La batalla de Teruel, el Stalingrado de la República

La batalla de Teruel, el Stalingrado de la República

El
viernes 31 de diciembre de 1937 Teruel era una ciudad fantasma, casi
desierta, cubierta por un espeso manto de nieve que la mantenía a
quince grados (15º C) bajo cero, sin una sola luz que iluminara de
noche su tejido urbano desgarrado y con más de la mitad de sus
casas, iglesias y nobles edificios mudéjares, destrozados. Hacía
muchos días que ningún ejército hurgaba en sus entrañas, ni
fascista ni republicano, y la ciudad se asemejaba más bien a un gran
hormiguero destripado.

Sin
embargo, al amanecer del nuevo año, las tropas gubernamentales que
habían logrado contener la ofensiva franquista en el frente de
Aragón, frenándola con solo tres de sus agrupaciones, apoyadas por
ciento veinticinco cañones y una masa informe de carros de combate
de fabricación soviética, volvieron sobre sus pasos para ocupar
nuevamente sus posiciones dentro de la fantasmagórica ciudad. Estas
fuerzas venían combatiendo sin tregua a la docena de divisiones que
habían desplegado los insurrectos entre el valle del Jalón y
Medinaceli (Soria), que contaban a su vez con el refuerzo impagable
de la aviación ítalo-germana que ya dominaba los cielos
peninsulares.

El
general Vicente Rojo Lluch (1894-1966), llegado al frente con premura
desde Barcelona para supervisar todas las operaciones, lanzaba al
combate aquella madrugada del año nuevo al V Cuerpo del Ejército
Popular, al mando del general de brigada Juan Guilloto León
(1906-1969), más conocido por su alias comunista de Juan
Modesto,
1
quien a su vez tenía bajo sus órdenes a dos famosos comandantes de
la misma afiliación: Enrique Líster Forján y Valentín González,
apodado el
Campesino.

Se trataba de unas tropas bien equipadas y pertrechadas con un
moderno armamento soviético, que la república había adquirido a la
URSS pagándolo a peso de oro.

El
jefe del Estado Mayor republicano consiguió así completar la
ocupación de Teruel, y el sábado 8 de enero de 1938 se rendían las
últimas tropas franquistas al mando del coronel de artillería
Domingo Rey d´Harcourt (1883-1939), un militar navarro de ideología
fascista al servicio del Generalísimo. Pero esta breve victoria
pronto se revelaría como pírrica, e iba a costar a los republicanos
el desgaste y el empleo a fondo de su flamante Ejército de Maniobra,
el único que le quedaba al general Rojo con capacidad ofensiva y sin
duda, su mejor baza estratégica.

Desde
el principio, la ofensiva de Teruel iba a resultar una de las más
importantes del Ejército Popular, porque en ella se cifraban las
esperanzas de lograr importantes réditos políticos y militares.
Para empezar, ocupar aquel peligroso saliente en el frente de Aragón
y desarticular la prevista ofensiva de las divisiones fascistas sobre
Madrid, tratando de elevar la moral de combate y de resistencia en la
retaguardia, al tiempo que demostrar al resto de las potencias
europeas que la Segunda República española contaba con un ejército
capaz de combatir y atacar al enemigo, como garantía de que la
suerte de la guerra aún no estaba decidida.

Como
máximo responsable del Estado Mayor, Vicente Rojo estuvo sopesando
las posibilidades de actuación de los militares rebeldes, que eran
casi todas, en cada uno de los frentes de operaciones en que estaba
dividida la guerra, y ante el temor cierto de una nueva ofensiva
sobre Madrid, ofreció a la consideración del Gobierno dos opciones
para evitarla. La primera, una campaña en el frente de Extremadura
para alcanzar la frontera portuguesa por Badajoz, dividiendo así en
dos mitades la «zona nacional», progresando después hacia Sevilla,
un bastión de los rebeldes; o bien orquestar un ataque sorpresa por
el frente de Aragón. Aunque la opción extremeña era la más
ambiciosa, esta requería de muchos más medios y tiempo para
organizarla, mientras que el ataque por Teruel, que estaba más
desprotegido, podía resultar más factible y ofrecer una victoria
inmediata para las armas de la República.

Sopesando
los pros y los contras, el Gobierno optó por esta última elección,
reforzada al saberse que Franco estaba concentrado en el Bajo Aragón
un gran número de fuerzas, con las que tanto amenazaba Cataluña
como podía cortar la comunicación con Francia, a base de progresar
por la línea fronteriza pirenaica. En este caso, también podían
caer en su poder las estratégicas centrales hidroeléctricas que
abastecían Barcelona junto con el sesenta por ciento de sus
industrias de guerra.

Por
descontado que el desarrollo de aquella terrible batalla, con casi
cien mil hombres alineados en ambos bandos hoy está en los libros de
historia, y bastará mencionar que resultó crudelísima y muy
desafortunada para la causa republicana. El Caudillo la afrontó como
una campaña de desgaste en el frente de Aragón, sabiendo que el
ejército que menos reservas tenía para aguantar aquel fuerte envite
era el republicano, tal y como así sucedió. Recordemos que, tras
unos pocos éxitos iniciales, desde el sábado 5 de febrero las
tropas desplegadas por Rojo y Modesto tuvieron que enfrentarse a los
ciento veinticinco mil hombres de refresco que Franco lanzó en su
contra. Entre ellos, el cuerpo de tropas coloniales moras que más
adelante se convertirían en su guardia personal, apoyadas por
cuatrocientas piezas de artillería y la aviación ítalo-germana.
Todas estas fuerzas aéreas, contando con más experiencia y número
de aparatos, limpiaron el cielo de los cazas de combate rusos, pese
al gran arrojo y determinación que mostraron los aviadores españoles
y brigadistas frente a sus enemigos italianos y alemanes.

Sin
la protección de su aviación y contabilizando por miles los muertos
y heridos dentro de sus filas, los fatigados y extenuados militares
del Ejército Popular se encontraron al borde del agotamiento. En uno
de sus informes sobre el frente de Aragón dirigido al Generalísimo,
uno de los jefes de la contraofensiva franquista, el general Rafael
García-Valiño (1898-1972) escribía: «El enemigo se defendió con
tesón en todas partes, sufriendo el día 17 de febrero, durante seis
horas seguidas los más potentes bombardeos de la aviación en picado
conocidos hasta entonces, con bombas de 200 y 500 kilos… La acción
de la artillería y la aviación alemana fue demoledora, más la
resistencia encontrada superó, en general, todo lo previsible».

Cuando
el lunes 21 de febrero las fuerzas rebeldes de los generales José
Enrique Varela y Antonio de Aranda consiguieron por fin cercar
Teruel, en la derruida ciudad solo quedaban poco más de dos mil
combatientes al mando del teniente coronel Pedro Mateo Merino
(1912-2000), un antiguo estudiante de Derecho de la Universidad de
Madrid que llegaría a ser coronel en el ejército de la Unión
Soviética. En la madrugada del martes 22, Mateo y unos mil
trescientos hombres rompieron el cerco jugándose la vida, atacando a
los fascistas con granadas de mano y descargas de fusilería que les
permitieron alcanzar las gélidas aguas del río Turia, en las que
algunos soldados se ahogaron. Detrás de ellos dejaron a unos
setecientos cincuenta compañeros, inválidos o gravemente heridos,
que cubrieron hasta donde les fue posible su retirada antes de caer
ellos mismos muertos o prisioneros.

Ese
fue el trágico balance de la batalla de Teruel que, por desgracia,
solo fue el comienzo del mayor desastre republicano de toda la
guerra. El Ejército Popular había perdido a más de sesenta mil
hombres, frente a cuarenta mil bajas del enemigo, y además se había
quedado sin reservas para reponer todo el material bélico destruido,
sin contar que las tropas supervivientes se encontraban tan
desmoralizadas como exhaustas. La derrota de Teruel fue aprovechada
de inmediato por Franco, que, contando con su superioridad en
reservas estratégicas, al tiempo que Rojo había agotado las suyas,
se lanzó el miércoles 9 de marzo sobre todo el frente de Aragón
que apenas sucumbió en un mes.

Vicente
Rojo cometió el error de suponer que su enemigo le iba a dar un
respiro a sus maltrechas fuerzas, retomando sus planes de atacar
Madrid, y por ello replegó a sus brigadas más castigadas hacia
Cataluña. No contó con la obsesión del gallego por buscar siempre
el choque aniquilador, ni que su rival fuera a ordenar dos días
después de recuperar Teruel, el avance de sus divisiones por la
ribera sur del Ebro en dirección a Belchite (Zaragoza). Su objetivo
era alcanzar el valle del río Guadalope, el segundo afluente más
largo del Ebro por su margen derecha, y situar allí una base de
partida estratégica, a un centenar de kilómetros de la costa
marítima, que pronto le permitirá llegar al Mediterráneo y partir
en dos el territorio en manos de la república.

El
total de las tropas franquistas desplegadas durante esta nueva
campaña ascendió a veintisiete divisiones, formadas por ciento
cincuenta mil hombres, respaldados por setecientas cincuenta piezas
de artillería y ciento ochenta carros de combate, contando con la
cobertura aérea de casi setecientos aviones, sumando cazas y
bombarderos, entre los que figuraban algunos aparatos tan modernos
como los nuevos Junkers
Ju-87,

más conocidos como Stukas
(bombardero en picado), que se estrenaron en los cielos de España.

Para
reforzar esta ofensiva y «debilitar la moral de los rojos», Franco
y Mussolini se pusieron de acuerdo en llevar a cabo sobre Barcelona,
la nueva capital de la República (desde el 30 de octubre de 1937),
los mayores bombardeos aéreos realizados hasta entonces sobre una
ciudad. En solo dos días (16 y 17 de marzo), la aviación italiana
destruyó a conciencia los barrios obreros de la Ciudad Condal,
ocasionando más de mil trescientos muertos y el doble de heridos,
sin contar los centenares de casas derruidas o incendiadas por la
acción de las bombas.

Tampoco
las débiles defensas republicanas del frente resultaron capaces de
resistir aquel tremendo castigo y fueron cayendo una tras otra, al
tiempo que la moral de combate se desplomaba en casi toda la
retaguardia catalana. Así las cosas, el 23 de marzo las tropas
franquistas cruzaban el Ebro por la población de Quinto (Zaragoza) y
el 3 de abril Lérida caía en su poder, pese a la dura resistencia
que ofreció el
Campesino.

Y para colmo de males, el viernes 15 de abril el teniente coronel
Camilo Alonso Vega, amigo íntimo de Franco y su compañero de
promoción, al mando de la IV Brigada de Navarra (carlistas),
alcanzaba la costa mediterránea a la altura de la población de
Vinaroz (Castellón), partiendo en dos la zona republicana tal y como
había previsto el Generalísimo.

De
este durísimo golpe la República española jamás se recuperaría
y, sombrío, el ministro de Defensa Indalecio Prieto le confesaba a
su colega, el secretario de Estado Julián Zugazagoitia: «Hemos
entrado en el último episodio de la guerra…, dentro de poco ni
siquiera habrá la posibilidad de retirarnos hacia la frontera
francesa, que Franco nos cerrará con bayonetas y se podrán contar
con los dedos de la mano los españoles que consigan cruzarla». Y en
efecto, la victoria del Caudillo resultaba aplastante, habiendo
tomado Lérida y con las centrales hidroeléctricas pirenaicas en su
poder, además de ocupar un territorio cercano a los quince mil
kilómetros cuadrados, tras apresar a miles de combatientes provistos
de abundante material de guerra soviético.

Aquellos
días de enorme angustia y desolación, están bien reflejados en la
carta privada que el general Vicente Rojo envió a su homólogo José
Miaja, con fecha del 20 de abril de 1938, confesándole abrumado el
desplome de todo el frente de Aragón: «No se puede decir, si no es
con mala intención o con el deseo de hacer daño, que los jefes de
las Grandes Unidades no hayan estado en su puesto; ciertamente, ha
flaqueado alguno, pero no ha sido el causante del desastre. Tampoco
han faltado tropas, como muchos han creído, pues gracias a los
esfuerzos de todos y principalmente al sacrificio de algunos
Ejércitos, que se han desprendido de sus reservas, hemos podido
restablecer un frente de más de 300 kilómetros, a pesar de que
algunas de las unidades llegadas fueron víctimas del pánico, lo
mismo que las de otros frentes. No necesito decirle el problema
pavoroso que se presentó: primero con el hundimiento del frente y la
huida en desorden de todo el Cuerpo de Ejército XII, más unas ocho
o diez Brigadas, las que tenía de reserva y las que se incorporaron
inmediatamente a la primera ofensiva enemiga.

Posteriormente,
se reprodujo más ampliamente la misma catástrofe al norte del Ebro,
pues a pesar del heroísmo y del buen comportamiento de algunas
unidades al tercer día de ofensiva, todas las tropas que había
desde el Ebro hasta los Pirineos, excepto las que cubrían la alta
montaña, estaban también retrocediendo desordenadamente y
arrastrando con su pánico, a las pocas tropas frescas que pudimos
enviar. Esto le explicará a usted la angustia de nuestros últimos
pedidos de reservas, pues prácticamente hemos tenido 48 horas el
frente desde la confluencia del Ebro con el Segre hasta los Pirineos
sin una sola unidad organizada, sosteniéndose solamente por el
empuje y la decisión de algunos jefes y de pequeños núcleos de
tropa que se conservaron dueños de sus actos. No necesito a usted
decirle que el reflejo de pánico en la retaguardia fue igual o
superior al del frente, y, naturalmente, las dificultades que hemos
tenido que reducir han sido enormes».

Tal y como valoran los historiadores actuales, la batalla de Teruel se asemeja, por sus funestas consecuencias, a la derrota alemana en la batalla de Stalingrado. Fue el principio del fin de la España republicana.

1
El gaditano Juan Guilloto fue un militar muy competente. Sirvió en
los Regulares de Ceuta y tras su afiliación al PCE, se formó en
Moscú como oficial en la Academia Militar Frunze del Ejército
Rojo, gracias a lo cual aprendió ruso. El gallego Enrique Líster
era un obrero de la construcción que trabajó en Cuba, antes de
ingresar en el PCE y formarse en la escuela de dirigentes del
Komintern, en Moscú, a la vez que trabajaba en las obras del metro.
Después de la guerra se refugió en la URSS, y tras su paso por la
Frunze ascendió a general de los ejércitos soviético, yugoslavo y
polaco. Valentín González era solo un peón caminero extremeño y
casi analfabeto. Aun así, estos tres hombres resultaron ser unos
combatientes duros y feroces con el enemigo, líderes indiscutibles
para los hombres bajo su mando.

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