendo?», me preguntaba. Era frustrante. Perdí trompos, perdí canicas, perdí horas y horas de juego. Pero algo dentro de mí no se rendía. Quería ser yo el que destrozara trompos, el que ganara canicas, el que llenara botellas con esos pequeños tesoros de cristal.

Y entonces, algo cambió. No de la noche a la mañana, sino después de meses de práctica. Meses de caídas, de intentos fallidos, de frustración. Pero también de determinación. Porque para un niño, jugar no es solo diversión; es su trabajo, su forma de entender el mundo. Y yo me tomé ese trabajo en serio.

Llegó el día en que todo cobró sentido. Ya no era el perdedor. Ahora era yo el que rompía trompos, el que ganaba canicas. Llené tres botellas de dos litros con bolitas de colores. Me llamaban «puntero» porque acertaba a la primera. Nadie quería jugar conmigo; era demasiado bueno. Y aunque suene a algo pequeño, para un niño de siete u ocho años, eso era un sueño hecho realidad.

No nací con el don de la precisión. No era un prodigio. Simplemente me obsesioné con mejorar. Practiqué hasta que mis manos y mi mente memorizaron cada movimiento. Y eso me enseñó algo que llevo conmigo hasta hoy: la práctica lo es todo. No importa si hablamos de un juego de niños o de las grandes metas de la vida adulta. Si le dedicas tiempo, pasión y esfuerzo, puedes lograr lo que sea. Pero hay una condición: tienes que tomártelo como un juego. Tienes que sentir que en tu pecho arde algo, una llama que te empuja a seguir, a mejorar, a ganar.

Hoy, cuando las cosas no salen como espero, cuando el peso del mundo me hace sentir pequeño, recuerdo aquel frasco de canicas. Está ahí, en el mueble de documentos, en un rincón de la habitación. Un recordatorio silencioso de que, alguna vez, fui un niño que no se rindió. Y que, si pude llenar esas botellas, puedo con lo que sea.

                            Alruvaro

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