De cómo la Niña Yolanda descubre el misterio que se enconde en el gran Morococo.
Cuando la luna iluminaba la pequeña Comarca El Corozo , la curiosidad de Yolanda la llevó a afrontar sus miedos. Era un madrugada helada, y el canto del Morococo resonaba cerca de su ventana. Sin poder contenerse, se levantó, sus pies fríos tocando el suelo de tierra, y corrió hacia la cama de sus padres.
«Mamá, el Morococo lleva rato cantando», dijo, con una mezcla de miedo y emoción. Su madre, Ignacia, siempre había hablado del Morococo como un ser misterioso, un guardián que guiaba a aquellos que lo necesitaban en momentos críticos.
Sin embargo, esa noche era distinta.
-«Yolandita, duérmete, mi niña», le respondió su madre. Pero pronto, el deber llamó a Ignacia; debía asistir a María Eugenia, quien estaba a punto de dar a luz, y el Morococo había sido su mensajero.
Al escuchar el murmullo de su madre preparándose con su ruana y una caja de material médico, Yolanda sintió una chispa de valentía. Cuando Ignacia emprendió su camino, Yolanda decidió seguirla. La sombra del Morococo se iluminaba a su paso, adornada por colores vibrantes.
-«¡Mamita!», gritó Yolanda al ver el hermoso ave volar junto a su madre.
Con ternura, Ignacia, corrió hacia la pequeña y la arropó en su ruana; juntas caminaron hacia la casa de María Eugenia. A medida que avanzaban, Ignacia compartió secretos sobre el Morococo, explicándole cómo este avivaba su espíritu durante el servicio de los partos nocturnos.
Al llegar, el caos reinaba: gritos, llantos y un aire tenso llenaban la casa. Yolanda observó desde la cocina, sintiendo el calor del fogón y la ansiedad en el aire. Entonces escuchó a su madre decir: «¡Jesús, Hijo de Dios vivo, ayúdame que María está muy mal!» Su voz era firme y tranquilizadora, una suplica con mucha fe. De repente, una luz brillante iluminó el cuarto donde su madre trabajaba. Un ángel apareció, trayendo consigo dones del cielo. Con manos delicadas, entregó a Ignacia un «bojote» envuelto, donde reposaba el pequeño niño, Salvador Ruiz, sería su nombre, un nuevo ser que había llegado al mundo.
La alegría se desbordó cuando María Eugenia abrazó a su hijo. Mientras su padre, Don Juan, agradecía a Ignacia dándole como regalo dos gallinas criollas y cinco kilos de harina norte.
Yolanda comprendió que la magia de la noche no solo residía en el canto del Morococo, sino en el amor y dedicación de su madre.
De regreso a casa, ya amaneciendo, Yolanda miró a su madre con ojos relucientes, ansiosa por entender más sobre la vida, la muerte y el ángel que los cuidaba. Ignacia sonrió y le susurró: «Mi pequeña Yolanda, todos tenemos un ángel que nos acompaña, tal como el Morococo te ha guiado esta noche. No olvides que cada niño llega al mundo así: envuelto en amor y luz.»
Y así, con un nuevo sentido de asombro, Yolanda volvió a casa con su madre linda, sabiendo que la vida era un misterio lleno de luces, cantos y guardianes en cada paso del camino.
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