Era una tarde soleada en el pequeño pueblo de San Andrés. Las campanas de la iglesia resonaban con la calma de siempre; el panadero acomodaba su mercancía recién horneada. — ¡Pan, calientito y rico! —gritaba el panadero.
Los niños jugaban y corrían por la plaza; nada parecía extraordinario, pero fue entonces cuando apareció en medio de la plaza, sin aviso ni estruendo: un pequeño cubo translúcido flotaba a unos centímetros del suelo. No emitía ruido ni reflejaba la luz del sol, pero en su interior había algo que captaba la atención de todos: un minúsculo reloj de arena cuya arena fluía hacia arriba en lugar de caer.
Al principio, nadie se atrevió a acercarse. Algunos lo observaron desde lejos, murmurando teorías absurdas. «Debe ser un truco publicitario», dijo el carnicero, limpiándose las manos en el delantal. «Quizá es cosa del diablo», susurró la anciana que solía rezar en la iglesia. Pero conforme pasaban los minutos, la curiosidad comenzó a superar al miedo.
Fue Clara, la bibliotecaria del pueblo, quien dio el primer paso. Armándose de valor, extendió la mano hacia el cubo, pero en cuanto lo tocó, algo inexplicable ocurrió. Una ráfaga de imágenes y sonidos inundó su mente: paisajes desconocidos, lenguas diferentes, risas y llantos que no pertenecían a este mundo. Cayó de rodillas, jadeante, mientras el cubo permanecía inmóvil.
“¡Está viva!”, exclamaron, Clara con los ojos muy abiertos. Nadie entendió a qué se refería, pero la gente retrocedió, como si el cubo pudiera escuchar y reaccionar.
En los días siguientes, el objeto comenzó a transformar la rutina del pueblo. No solo seguía flotando en la plaza, sino que parecía interactuar con quienes se acercaban. Una noche, un grupo de jóvenes intentó moverlo usando palos y cuerdas, pero el cubo desapareció frente a sus ojos y reapareció en el mismo lugar al amanecer. Los más valientes juraron haber escuchado voces mientras dormían, susurros que hablaban de caminos que no existían en los mapas.
La obsesión por el cubo creció. Clara, quien parecía haber establecido algún tipo de conexión con él, comenzó a escribir compulsivamente en una libreta. «No es de aquí, pero tampoco es hostil», decía. «Quiere mostrarnos algo».
Un momento después, Clara anunció que había descifrado el mensaje. Según ella, el cubo era una puerta, pero solo se abriría si alguien aceptaba cruzarla sin miedo ni intención de regresar. Nadie creyó que fuera en serio, pero al anochecer, Clara ya había empacado sus pocas pertenencias y se encontraba frente al cubo.
Con un simple susurro, el cubo se expandió y envolvió a Clara en un destello de luz. Luego, se esfumó. Desde entonces, la plaza quedó vacía, y aunque algunos decían haber visto destellos en sus sueños o escuchado a Clara susurrando secretos, nunca más se supo de ella.
El cubo, al igual que había llegado, desapareció sin dejar rastro, dejando al pueblo con una certeza incómoda: lo imposible no solo existe, sino que a veces se filtra en lo cotidiano, desafiando la lógica y el miedo a lo desconocido. Fin
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