El cuento del día en que Dios se equivocó

El cuento del día en que Dios se equivocó

E. H. Lewis

13/01/2025

Érase que es, y fue un día, idéntico a todos los otros de esos que se organizan en semanas, meses y años, por siglos interminables de intrascendentes, insípidos y ordinarios, que un individuo igual de común a la multitud del resto de nosotros decidió tomar una decisión en un asunto no mucho más notable que él, pero en su propio juicio también bastante importante.

Abrigaba este personaje tres opciones, muy similares en resultados aunque clasificadas en la misma cantidad de diferentes categorías, y cada una con una larga retahíla de cualidades tan inútiles, apagadas y soñolientas, que sin lugar a dudas resultaría aburrido intentar enumerarlas si deseamos hacer algo productivo de este momento, y no caer en la misma insipidez ordinaria de la intrascendencia de este día en cuestión.

Concluido lo anteriormente dicho, prosigamos al hecho de este indeciso individuo, quien no encontraba una clara solución a su irrelevante dilema, por mucho que apretaba sus ideas hasta el jugo, diagnosticaba posibilidades y pronosticaba resultados.

La primera opción era pues muy atractiva, y en ausencia de las otras dos de seguro sería la solución más obvia y deseable por decisión unánime.

No obstante, la segunda parecía un poquito mejor en muchos de sus detalles, desde básicos a más elaborados, con todas las condiciones requeridas para ser en verdad la primera, aunque en realidad fuese la segunda de las tres alternativas.

En cuanto a la tercera, ésa lamentablemente incluía alguna que otra desventaja con relación a la primera y la segunda, la cual podía ser también la primera haciendo así la primera segunda, de la forma en que ya se ha establecido acerca de esas dos anteriores…

Pensándolo mejor, las cualidades de la tercera aparentaban ser igual de cruciales, que la volvían tan atractiva como lo podía ser la segunda, o incluso hasta como la primera, desplazando ambas a los subsiguientes niveles de esta lista.

Para resumir los previos argumentos, la primera era muy buena opción, y también así la segunda, que casi podía ser primera, aunque jamás tercera, al igual que la tercera podía ser la segunda, y además la primera, resultando bastante obvio que las tres opciones era realmente equivalentes, a pesar de que cada una excluía las similitudes de las otras dos, manteniéndose igual de exquisitas, invaluables y exclusivas en su propia naturaleza única, aunque diferente.

El individuo de esta historia deambuló de uno a otro lado, pensativo, arrastrando sus ideas y tropezando con cada perspectiva, hasta que consideró que la segunda parecía perfecta.

“La segunda es”, se dijo. Y la primera también. Incluso la última. O la segunda, que era la mejor.

Sí, la segunda opción, sin duda alguna.

Aunque la tercera…

Así las cosas, decidió preguntarle a Dios en el nombre de Jesús, con la intención de confirmar las conclusiones de semejante análisis tan elaborado e inseguro.

La respuesta fue un largo silencio, que lo hizo reconsiderar el diámetro de su propia fe, y volver a insistir y a insistir hasta obtener respuesta.

Y como Dios trata como familia y como hijos a todos los que se le acercan en el nombre de Jesús, respondió de la misma manera:

-Las tres son idénticas, poseen las mismas dimensiones, están a la misma distancia, tienen el mismo valor, y ocupan el mismo espacio. Cualquier decisión en cuanto a cualquiera de las tres ofrecerá similares resultados. No te preocupes, no te desalientes, ni tengas miedo. ¡Esfuérzate! Y yo apoyaré tu elección, te rodearé con mi brazo fuerte, y te ayudaré a conquistar todas tus dudas.

Semejante respuesta pareció evasiva, y fue acompañada por más silencio. Así que el indeciso humano persistió en repetir su pregunta, una y otra vez, colmando los días idénticos hasta volverlos monótonos y todavía mucho más intrascendentes, insípidos y ordinarios, y esto es, sin atrevernos a exagerar.

Al punto, que Dios ejerció marejadas de paciencia, hondonadas de tolerancia y torbellinos tan apacibles, que parecían irradiar paz y seguridad desde todas las direcciones disponibles en las profundidades de este universo.

Así que el individuo explicó su perspectiva:

-Dios, yo no me atrevo a elegir sin tu consejo, porque solamente Tú sabes cuál es la mejor opción. Por favor, ¡dime! Te lo pido en el nombre de Jesús Cristo, tu Hijo. ¿Amén? ¡Pues amén!

A lo que su celeste interlocutor se encogió de hombros, en un momento en que se congeló la realidad a la expectativa, especialmente porque la respuesta había sido ejecutada ya en todos los matices disponibles de la comunicación humana en los planos de la realidad apretada en nuestros sentidos, desde susurros apacible a escándalos cósmicos, pasando por señales de humo, lluvias torrenciales, hierba húmeda, árboles frutales, empujones interminables e incluso rótulos colgando desde la alturas durante fines de semana alternos.

Sin embargo, el indeciso no descansaba en su insistencia de uno, dos o tres.

De pronto, se le ocurrió una idea: tomó una hoja de papel, la rasgó en tres pedazos cómplices, y en cada uno de ellos escribió con mano temblorosa de la emoción: “Primera cosa”, luego “Segunda alternativa”, y por último “Tercera opción”.

Estrujó cada fragmento hasta convertirlos en bolitas trillizas, tan similares como los conceptos en su contenido. Y las colocó en un recipiente, la cubrió con una tapa, y la agitó sobre su cabeza por un buen rato.

-Dios, te pido que me hagas elegir la respuesta que es tu voluntad -explicó el indeciso.- Yo voy a obedecer lo que Tú decidas.

Respiró profundo, cerró los ojos, retiró la tapa, y atrapó el primer papelito que encontró.

Fue la tercera. Se le escapó el entusiasmo al leerla.

-Bueno, en ese caso… -admitió, apesadumbrado.

¿La tercera?

¿Quizás no había orado correctamente?

El individuo de nuestro cuento lo pensó mejor:

-Dios, creo que no entendiste lo que te pedí -decidió.- Ya salió la tercera, así que no la voy a incluir en mi final intento. Ahora voy a elegir la respuesta correcta de una de estas dos que todavía me quedan. Son las mejores, ¿no es verdad? Esto tiene que ser lo que Tú has querido decirme que es tu voluntad, así que te pido, Dios Todopoderoso, que me permitas sacar la perfecta y final de acuerdo a tu verdadera opinión…

Volvió a agitar el recipiente sobre su cabeza por un rato adicional, aplicándole direcciones inesperadas y movimientos improvisados de danza tribal.

-¡No puede ser!

Pues sí lo fue: la primera opción estaba en su mano.

-Me parece que hoy estoy orando muy mal -admitió el individuo.- Dios no entiende nada de lo que le pido.

Lanzó el papelito lejos, cubrió el recipiente con su tapa y lo agitó con más denuedo por un último instante:

-Dios: tu voluntad, no la mía -insistió, con los ojos cerrados y muy atento.

Y por arte de maravillas, completamente inesperada, resplandeciente cual indescriptible milagro o portento prodigioso, ¡la opción número dos se desplegó en su mano!

-Gracias, Dios mío -se alegró el agitador de recipientes, escudriñador de papelitos doblados e inquisidor divino, satisfecho por la fe que había demostrado tener en este momento tan decisivo.

Pues cuando queremos recibir una respuesta de Dios, siempre debemos orar de manera que recibamos la respuesta que queremos, aunque nos tome tres veces.

Es por esto quizás que en muchas ocasiones Dios parece resistirse a involucrarse en asuntos humanos y respondernos, aunque se lo pidamos con largas oraciones y en días interminables, porque casi siempre preferimos respondernos a nosotros mismos.

Y todavía más, ignoramos las señales, desde susurros apacible a escándalos cósmicos, y seguimos insistiendo, apuntando a lo que queremos.

Y aquí mismo se acabó este
cuento, en aquel día bien monótono, insípidos
y aburrido, en que se equivocó Dios al no darle a este indeciso
individuo común la respuesta correcta, a pesar de
que se la insinuó dos
veces.

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