Era de madrugada. Mamá estaba en la puerta esperando a papá y yo arriba durmiendo con mi cobijita azul. Cuando papá llegó, él y mamá empezaron a correr por la casa. Tomaron unas bolsas, me levantaron de mi cuna con mi cobijita y me metieron al asiento trasero del carro de papá.
Papá tenía prisa. Cerré los ojos un momento y, cuando los abrí, ya estábamos en casa de la abuela. Me gustaba ir donde la abuela porque me daba dulces, pero ese día ni siquiera me miró. Solo le dijo algo a mamá y me movió al asiento de adelante junto a papá, mientras colocaba a mamá con ella en el asiento trasero.
—¿Por qué mamá está acostada? ¿Está enferma? —pregunté, pero nadie pareció escucharme.
Papá arrancó otra vez. Iba muy rápido, como si estuviéramos en una carrera. En el asiento de atrás mamá decía “ya viene”. Miré por la ventana, pero la calle estaba vacía. Me estaba quedando dormida cuando escuché a alguien llorar atrás. Me estiré para ver, pero la abuela puso su mano en mi cara y me dijo que no mirara.
Papá frenó de golpe. Bajó la ventana y le dijo algo rápido a un señor. Luego, de repente, nos pusimos a seguir su carro, como en las películas.
Atrás, alguien lloraba. Llegamos a un edificio grande. La abuela se bajó, entró y regresó con una señora vestida de blanco que tenía una cuchilla en la mano, de las que usa papá para afeitarse.
—¿Qué le hacen a mamá? —grité. Pero nadie me respondió. Nadie me miró.
En ese momento, la abuela me quitó mi cobijita azul. Extendí la mano, pero la abuela ya había agarrado mi cobijita. La envolvió alrededor de algo que se retorcía y lloraba. Quise gritar que me la devolviera, pero la señora de blanco se llevó la cosa que lloraba.
Y con ella, mi cobijita azul.
Nunca jamás la volví a ver.
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