Tenía cinco años y vivía en un pueblo alejado de las grandes ciudades. Eran tiempos hermosos, libres de preocupaciones, a lo «hakuna matata». Mi madre tenía una vecina allí, se llamaba Creta, y ella tenía un hijo, de nombre Jota. Él me ganaba solo por un año, pero su personalidad era la mejor del mundo: muy sociable y amiguero, lo opuesto a mí. Supongo que fue por eso que me cayó bien. Casi lo consideré el hermano que no tengo. Él me enseñó muchas cosas, todo lo que debía saber, creo. Me enseñó a hacer piruetas en los columpios y a tirarme al agua desde un muro de altura considerable. Sin su empuje, yo no lo habría hecho, porque al verlo sentía que podía yo también. El «sí quiero» salía a flote mucho cuando estaba con él. Aprendí a jugar al trompo, a trepar las palmeras de cocos y a reír y ser feliz por toneladas.
Él también lo fue. Pasó el tiempo, y hacíamos todo juntos, desde ir al colegio, pues debíamos trasladarnos en un vehículo hasta “la ciudad” más cercana, porque ahí había un colegio. Resalto ciudad, porque era un pueblo también, solo que un poco más habitado que el nuestro.
Era mi mejor amigo, muy popular. Él conocía a todos, y viceversa. En los exámenes, yo estudiaba para que él probase, ya que, como mi amigo, sentía mi deber pasarle las respuestas. Un día, siendo aún niños, antes de ser adolescentes, según los estándares de mi país, él me confesó que le gustaba una amiga de nuestro hometown ciudad donde crecimos; lo escribí así porque me gusta más lo que significa en inglés.
Ni bien me lo dijo, sentí que un escalofrío me recorrió desde la parte baja de mi columna y se desvaneció en la parte de detrás de mi cuello. Fue raro. Recuerdo que mi pensamiento fue “¿acaso sentí celos?”, pero no le di importancia a ese pensamiento. Luego de meditar, concluí: “si tú eres feliz, entonces yo también lo seré” –te ayudaré, dime qué debo hacer y cómo, y lo haré. Le contesté. Entonces él me contó su plan, y yo lo ejecuté a la perfección (nada malo, no se preocupen).
Esa tarde, ya en casa, con la ayuda de internet, averigüé que existían celos de amigos. Eso me calmó mucho y se lo atribuí a que éramos amigos. No sé qué fin tuvo, no me enteré por boca de él, pero pude leerlo en sus expresiones: “ella lo rechazó”, se notaba, pensé. Me tocó a mí tratar de distraerlo, de hacerlo reír, pero fue inútil. Cuando el corazón está triste, sabe lo que necesita, y no era yo. Pero me dolía, no por mí, sino por él, porque verlo así es una de las cosas que más odio.
Pero no podía hacer nada. No podía decirle a ella “oye, ¿qué te pasa?, solo acéptalo…” ni a él “oye, reacciona, fíjate en otra…” ni mucho menos darle una cachetada (que era la opción Z), en fin. Parece verdad que el tiempo lo cura todo, porque su semblante empezó a mejorar. Volvió a reír. Yo me fasciné de ver que regresaba en sí, pero algo en su mirada se había endurecido. Yo se lo atribuí a “nuestro chico ha madurado”. Ahora que lo pienso, madurado suena como a “más duro”, en el buen sentido, espero.
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