Eran las nueve de la noche cuando me encontraba en Santa Rosa de Ocopa. Decidí comprar un cigarro y una cerveza, y caminé hacia las bancas cerca del convento. Era una noche de luna llena; el silencio envolvía el distrito mientras la luz de la luna iluminaba todo a su paso. Me senté en una de las bancas, acompañado únicamente por mis pensamientos, reflexionando sobre lo efímera que puede ser la vida.
De repente, una figura apareció entre las sombras. Por un momento pensé que la cerveza comenzaba a hacer efecto, porque parecía una princesa sacada de un cuento de fantasía. Mientras la observaba, aquella figura se acercó y, aunque sentí un leve escalofrío, su voz suave disipó mi inquietud cuando me dijo:
—¿Qué haces aquí, solo?
Sonreí mientras respondía:
—Contemplo la vida, lo fugaz que puede ser.
Se sentó a mi lado, llenando el aire de una calidez extraña, como si la fría noche comenzara a desaparecer. Me miró con curiosidad y preguntó:
—¿No te da miedo estar aquí solo? Dicen que en el convento rondan espíritus.
Reí, tratando de aliviar la tensión.
—Le temo más a los vivos que a los muertos.
Ella bajó la mirada, sonrojándose ligeramente, y me confesó:
—A veces siento cosas parecidas, pero me da miedo compartirlo con los demás. Siempre trato de mostrarme alegre, aunque en el fondo llevo un peso que nadie entiende.
La escuché con atención y respondí:
—Siempre hay alguien que puede comprendernos. Aunque vivamos rodeados de cambios, siempre habrá una conexión que nos haga sentir menos solos.
De repente, tomó mi mano. Pensé que era por miedo, pero al verla de cerca entendí que buscaba algo más profundo, quizás consuelo o compañía. En ese momento, en mi playlist sonaba una canción de Cigarettes After Sex, y la melodía parecía sincronizarse perfectamente con la magia del instante.
Sujeté su mano con fuerza, sintiendo cómo mi corazón comenzaba a latir más rápido. Me pidió que camináramos, y mientras avanzábamos entre los árboles, el miedo desapareció, dejando solo la emoción de estar a su lado.
Nos detuvimos junto a un árbol imponente. Ella lo señaló y dijo:
—Este es mi árbol favorito. Durante el día, es el que da más sombra y refugio.
Asentí, dándole la razón, y me senté a su lado. Una vez más, tomó mi mano, pero esta vez se recostó en mi hombro. Mi corazón latía con tal intensidad que sentí como si fuera a explotar, pero en lugar de asustarme, su cercanía me llenó de una paz extraña.
—Estamos solos —me dijo, mirándome fijamente con esos ojos que brillaban bajo la luz de la luna, como si fueran dos luceros.
De repente preguntó:
—¿Qué es lo que más temes?
Pensé por un momento y respondí:
—Temo quedarme solo en este mundo cruel, sin un amor que dé sentido a mi vida. Temo encontrar a alguien, entregarle todo mi corazón y que me lastime. Temo ser traicionado por quien confíe mi ser, y temo…
Antes de que pudiera continuar, puso un dedo en mis labios y susurró:
—Deja de temer y empieza a actuar.
Se inclinó hacia mí, y nuestros labios se encontraron en un beso lleno de intensidad. No sabía si estaba soñando o si todo era real. Me pellizqué para comprobarlo, y la punzada de dolor me confirmó que aquello era la vida misma.
Después del beso, la abracé con fuerza y, dejando que las palabras fluyeran desde el corazón, le dije:
—Tus ojos son como dos luceros que iluminan la noche. En ellos puedo ver tu alma, tus sentimientos, tu esencia. No sabes cuánto me alegra estar aquí contigo, sintiendo el latir de tu corazón y compartiendo el calor de nuestros cuerpos en esta noche fría. No pido más al cielo que congelar este momento para siempre.
Como si el universo respondiera a nuestras emociones, una estrella fugaz cruzó el cielo. Le pedí que pidiera un deseo, como dice la canción de Alpaquitay. Cerró los ojos y guardó silencio durante unos segundos.
—¿Qué pediste? —pregunté con curiosidad.
Sonrió y respondió con una ternura que jamás olvidaré:
—Que en esta vida, y en todas las que nos toquen, nunca estemos separados. Y si alguna vez lo estamos, que solo miremos al cielo, porque ahí estará nuestra promesa de amor …
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