«El Cielo de Chinto: Un Viaje Místico hacia la Alegría»

«El Cielo de Chinto: Un Viaje Místico hacia la Alegría»

Me llamo Jacinto Roque, mis amigos me llaman Chinto, y al abrir mis ojos, me encuentro en un lugar maravilloso que resuena con memorias. El canto de los pájaros despierta recuerdos de la hacienda de los Añez; el murmullo del río acaricia mi alma, y el eco de los pasos sobre el puente de hierro de los hijos de Elda llena mi corazón de nostalgia. Aquí, el sol brilla radiante, y las casitas adornadas con flores me hacen sentir en un sueño.

Mientras me acerco, la música de mi padrino Chico y el señor Hilarión me envuelve, pero lo que me sorprende son los ángeles de alas resplandecientes que tocan melodías celestiales. Entre ellos, tres angelitos danzan tomados de las manos, y mi alegría se eleva al ver a mi hermano Carlitos y a mi primo Adelis bailando junto a ellos. Después de días de incertidumbre desde que salieron en su moto, ahora están aquí, llenos de risas.

Desde las casas emergen familias, coronadas de fragantes claveles, como los que cultiva doña Angélica. Todo el mundo está vestido con sus mejores galas, celebrando como si fuera diciembre, desbordando felicidad. Me siento en una piedra pequeña, observando la festividad, buscando comprender mi presencia en este lugar mágico.

De repente, noto que las coronas de flores brillan con un dorado resplandor, llenándonos de luz. La música resuena aún más fuerte, y mis pies, torpes al principio, comienzan a moverse al ritmo de la danza. Un ángel se acerca a mí, toma mi mano y pronuncia mi nombre de una manera nunca antes escuchada, llenándome de ternura. Me dejo llevar por la melodía y todos me rodean con abrazos.

Ellos me preguntan  por las buenas personas de nuestra  Comarca El Corozo, les digo que todos están bien, sembrando plantitas ahora que ha llegado el tan esperado invierno. Curioso, indago sobre mi ubicación, y el ángel sonríe y responde: “Chinto, ¡estamos en el Reino de los Cielos!”

La fiesta avanza y algo extraordinario ocurre: cada persona se va iluminando con una luz radiante que brota del corazón de los tres ángeles. Me rodean muchos niños que ríen y juegan, llenándome de asombro y alegría. Me doy cuenta de que el dolor de cabeza por el accidente en bicicleta y las raspaduras de mis rodillas han desaparecido. Al mirar hacia la vasta laguna, veo mi reflejo con una corona de hojas verdes que se transforman lentamente en dorado.

Con cada día que pasa, la nostalgia por El Corozo se desvanece, aunque a veces me abruma el deseo de ver a mis amigos. Mientras tanto, una señora de velo colorido y una aureola con doce estrellas me llama: “Chinto, ven a comer con nosotros.” Su sonrisa es familiar, evoca la calidez de mi madre Chaya. Corro a sus brazos y me lleva a una gran sala adornada con los cuadros del señor Adhemar González.

En el centro, una mesa redonda rebosa de manjares: hallacas de caraotas, sancocho de gallina, tortas de Violeta y dulces de Semana Santa. La comida es abundante, y siempre nos sirven primero a los niños. Un ángel llega con un olletada de pastel de macarrones, y mi dulce favorito, el curruchete. En esta mesa, todos compartimos y reímos.

Un niño que sirve a la mesa me llama la atención. Pregunto a la señora quien es él, y me responde con amor: “Es tu hermano mayor, mi querido Chuysito.” Reconozco su rostro. “¡Claro!” exclamé. “Y tú eres la Virgencita María”. Ella me instruye que vaya a saludarlo, y así lo hago entre risas y juegos. Cuando me ve, extiende sus brazos. Sus manos tienen cicatrices, y su voz, tan entrañable, recuerda a mi abuelo Jacinto alzándome como un caballito.

“¡Mi pequeño Roque!”, me dice con entusiasmo. Así, al alcanzar el cielo, me siento por fin en casa, en un lugar donde el amor y la alegría nunca terminan. Es un lugar de abrazos y reencuentros. El Reino de los Cielos es todo lo que soñé: un espacio de risas, recuerdos y comidas deliciosas, donde cada latido del corazón resuena con esperanza infinita.

«Y el corazón a cada latido amanece una esperanza nueva que tiene algo del cielo», pensé mientras la música seguía envolviéndonos, y yo, Jacinto Roque, sabía que este era mi hogar eterno.

La Fiesta de Luz

En la danza suave de luces brillantes,
los ángeles ríen, su amor nos abraza;
cada ser radiante, en juegos vibrantes,
brotan risas dulces, la pena se pasa.

Niños en juego, inocencia dorada,
con corazones que el dolor han olvidado,
mi reflejo en la laguna encantada,
corona de hojas, lo eterno soñado.

Y en la mesa florece la abundancia, hallacas,
dulzura, sancocho y alegría,
una señora me llama con confianza:
«Chinto, ven aquí, comparte la vía.»

Así en la fiesta, la vida respira,
entre risas y manjares, el alma delira.

Rerre el Cielo no es aburrido.

Freddy Araujo A

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