Esqueletito González

Esqueletito González

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16/02/2025

Parte una de ocho: preguntas rancheras.

Ya de chiquita, no había pregunta demasiado grande para mí, ni cachetada de igual tamaño de mi madre o de mis tías. O incluso de mis vecinas.

Pero es que hay muchas preguntas que no entienden de tamaño, ¿saben?

—¿Por qué tenemos que ir a la iglesia?

De verdad, ¿por qué? Las diosas ya estaban en mi casa, o en las de al lado.

—Porque es el día del señor, Lupita —respondía mi madre como si aquello tuviera sentido. ¿Qué señor?

Y el señor se escribe con mayúscula, por cierto. Figuren…

—Pero, ¿y qué?

De verdad, ¿y qué?

—¿Quieres que se enfade él, hija? Sus cachetadas son peores que las mías…

Por la manera en la que me vestía, mi madre parecía querer hacerme sentir la rabia de ambos.

—¿Y por qué tengo que llevar yo este vestido?

—¿Acaso no luces hermosa en él?

—Pero, ¿y por qué Alejandro no puede llevarlo?

Alejandro es mi vecino y él sí luce realmente hermoso en él.

—Alejandro no tenía que ponerse vestido, sino traje, ¿comprendes?

—¿Por qué?

—Porque Alejandro es un chico y tú una chica.

—Pero a él le gustan los vestidos.

—Hija, ya está bien de sandeces. Y cómete el desayuno que llegamos tarde a la iglesia.

Huevos… me despiertan más preguntas que hambre, la verdad…

—¿Y qué tiene de especial el huevo que ponemos fuera de la casa?

Por si no fueron mis vecinos, en la fachada de mi casa había un huevo pintado de rosa. Lo de dentro llevaba ahí más tiempo que lo que yo llevaba fuera del vientre de mi mamá.

—De especial nada, ese está maldito.

—¿Maldito? ¿Cómo?

—Encierra la oscuridad de nuestra familia.

—¿Y qué hay dentro?

—¿No escuchaste, hija? Oscuridad, una maldición…

—¿Una maldición?

—Sí, algo muy malo.

—¿Cómo de malo?

—Ay, hija, qué preguntas… Pues nadie lo sabe porque nadie nunca lo abrió y la que lo intentó salió malparada…

—¿Quién fue?

—Tu bisabuela Linda.

—¿Y qué le pasó?

—Pues que murió…

—Pero tú me dijiste que todos moríamos, ¿no es cierto?

—Bueno, pero esto es diferente, no solo murió su cuerpo sino también lo de dentro…

Esas palabras despertaron en mí una sensación que no había conocido hasta entonces y que aún hoy no alcanzo a comprender. Se me quedó un sabor raro en el cuerpo. Y en lo de dentro. Un sabor tan raro como me sabía el desayuno esa mañana.

—¿Y si se cayera el huevo?

—Pues caería una horrible maldición sobre la niñita que ose romperlo, eso pasaría…

Osada soy y cachetadas busco, así que después de engullir los huevos rancheros que estaban ante mí, tiré el huevo que estaba fuera de la casa. Lo dejé caer más bien. No yo, mi curiosidad más mal.

¿Y saben qué pasó?

Nada.

Otro día más.

Pero esa noche, esa noche es cierto que mi esqueletito dejó mi cuerpo por primera vez…

Parte dos de ocho: la flor en la mierda.

A medida que pasaron los años, fui floreciendo como mujercita, y encontré en la mierda que me servía de abono muchas de las respuestas a mis preguntas.

Por ejemplo, ya sabía que los días siempre empezaban y siempre acababan. Y sabía que cuando la noche llegaba, mi esqueleto dejaba mi cuerpo.

Sabía que todos y todas teníamos esqueletos, pero también sabía que no solían dejar la carne atrás por decisión propia.

Sabía que ir a la iglesia era necesario para arrepentirse de los pecados y que el mío necesitaría de muchos domingos.

Sabía que Alejandro tenía un secreto y sabíamos que también era pecado, así que no me pidas que lo cuente.

Alejandro sabía mi secreto. Y mi familia también. Y mis vecinas. Y tú.

—Ay, Lupita… La travesura te salió cara…

Lo sé. Muy cara, muy sin cara. Y solo era una muchachita…

Intenté vivir una vida normal, pero fue más mal que nor. Vivía cercada por familiares y conocidos. Vivía la vida de un animal de granja.

Recién cumplí la mayoría de edad, decidí romper la cerca. Romper se me daba bien, después de todo.

Le propuse al primo Valencio que me contratara en su antro. Era un lugar de insinuar, no de mostrar. Y él se mostró entusiasmado con mi idea, aunque no tanto con lo que hice de niña con cierto huevo maldito. No, con cierto maldito huevo, perdonen.

—Menudo disgusto le tuviste que dar a la tía, Lupita…

¿Y el mío qué?

Para los que veían la pantalla, yo era solo la silueta de un esqueleto contoneándose al son de la música. Detrás de ella, era solo un esqueleto.

Bailar me fascinaba de pequeña. Me permitía sentir y sacar lo de mis adentros y no sacar maldiciones de huevos. Bailar en el club esas noches, ya mayorcita, se convirtió en algo que hacía con mis adentros, pero no desde ellos.

Yo era más parte de la clientela del bar que estrella. Me veía escondida, solo insinuada. Y así era también en mi día a día, aunque de noche estuviese muy expuesta.

Cuando eres adulta ya no te propinan tantas cachetadas, pero las sientes igual. ¿Por qué tuve que crecer y salir de mi cuerpo?

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