II parte de la historia el El Susurro del Morococo

II parte de la historia el El Susurro del Morococo

De cómo la Niña Yolanda descubre el misterio que se enconde en el gran Morococo.

Cuando la luna iluminaba la pequeña Comarca El Corozo , la curiosidad de Yolanda la llevó a afrontar sus miedos. Era un madrugada helada, y el canto del Morococo resonaba cerca de su ventana. Sin poder contenerse, se levantó, sus pies fríos tocando el suelo de tierra, y corrió hacia la cama de sus padres.

«Mamá, el Morococo lleva rato cantando», dijo, con una mezcla de miedo y emoción. Su madre, Ignacia, siempre había hablado del Morococo como un ser misterioso, un guardián que guiaba a aquellos que lo necesitaban en momentos críticos.

Sin embargo, esa noche era distinta.

-«Yolandita, duérmete, mi niña», le respondió su madre. Pero pronto, el deber llamó a Ignacia; debía asistir a María Eugenia, quien estaba a punto de dar a luz, y el Morococo había sido su mensajero.

Al escuchar el murmullo de su madre preparándose con su ruana y una caja de material médico, Yolanda sintió una chispa de valentía. Cuando Ignacia emprendió su camino, Yolanda decidió seguirla. La sombra del Morococo se iluminaba a su paso, adornada por colores vibrantes.

-«¡Mamita!», gritó Yolanda al ver el hermoso ave volar junto a su madre.

Con ternura, Ignacia, corrió hacia la pequeña y la arropó en su ruana; juntas caminaron hacia la casa de María Eugenia. A medida que avanzaban, Ignacia compartió secretos sobre el Morococo, explicándole cómo este avivaba su espíritu durante el servicio de los partos nocturnos.

Al llegar, el caos reinaba: gritos, llantos y un aire tenso llenaban la casa. Yolanda observó desde la cocina, sintiendo el calor del fogón y la ansiedad en el aire. Entonces escuchó a su madre decir: «¡Jesús, Hijo de Dios vivo, ayúdame que María está muy mal!» Su voz era firme y tranquilizadora, una suplica con mucha fe. De repente, una luz brillante iluminó el cuarto donde su madre trabajaba. Un ángel apareció, trayendo consigo dones del cielo. Con manos delicadas, entregó a Ignacia un «bojote» envuelto, donde reposaba el pequeño niño, Salvador Ruiz, sería su nombre, un nuevo ser que había llegado al mundo.

La alegría se desbordó cuando María Eugenia abrazó a su hijo. Mientras su padre, Don Juan, agradecía a Ignacia dándole como regalo dos gallinas criollas y cinco kilos de harina norte.

Yolanda comprendió que la magia de la noche no solo residía en el canto del Morococo, sino en el amor y dedicación de su madre.

De regreso a casa, ya amaneciendo, Yolanda miró a su madre con ojos relucientes, ansiosa por entender más sobre la vida, la muerte y el ángel que los cuidaba. Ignacia sonrió y le susurró: «Mi pequeña Yolanda, todos tenemos un ángel que nos acompaña, tal como el Morococo te ha guiado esta noche. No olvides que cada niño llega al mundo así: envuelto en amor y luz.»

Y así, con un nuevo sentido de asombro, Yolanda volvió a casa con su madre linda, sabiendo que la vida era un misterio lleno de luces, cantos y guardianes en cada paso del camino.

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