Para castigar a las grasas, las toxinas y las demás maldades que acumulan los sedentarios quehaceres y la flojera. Una mañana decidí tomar los senderos que en la campiña de estas tierras hicieron las huellas de los que trajinan tras su ganado, sus chacras y sus estancias.

En la cima de una colina que domina el valle y desde donde se ve el río grande, que bullente baja de las altas punas horadando las primordiales columnas sobre las que majestuosamente se levanta esta cordillera como queriendo subir al infinito. Con la misma tierra en la que han cosechado los frutos que les entregan sus fatigas, o la que hecho polvo levantan sus cansinos pasos, desde tiempos sin memoria, la fe de la gente de estos campos ha construido una capilla de barro y la ha techado con la humilde paja que desde las altas y frías punas han traído de buena gana.

Su puerta grande y de antigua factura llamó mi atención. Estaba hecha de los gruesos tablones salidos de los milenarios y robustos árboles que alegres crecieron mucho antes que los hombres hubieran pisado estas tierras. Para saber si eran negros aquellos vetustos maderos me allegué hasta casi tocarlos, y advertí que eran de un antiguo color marrón que de tanto oscurecerse se había metido en la noche.

Ese venerable lugar estaba resguardado con tan solo una pequeña soguilla de cabuya atada a dos grandes aldabones, seguramente forjados en la fragua de algún antiguo herrero y hechos para durar toda la vida.

Lleno de curiosidad abrí esa puerta y entré en aquel pequeño y silencioso recinto. Cuando mis ojos cambiaron aquella oscuridad por la luz que entraba a través de las menudas ventanas que estaban al comenzar la armazón de su techo y por aquella que penetraba por la puerta que dejé medio abierta, pude ver ocho bancas grandes que se repartían en dos filas y delante de ellas y al centro había una grande y señorial mesa, todas hechas con los mismos tablones de donde había salido aquella puerta. ¡Era el alta!

Al fondo y dominando el templete estaba una grande y maciza cruz de madera cubierta de finas telas blancas y coloridos tejidos artesanales que seguramente con mucha fe y amor habían vestido sus devotos. Pero era el rústico labrado de su madero y ese antiguo color que tienen las cosas que se veneran, lo que le daba su santidad.

Al pie de aquel divino signo, metidos en toscos trastos de arcilla se lucían varios hermosos ramos de flores silvestres que a su modo tributaban su colorida adoración. Más allá y en su lugar, se mostraban los restos de las velas que, encendidas de rodillas, ardieron junto a los ecos que dejaron las plegarias y el llanto que hicieron los suplicantes.

Después de balbucear mis siempre mal remendadas oraciones, me senté en la segunda fila de aquellas antiguas bancas para absorber las buenas vibraciones que ofrecía aquel nativo recinto, y no sé si por el ancestral olor de aquellas flores, la mansa paz que se respiraba en aquel espacio o la rara luz que la navegaba, empecé lentamente a relajarme, hasta quedarme gratamente adormecido.

De repente desde un sueño profundo que hace tiempo no me compadecía, vi que aquella ermita no era solo una morada divina más, sino un brillante lugar donde alzada por la buena fe y los ruegos de las gentes de estos campos, una atareada providencia trabajando sin descanso, derramaba su infinita misericordia para consolar a los afligidos, curar a los heridos, acompañar a los desamparados, dar paz a los agobiados, sosegar a los enfurecidos, serenar a los rencorosos, perdonar a los arrepentidos, compartir con los egoístas, calmar a los temerosos, dar amor a los desvalidos, aconsejar a los confundidos, enrumbar a los extraviados y cumplir con los buenos deseos que se suplican en ese santuario.

Salido de aquella capilla seguí mi camino como lo he seguido siempre, convencido que más allá de nuestras pequeñas y atribuladas existencias nos espera un más grande y maravilloso prodigio.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS