El año 2020 marcó una etapa imborrable en la historia reciente, un tiempo de incertidumbre, soledad y dolor que puso a prueba la resistencia de la humanidad. Sin embargo, a medida que avanzamos y el recuerdo se difumina en la rutina diaria, corremos el riesgo de olvidar las profundas lecciones que aquel año nos enseñó. La pandemia no solo trajo consigo pérdidas irreparables y cambios abruptos en la forma de vivir, sino que también evidenció la fragilidad de la existencia y la necesidad imperiosa de cuidar de los demás.
Fue un año en el que la distancia física se convirtió en un puente para redescubrir la empatía y la solidaridad. La falta de encuentros presenciales impulsó nuevas formas de conectar: mensajes, videollamadas y pequeños gestos de apoyo se convirtieron en el sustento de relaciones que, a pesar de la adversidad, demostraron su valor. Aprendimos a valorar cada instante, a escuchar con el corazón y a comprender que la salud, la compasión y la unión son pilares insustituibles para construir un futuro más humano.
Hoy, en medio de la prisa por retomar la normalidad, es crucial detenernos a reflexionar. No podemos permitir que el olvido borre las enseñanzas de un tiempo que, aunque gris, nos mostró la fuerza interior y la capacidad de reinventarnos en medio del caos. Es un llamado a recordar que, en cada despedida y en cada silencio, se esconde la oportunidad de ser mejores, de tender la mano a quien lo necesita y de construir comunidades más solidarias.
“No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí.” (Juan 14:1)
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