Las luces parpadeaban en la vieja estación de servicio. Tomás llevaba horas conduciendo por la carretera desierta, con los nervios crispados por la soledad y el agotamiento. Su auto había comenzado a hacer ruidos extraños, y temía que se detuviera en medio de la nada. Decidió parar en la estación, aunque el lugar parecía abandonado. El letrero, cubierto de polvo y óxido, apenas dejaba ver su antiguo nombre: «Estación San Judas».
El interior olía a carne podrida. Tomás arrugó la nariz y avanzó con cautela. Los estantes estaban llenos de productos caducos, y el aire pesado hacía que cada respiración fuera un esfuerzo. Tras el mostrador, un anciano de piel marchita lo observaba con ojos lechosos. Su ropa estaba sucia y deshilachada, y en su cuello colgaba un crucifijo ennegrecido por el tiempo.
—No deberías estar aquí —murmuró el viejo, rascándose los brazos descarnados. Su voz sonó como un susurro ahogado, como si su garganta estuviera llena de polvo y cenizas.
Tomás fingió no escucharlo y tomó una botella de agua. Al pagar, notó que la mano del anciano temblaba. La piel se desprendía en jirones, dejando ver carne negra y húmeda debajo. Algo en el ambiente le provocó un escalofrío profundo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Tomás, con el estómago revuelto.
El anciano soltó un gemido gutural y se dobló sobre el mostrador. Un chasquido repulsivo resonó cuando su mandíbula se dislocó, dejando ver dientes afilados y ennegrecidos. Sus ojos se llenaron de una luz amarillenta, carente de humanidad.
Tomás retrocedió justo cuando una puerta chirriante se abrió al fondo de la tienda. Un grupo de figuras esqueléticas emergió de la penumbra, sus cuerpos cubiertos de heridas supurantes, los huesos sobresaliendo de la piel rota. Un gorgoteo inhumano brotó de sus gargantas. Sus ojos brillaban en la oscuridad como brasas apagadas, sus movimientos eran erráticos, llenos de espasmos y crujidos de huesos.
El anciano alzó la cabeza, su boca ahora llena de dientes irregulares.
—Tienes buen olor…
Tomás corrió hacia la salida, pero algo lo sujetó del tobillo. Miró hacia abajo y vio una mano huesuda surgiendo del suelo de madera podrida. Trató de zafarse, pero más manos aparecieron, rasgando su piel, hundiendo uñas mugrientas en su carne. Sentía los dedos fríos como el mármol, jalándolo hacia la oscuridad bajo el suelo.
Un alarido de terror se escapó de su garganta cuando una de las criaturas se arrastró hasta él. Tenía la piel colgando en tiras, su rostro era una mueca sin labios y sus dientes relucían con restos de carne fresca. La criatura abrió la boca y murmuró una sola palabra con voz cavernosa:
—Hambre…
Tomás intentó gritar, pero su voz se perdió en el eco de la estación maldita. En su desesperación, logró sacar su navaja del bolsillo y cortar una de las manos que lo sujetaban, pero el daño ya estaba hecho. Sentía su carne ceder bajo la presión de los dientes podridos que se clavaban en su pierna. Un dolor abrasador lo recorrió mientras su sangre empapaba el suelo.
La estación de servicio se desvaneció en una bruma de sombras, y lo último que vio antes de perder el conocimiento fue un grupo de figuras deformes arrastrándose sobre él, arrancando trozos de su piel con avidez.
(Continuará…)
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