Estaba sentada sola en una cervecería palermitana con una IPA en frente. Mientras saboreaba su amargor y frescura, observaba las mesas a mi alrededor. 

Era de tardecita y en la calle empezaba a haber movimiento. Mucha gente salía de sus trabajos, algunos buscaban refugio para relajarse antes de comenzar el fin de semana. Yo estaba ahí, hambrienta de historias. Observaba e intentaba imaginar la vida de cada uno de ellos. 

Tomé un sorbo de mi cerveza y del otro lado del vidrio observé a una mujer de unos cuarenta años que corría mientras hablaba por teléfono, me pregunté a qué emergencia se dirigiría. ¿Le habría pasado algo a algún familiar o se retrasó de algún compromiso y no llegaba a buscar a su hijo a su clase de inglés? O tal vez sea su forma de andar por el mundo y ya.

Grupos de amigos y amigas, parejas, primeras citas. Múltiples historias a mi alrededor. Observaba, imaginaba y anotaba en mi libreta. Desde que era chica me gustó inventarme la vida de las personas. ¿Cuáles serían sus historias?, ojalá hubiese tiempo para escucharlas todas.

Observé con detenimiento el local. Frente a mi mesa, había un treintañero de cara alargada, pelo oscuro y barba recortada. Parecía trabajar o, tal vez, estudiar. Estaba ensimismado en su computadora, no se daba cuenta de que lo observaba. Al fondo, un grupo de tres amigas, algo ruidosas, desentonaban en el clima del lugar. Imaginé que la rutina de cada una no era compatible con las reuniones del grupo, parecían estar poniéndose al día de sus amores y rupturas. 

Seguí observando y a tres mesas de la mía ví a un chico de unos treinta años, tenía una remera gris con una inscripción que no llegaba a leer. Parecía esperar a alguien, observaba la puerta y la vidriera cada cierto tiempo, luego el celular y luego la puerta otra vez. Todavía no había ordenado nada para tomar.

Me distraje con una risa forzada del grupo de amigas, una de ellas sonreía mientras las demás se desternillaban y pensé lo difícil que es encajar a veces. En eso entró una chica rubia con un vestido negro que deja ver por completo su espalda, tal vez era demasiado para esa hora de la tarde. Se paró por un segundo en la puerta del local y realizó una breve inspección de las mesas, el chico de la remera gris levantó la mano y ella se dirigió a él. Esto cautivó mi atención al instante, parecía ser una primera cita. Gran material.

Hicieron su pedido a la moza y comenzaron a hablar. Supuse que debían haber conversado bastante de forma virtual porque me sorprendió lo fluido de su conversación. Ella estaba reclinada hacia delante con sus brazos sobre la mesa, hablaba con verborragia y cada tanto acomodaba su pelo de forma sugerente. Él la escuchaba sonriente, hacía acotaciones que a ella le resultaban graciosas. Hablaron, sonrieron, se miraron y pidieron otra cerveza. 

Los observé y escribí en mi libreta: “Hacen una hermosa pareja, los dos se complementan casi de forma perfecta. Ella tiene un estilo chic, instagrameable, extrovertida y vivaz. Él, más natural y descontracturado, aún mantiene la identidad del barrio y le gustan las cosas simples. Él la humaniza y ella le da energía y felicidad a cambio. Tendrán dos hijos, les van a poner nombres exóticos, como esa rara costumbre de los famosos.”

Terminé de escribir y noté que hubo un recambio de personas en el local, más grupos de amigos y parejas. El sol había comenzado a ocultarse y la gente salía a disfrutar de la noche.

En eso volví a poner atención a mi pareja. Ella parecía estar llorando. ¿Cómo pude perderme ese giro dramático? Puse atención para escuchar, fue en vano. Él se acomodó para estar más cerca de ella, emanaba un aura protectora y paternal. Apoyó con suavidad su mano en la espalda y la escuchó con aparente atención. En el instante en que mi curiosidad se exacerbó y comencé a evaluar la posibilidad de cambiarme a una mesa más cercana, ella empezó a hablar en un tono más elevado y todas sus angustias invadieron la cervecería, aunque parecía ser yo la única que se percató de la situación.

Resultó ser que cuando ella iba al bar, vió una historia en instagram de su ex -que había sido una relación larga pero cortaron hace un tiempo-. Al parecer él se habría casado y no contento con eso, tuvo un hijo. Al decir esto no pudo contenerse y brotó un llanto afligido, que pareció darle vergüenza porque corrió hacia el baño. Él escribió en su celular ¿Estaría pidiendo ayuda?

Ella volvió renovada. Se sentó y se sacaron una foto. Él tenía una inconfundible expresión de incomprensión. Cruzaron un par de palabras más y se despidieron. Ella salió sin volver a mirarlo y él permaneció sentado. Observaba su pinta recién empezada, parecía querer encontrar alguna explicación a lo sucedido en las burbujas. En ese instante se vuelve hacia mí y nuestras miradas se encuentran por un instante. Sé que puede parecer una locura, pero en ese segundo creí que los dos teníamos el mismo pensamiento.

Lo ilógico y anti-intuitivo que resulta poder conectar con otra persona. Entender y aceptar el sentir del otro y abrazar sus vacíos, esos que tal vez generaron amores que llegaron antes que uno. Vacíos que fueron erosionados durante años y que la persona arrastra porque aprendió a vivir con esa carga. Porque así somos, nos adaptamos al dolor y seguimos hacia adelante porque es lo que nos demanda el mundo: que trabajemos, conozcamos personas, nos divirtamos. Nos demanda que seamos extrovertidos y que expandamos la energía hacia afuera. Nos demanda que estemos bien, bellos y felices. Cuando quizá lo que necesitamos sea meternos para dentro y reconstruirnos. 

Escribí una última frase en mi libreta y la remarqué: “¿Cómo encontrar a un otro cuando a veces no nos encontramos ni a nosotros mismos?”. Pagué la cuenta y me fui caminando mientras disfrutaba de la brisita de la noche.

En el camino pensaba en sus ojos, pude ver tristeza en su mirada. Él también arrastraba su propio dolor. Tal vez hoy no solo ella se vaya pensando en su vacío, tal vez seamos tres quienes volvamos a casa con necesidad de sanar viejas heridas.

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