La Desaparición De Quique

El misterio aquí ocurrido en el pasado convierte a este caso en un asunto de veras peliagudo. Este es el pensamiento que me aborda según subo los escalones rumbo a casa de Magdalena, situada en un precioso pueblo de Albacete, plagado de historia y leyendas. ¿Cómo pudo pasar? Resulta difícil creer que una desaparición, como la ocurrida allá en 1975, pudiera producirse en este pequeño bloque de viviendas. No tiene más que tres plantas con tres puertas en cada una de ellas, solo separadas por ocho escalones y un pequeño rellano. Un total de nueve hogares, cuyas familias estrenaron estas mismas casas a principios de los años sesenta. Estos vecinos llevan juntos media vida; los cabezas de familia de aquel año, 1975, eran los hijos o las hijas de los primeros propietarios y así sucesivamente. Un total de veintidós personas sometidas por entonces a toda clase de interrogatorios y registros sin éxito alguno.

―Buenas tardes, ¿Magdalena? 

―Sí, soy yo. Gracias por venir. Pero ¡entra! ¡Entra! Tomemos un café y te pongo al día de lo que nos sucede. Bueno, mejor dicho, me sucede. Porque ya lo ves…, estoy sola. Nadie más ha querido involucrarse en esto. Quejarse y darle bombo, sí. ¡Eso sí! Ahora, lo de complicarse la vida y ayudar…, ¡eso ya es otra cosa! ―De esta manera me recibe Magdalena, la persona cuyo problema me ha traído hasta aquí.

―Gracias. Te agradezco ese café; para mí, un americano. Si no es mucha molestia, por favor. He hecho el viaje de tirón, sin parar, y no he tomado nada.

Sentados alrededor de una mesa de camilla, ya con la taza de café y unos mini croissants a modo de merienda, Magdalena comienza a contarme los extraños sucesos que la llevaron a buscar ayuda:

―Quiero dejarte claro que yo no he escuchado nada, ni he visto nada hasta ahora. A decir verdad, cuando esta historia comenzó, yo no me la creí; perdóname, pero nunca he creído en fantasmas. Para mí, era un simple chismorreo fruto de alguien con ganas de llamar la atención; viniendo de quien venía, ya le quitaba casi toda la credibilidad. No tengo nada en contra de la señora Satu, ¡lo prometo!, pero que todo esto surgiera de labios de esa mujer tan mayor, que encima se autodenomina vidente… Una tía que cobra cincuenta eurazos por echar las cartas del tarot a gente que no tiene ni para comer, y que luego la escuches presumir de cuantísimo ayuda ella y de cuántos favores nos hace a todos… Pues… ¡Lo siento! ¿Qué quieres que te diga? Luego, según fueron pasando los días y viendo cómo aparecían más vecinos contando lo mismo, lo reconozco, me aparecieron las dudas. Ya conoces la desgracia que sacudió a mi familia. Te lo conté cuando hablamos por teléfono: mi hermano desapareció un mes de mayo de 1975 y nunca más volvimos a saber de él. ¿Cómo no me va a tocar la fibra, escuchar a esta gente, comentar eso que juran y perjuran haber oído? Terminaron por llamar mi atención, como llamarían la de cualquiera que haya sufrido la desaparición de un ser querido.

―¿Por qué crees que lo que cuentan los vecinos está relacionado con la desaparición de tu hermano? —pregunto ilusionado, pues llevo meses trabajando en la idea de involucrarme en el triste tema de las personas desaparecidas y, quizás, pudiera ser este un buen caso para empezar a poner en práctica mis primeras, y seguro que erróneas, ideas.

―Por eso mismo, por lo que cuentan que oyen. Yo solo recuerdo oír decir a mi hermano una de esas palabras que aseguran haber oído los vecinos.

―¿Cómo recuerdas a tu hermano? ¿Era mayor que tú?

―Sí, cuatro años mayor. Yo lo recuerdo como lo podría recordar cualquier niña de ocho años. Esa era mi edad cuando mi hermano Quique desapareció. Él había cumplido doce tres días antes. No tenía estatura como para prever que fuese a ser un chico alto, ni tampoco era corpulento; más bien flaco, vamos, un piltrafilla. Me acuerdo mucho de su pelo: tenía un pelo precioso, rizado, negro, con un brillo muy bonito. Ese día vestía un polo gris con rayas rojas y unos pantalones cortos. ¡Cuánto pudimos jugar juntos! Jugaba a todo lo que le pidieras; jugar y dibujar eran sus pasatiempos. Le encantaba pintar búhos y pájaros. Tenía póster, dibujos y fotos de búhos por todos lados. ¿Y la calle? La calle era el súmmum para él. Si a Quique le mandaba mi madre bajar veinte veces a veinte mandados, veinte saltos de alegría que pegaba: le pirraba la calle, correr por ella y, ¡eso sí!, por muy cerca que estuviese la tienda, la farmacia o donde le llevase el mandado, a él no le esperaras antes de media hora. Cuando al fin regresaba, mi madre se hacía la enfadada y le regañaba por tardar tanto, pero en el fondo sabía que así el chico se desfogaba y estaba tranquilo; la casa se le caía encima y se ponía muy nervioso si no salía.

―¿Y de aquel día? ¿Qué recuerdas del día que desapareció?

―Aún me acuerdo de aquella tarde: mi madre nos mandó a los dos a un mandado; tenía una de sus fuertes jaquecas y no quedaban aspirinas. Yo me negué. Bueno, no veas, ¡me puse como una fiera! Estaba acabando una figura de plastilina y para mí nada había más importante en ese momento. Mi madre se ve que, con un dolor de cabeza insoportable, no quiso entrar en polémicas y me dejó por imposible. Prefirió rehuir una discusión que, aunque al final consiguiera convencerme, de todas todas agravaría su dolencia. El caso es que yo me encerré en mi habitación, sin querer saber nada de nadie, y Quique se fue solo. Me arrepentiré toda mi vida y me acuerdo de él todos los días. Todavía hay ocasiones donde creo oírle llegar al rellano y como una tonta espero verle entrar por esa puerta. Aquel día yo me di cuenta de que tardaba mucho en regresar y fui a decírselo a mi madre, pero la vi fatal: sentada en una silla de la cocina, hasta lloraba la pobre, a causa del fuerte dolor de cabeza. Luego, papá estaba en la obra trabajando, así que tampoco se podía contar con él. De hecho, no se reaccionó hasta que papá no llegó a casa. Se tardó un mundo en reaccionar. Fíjate, tal vez si hubiese bajado con Quique, juntos hubiésemos podido zafarnos del secuestrador. Porque fue un secuestro. Un secuestro cometido por alguien de aquí, de esta casa. ¡Estoy segura! ¿Qué otra cosa pudo ser si no? Por eso relaciono yo lo que cuenta “Satu” y otros vecinos con la desaparición de mi hermano.

―¿Y la policía qué dijo?

―La policía nos volvió locos a todos. Interrogó a todos los vecinos cuatro o cinco veces. A mí también, con ocho añitos, me hicieron preguntas. Registraron todas las casas, todos los negocios y otras viviendas que los vecinos tenían por ahí. Varios de ellos, incluido mi padre, pasaron días enteros en la comisaría. Pusieron el bloque patas arriba. ¡Claro! ¡A ver, es su trabajo! Yo lo entiendo: sale un niño de su casa y tres mujeres que están sentadas en la entrada del portal, fuera en la calle, no le vieron salir. Imagínate, una vecina sentada a la derecha de la puerta del portal, otra a la izquierda y la otra justo enfrente, ahí, las tres cotilleando desde rato antes de que mi hermano saliera de casa, y las tres juran y perjuran que no le vieron salir. ¿Cómo te comes eso? No se podía salir del bloque sin pasar por delante de ellas porque no había otra salida. Es imposible que no vieran nada. Para mí, mintieron. Y esta fue toda la investigación: a mi hermano nadie le vio y, bueno, que ya hablarían con nosotros cuando hubiese novedades. Vamos, que se lo tragó la tierra. Yo siempre he dicho una cosa: si realmente no llegó a pisar la calle, sería porque alguien le cogió en las escaleras y le metió en su casa, ¿no? ¡No hay otra! El caso es que mira los años que han pasado ya desde la desaparición, y ni mi hermano apareció, ni se culpó a nadie. Por cierto, van a ser las diez, la hora donde dicen los vecinos que escuchan esas cosas.

En mi opinión, relacionar una desaparición ocurrida en mayo de 1975, con algo acontecido en junio de 2024 me parece aventurar mucho. De todas formas y sin más comentarios, nos encaminamos hacia el portal. Según bajamos las escaleras, noto movimiento tras las puertas de algunos pisos. Son vecinos observando por la mirilla en el amparo de sus casas, tratando de no perderse detalle. Quise hablar por teléfono con alguno de ellos antes de venir, sin embargo, de forma extraña y con una actitud un poco fuera de lugar, se negaron en redondo. No lo entiendo, ¿dices escuchar la voz de un niño desaparecido por la escalera y cuando te preguntan por los detalles, tomas la callada por respuesta? No sé, daba la sensación de que les aterraba hablar, aunque sus mismas evasivas les delate: aquí hay quien sabe mucho de la desaparición de Quique, de las extrañas voces y quizás, eso que saben, les esté haciendo hasta daño.

Justo cuando llegamos al portal, en mi móvil suenan los dos pitiditos que anuncian las horas en punto. Aun así, decidimos esperar cinco minutos antes de ponernos en marcha. Tiempo suficiente para concentrarme, sacar la linterna de la mochila y encender las grabadoras. Aunque en la calle el sol se empeña en no retirarse todavía, en el portal sin la luz artificial ya no se ve absolutamente nada. Además, según afirma Magdalena, subiremos por tramos de escalones donde hay bombillas fundidas. No hay razón para trabajar a oscuras, así que, tras apretar el interruptor, comenzamos a subir peldaños en completo silencio. La escalera es fácil, los escalones son bajos y resulta bastante cómoda de recorrer. Tampoco se trata de llegar a un piso en concreto; nuestro objetivo consiste en comprobar si de veras se escucha esa misteriosa voz, y en caso de que Magdalena la reconozca como de su hermano, tratar de darle solución.

De repente, a poco de alcanzar el escalón superior del primer piso, noto cómo alguien sube detrás de mí. Le tengo tan cerca, que por momentos su mano y la mía se rozan en el pasamanos, y la sensación resultante no es nada agradable. Al girarme, no veo a nadie, pero su presencia es tan evidente que Magdalena también se ha dado cuenta: titubeando, menciona sentir una extraña sensación, como si algo o alguien subiera a su lado. Yo sigo notándola detrás cuando, de pronto, ¡me agarra la camisa! Le tengo a mi espalda, sujetando mi camisa, de la misma manera que si jugando quisiera que le subiera los escalones tirando de él o de ella. Nosotros estamos ya en el primer rellano y lo que sea esto se mantiene quieto en el último escalón del primer tramo de la escalera.

Magdalena se da cuenta. Atónita observa la camisa estirándose hacia atrás. ¡Llevamos una presencia con nosotros! En un intento de consolidar el encuentro, pregunto quién es obteniendo el silencio por respuesta. Al girarme, la camisa se suelta, mientras la misteriosa presencia se precipita rauda escalones abajo dirección al portal, provocando una corriente de aire gélida que a punto está de arrastrarnos con ella. Sin quererlo, debo de haberle asustado y esto es lo peor que nos podía pasar. Puede haberse ido. Si es así, ahora se tomará su tiempo y durante un rato, imposible de calcular, no le notaremos. La luz se apaga, pero, gracias a Dios, al apretar el interruptor regresa instantánea, en tanto que mi compañera de caso, agarrándose a mi brazo, comienza a gritar:

― ¡Mira! ¡Quique! ¡Quique! ¿Eres tú? Soy yo, Magdalena, tu hermana.

Nadie contesta. Magdalena cree haber visto una figura. Una forma humana, borrosa y fea, oscilando inquieta de derecha a izquierda del portal hasta desaparecer. Yo no la he llegado a ver. Ahora no sabemos si continúa en el portal de forma imperceptible para nosotros. Sinceramente, es igual. Lo importante es que esa figura se acercó, se agarró a mi ropa, subió escalones al lado de Magdalena y permaneció unos segundos con nosotros, en definitiva, envió buenas señales. Dejó ver que no es un Alma enfadada, desesperada o deseosa de desatar la ira de los muertos contra alguien y esto hace que, por lo menos, podamos continuar más tranquilos. Aconsejo seguir subiendo, quizás así provoquemos que vuelva a dejarse notar. A veces, los Espíritus también necesitan tomarse su tiempo antes de interactuar.

Magdalena está nerviosa. Llega a tropezar un par de veces con los escalones por ir mirando hacia atrás. De golpe, ¡la corriente de aire fría pasa por nuestro lado ascendiendo veloz por la escalera! ¡Ha vuelto! El Espíritu regresa y se detiene en el segundo piso. La corriente de aire que provoca es sumamente fría y lleva consigo un silbido estremecedor. Desde aquí abajo notamos su presencia, ¡está una planta por encima de nosotros! Ahora… ¡Ahora una cabeza se asoma por encima del pasamanos…! Los dos la hemos visto. Deprisa, me apresuro a subir a ese segundo piso, pero algo me detiene provocando que rápidamente tengamos que apartarnos contra el pasamanos: ¡un objeto baja rodando ruidosamente por los escalones! Es una canica, una canica de cristal, similar a aquellas con las que jugaba yo de niño.

―¡Esa canica es mía! Yo coleccionaba canicas y esa recuerdo echarla en falta a poco de desaparecer mi hermano. —comenta Magdalena generando más incertidumbre al caso, justo cuando, desde arriba, saliendo de esa segunda planta, una hoja de papel cae despacio rumbo al suelo meciéndose suavemente. Reaccionando deprisa, y a costa de estirarme hasta sacar medio cuerpo fuera del pasamanos, consigo atrapar el papel en un acto de reflejos y esfuerzos que de seguro me costará varios días de friegas de alcohol de romero y analgésicos por doquier.

―¡Es el señor Mateo! Ese búho con gafas y una carpeta es el mismo búho que dibujó mi hermano. Ese dibujo es suyo, ¡seguro! Todavía tengo búhos iguales a este por casa; si hace falta, te lo demuestro. Se lo demuestro a quien sea.

Magdalena reconoce el dibujo impreso en la hoja atrapada in extremis del hueco de la escalera. Efectivamente, es la caricatura de un búho con aspecto simpático, tan bien diseñado y terminado que cuesta creerque nacieraa de la imaginación y el lápiz de un niño. Sin embargo, por debajo del búho también aparecen cuatro palabras que ponen el vello de punt.:

Quiero irme a casa.

―¡Mira, mira, mira…! Mira, chaval, ¡mira! Esa le… Mira, porque no podemos subir a casa. Si pudiéramos, te enseñaba los cuadernos de Quique. ¡Qué me aspen si esa no es su letra! ―comenta Magdalena, visiblemente superada por lo que acaba de leer.

Tras leer estas cuatro palabras, mi compañera rompe a llorar. Es normal, mucho está aguantando: cuando antes vimos asomarse una cabeza por encima del pasamanos, en ningún momento se acobardó y rehuyó subir conmigo al segundo piso a enfrentarse contra quien fuera; subía las escaleras más deprisa que yo… (Bueno, que también para subir unas escaleras más rápido que yo, tampoco se requiere de una gran formación física precisamente, ténganlo ustedes en cuenta.) El problema es que el misterio por el cual estamos aquí tiene toda la pinta de estar resolviéndose ya y, con ello, los inevitables y próximos sustos irán directos a sacudir bruscamente corazón y emociones. Sin duda, nos esperan unas pruebas difíciles de superar.

Magda, vámonos a casa. ―Suplica la voz de un niño retumbando por toda la escalera.

Y el primero de esos sustos no se hace de rogar. Acaba de surgir en forma de una voz infantil rogando por volver a casa. Era la voz de un niño terriblemente acongojada y tan impactante que me obliga a sufrir los golpes, arañazos y mordiscos de una Magdalena totalmente fuera de sí. Ella quiere subir, necesita subir a ese segundo piso y lo entiendo, ¡claro que lo entiendo!, pero así, de esta manera, no se lo puedo permitir. Por fin, no sin mucho esfuerzo y alguna que otra herida, consigo que se calme y hacerla entender que, por supuesto, subiremos ahora mismo, pero con sumo cuidado y nada de a lo loco. No sabemos si quién habla es verdaderamente su hermano. Puede ser que, aun siendo él, no esté solo y todo esto sea una trampa que nos haga encontrarnos de bruces con quien nunca queremos encontrarnos. Ahora mismo toca actuar con tranquilidad y cautela.

Peldaño a peldaño y con la mirada puesta en el siguiente rellano, Magdalena y yo subimos despacio al segundo piso. Se nota frío, ni mucho menos con la misma intensidad de cuando la corriente de aire pasó por nuestro lado, pero la temperatura en este tramo de escaleras es inferior a la existente en el descansillo de la primera planta. ―¡Vaya por Dios! ―la luz se nos acaba de apagar a poco de alcanzar el escalón superior. Seguramente, es solo a consecuencia de haber agotado los minutos programados para que permanezca encendida. Todo está en silencio y oscuro en el momento de situarnos en el rellano. No se escucha ningún ruido, ni sentimos nada, solo frío, mucho frío. Es como si hubiésemos entrado sin darnos cuenta en una burbuja que deja fuera sonidos, olores y sensaciones mundanas. En efecto, la luz regresa en el momento de presionar el pulsador. Sin embargo, no está. Aquí no hay nadie ni vivo ni difunto, seguimos igual de solos…

―¿Estás enfadada porque te cogí el bolindre? ¿Por eso no quieres que esté contigo? Te lo he devuelto… ¿Me perdonas? ―vuelve a decir la voz del niño.

―¡Ese es mi hermano! ¡Lo ves! Bolindre es la palabra que dicen escuchar la señora Satu y los vecinos. “Dile que tengo su bolindre.” Esa es la frase que dicen oír. Bolindre es una canica, aquí las llamamos así, bolindres.

―Quique, ¿dónde estás? Tu hermana y yo hemos venido a buscarte. Queremos saber dónde estás y qué te pasó. Muéstrate.

―No puedo. No me dejan. ―contesta el Alma del niño.

―¿Quién no te deja?

―Un señor. Es mi tatarabuelo.

―¿Qué te dice que hagas ese señor?

―Que nos vayamos ya. Pero yo no quiero. Va a venir mi mamá. Magda, ¿jugamos a las escondidas?

―¡Claro, cariño! Jugamos a lo que tú quieras. Pero antes dime, ¿dónde estás que no has vuelto a casa? ¿Dónde te has metido? Mamá no va a venir. Se fue al cielo a poco de desaparecer tú. Se equivocó de botella y bebió algo muy malo. ―responde Magdalena a punto de romperse.

―Aquí. Estoy esperando a mamá.

―¿Por qué esperas a tu mamá? ―pregunto yo ahora.

―Me dijo que la esperase aquí, que nos iríamos los dos juntos.

―¿Cuándo te dijo eso?

―Cuando íbamos a salir de casa para ir a la farmacia, me ha dado un vaso de limonada para que me lo bebiera y luego vinimos aquí, entonces me mareé mucho y me he dormido. Cuando venga Papá y se quede con Magda, viene y nos vamos a la farmacia. ¿Viene ya?

―¿Te dio una limonada, te mareaste y te quedaste dormido?

―Sí, es una limonada que te vuelve invisible. Ahora nadie me puede ver.

―¿Sabes por qué te dio tu mamá la limonada?

―Para que papá no me viera y no juguemos nunca más cuando nos quedemos solos. Yo no quiero jugar con él, me hace mucho daño por dentro del culete. ¿Cuándo viene mi mamá?

―Quique, necesitamos que nos digas ahora mismo dónde estás. Magdalena está llorando porque no te encuentra. ¿Dónde estás?

―En el cuarto del portal, escondido en la caldera del carbón, mamá me ha dicho que la espere aquí.

Aunque les prometo que lo intenté, fui incapaz de encontrar nada dentro de la caldera. Sin embargo, gracias al buen hacer de un hombre perteneciente a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, que todavía no entiendo cómo se pudo creer nuestra historia y dar la voz de alarma, tan solo tres horas después los restos de Quique eran hallados en el interior de la antigua caldera de carbón. Una caldera inutilizada desde hace ya bastante tiempo. Antes de todo eso, reconozco que mi primera llamada fue a emergencias: yo solo no pude animar a Magdalena. La pobre muchacha, en esa misma noche, aparte de llevarse la impresión de escuchar al Alma de su hermano, la tocó descubrir las salvajadas de un padre, fallecido hace años, al cual idolatraba. Por si fuese poco, también esa noche averiguó que su madre, indudablemente desesperada y sin encontrar otra manera de poner fin a la brutalidad de su marido, decidió terminar con la vida de su hijo y, días después, con la suya propia.

Para quienes deseen adentrarse en este mundo de los Espíritus, todo mi apoyo y ánimo; hay más trabajo del que parece, ya que, quien de veras tiene un problema de Fantasmas, en absoluto lo pregona.

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