El peso de su vida terrenal se desvanecía.

El peso de su vida terrenal se desvanecía.

«El Pequeño Padre Chuy»

En un modesto barrio de Valle Guanape, vivía un peculiar sacerdote conocido como el Padre Chuy. Su historia comenzó de manera curiosa, cuando siendo niño, jugaba a ser sacerdote con sus hermanas, usando sábanas como sotanas y galletas como hostias.

El tiempo pasó, y aquel niño que soñaba con servir a Dios, después de mucho sacrificio se convirtió en un humilde párroco que compartía la misma vida sencilla de sus feligreses. 

Un día, enfermo en el hospital, el Padre Chuy recordó aquellos juegos infantiles y sonrió. También cuando trabajaba en la Posada el Nidal de nubes y en una pequeña escuela en Esdovas, ayudaba en la cosecha, y siempre tenía tiempo para escuchar a todos. Su vida había sido exactamente como la había soñado de pequeño: simple, dedicada a los demás, sin lujos ni pretensiones.

«¿Sabes?», le dijo a la enfermera que lo atendía, «de niño jugaba a ser sacerdote, y ahora que soy uno de verdad, me doy cuenta de que la alegría más pura está en servir a los demás, igual que en aquellos juegos inocentes.» Entonces sus ojos se pagaron lentamente iniciando su viaje a la eternidad.

La historia del Padre Chuy nos recuerda que a veces, los sueños más simples son los que traen la felicidad más verdadera. 

Siempre Estamos en Fiesta

En una mañana nublada en La Quebrada, como un eco de la eternidad, se esparció por el pueblo la noticia que conmovería a todos: el Padre Chuy había comenzado su viaje hacia el cielo. Las familias, que normalmente empezaban sus días laborando en los campos y talleres, hicieron una pausa en sus tareas. Una vela fue encendida en el altar de los santos, y el sonido del rosario llenó el aire, resonando como un canto de agradecimiento por la vida dedicada de un hombre que siempre buscó ser hermano entre los hermanos.

La vida del Padre Chuy había sido una fiesta silenciosa de entrega. Pobre y humilde, él recordaba las palabras de san Juan: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas.» Sin lujos ni ostentaciones, su existencia era un viaje constante de amor y servicio hacia los demás. Él vivió para los más vulnerables, llevando medicinas a enfermos, alimentos a los hambrientos y palabras de consuelo a quienes luchaban con las tensiones de la vida. 

Al llegar al Reino Eterno, el Padre Chuy sintió cómo el peso de su vida terrenal se desvanecía. No encontró a San Pedro y sus llaves, sino a su  mamá la Señora Filomena, quien ya lo esperaba con una sonrisa iluminada por la alegría del reencuentro. Este encuentro era solo el comienzo de una celebración infinita. «¿Siempre están en fiestan,» le preguntó Chuy a su mamá, recordando las risas y abrazos que solían compartir en la tierra. 

Sí,  hijo mío contesto la señora Filomena «Esta casa es muy grande; tiene muchos cuartos, y aquí todos estamos juntos.»

 El Padre Chuy en un arrebato de alegría, sin pedir permiso a Dios,  le hablaba a sus Padres  de los planes que tenía de visitar a La Quebrada, una sensación de calidez lo envolvió.  Chuy  miraba por una gran ventana desde el  cielo a su pueblo natal, sentía que todos sus habitantes eran una ofrenda viva de fraternidad, y ahora, desde su nueva morada, él seguía cuidando de su comunidad distante.

El recuerdo de los momentos en La Quebrada se agolpaba en la mente del padre Chuy , el sabor de las arepas de Lola con queso de Cabimbú , las risas compartidas bajo el sol ardiente trabajando en las tierras de Rafael Ángel Viloria como jornalero, y la profunda fe que mantenía unida a su gente. En ese instante, comprendió que su viaje no había terminado, solo había cambiado de dirección. Ahora, estaba llamado a ser un embajador del cielo, llevando consigo la esencia de su comunidad, a las personas de las que fue pastor en Valle Guanape : el amor, la esperanza y la fe inquebrantable de los jóvenes y ancianos.

La música en el cielo resonaba melodiosa, como un canto lleno de promesas y anhelos cumplidos. Abrazó a sus padres y amigos que llegaban alegres, como si el tiempo no hubiera tenido dominio sobre ellos. Las historias de dolor y sufrimiento de la tierra se transformaron en música celestial, un banquete eterno donde cada risa y lágrima cobraban sentido.

Un nuevo capítulo se abría ante él, donde no había prisa ni maldad, solo una invitación eterna a celebrar la vida. En el jardín del paraíso, rodeado de flores que nunca se marchitan, Chuy entendía que siempre estaría en fiesta. La fiesta de la eternidad. Un festín en el que cada ser que había amado se convertiría en parte de su vida, cada historia de lucha sería celebrada, y cada acto de bondad resplandecería como una estrella en el vasto cielo.

El abrazo del Maestro de Nazaret lo envolvió, llenándolo de una paz indescriptible. Así, el Padre Chuy, el pequeño y sencillo hombre de La Quebrada, encontró su lugar en la gran Casa del Padre, llevando consigo la certeza de que siempre estarían juntos, que la vida era una fiesta que nunca se acabaría, un eco que resonaría por la eternidad. Ya no era un adulto, de repente todos en el cielo eran niños que corrían de un lugar a otro.

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