Miraba su mochila, era un poco más grande que su espalda y aun así había entrado toda su vida. O lo que había decidido conservar de ella.

Varias carreras universitarias truncadas, un trabajo esclavizante con el que nunca había soñado y una reciente pérdida amorosa la habían empujado a bucear en páginas de hospedajes, foros de mochileros y viajes espirituales. No sabía con exactitud qué buscaba y decidió vivir la experiencia de sacar un pasaje al primer lugar que se le venga a la mente y brindarse a la aventura.

Así fue como una mañana de abril se subió al tren en Retiro hacia el norte. Aunque el viaje iba a ser más largo, le gustaba lo melancólico de ese medio de transporte. Su melodía le recordaba que compartían una fuerza impulsora. Lo que ella aún no sospechaba era la ironía escondida en los viajes que simulan ir hacia el futuro, dirigiéndose al pasado.

Apenas llegó, sintió que el aire de la Puna era lo que necesitaba para liberar su dolor. El ritmo pausado del lugar le generaba alivio, sus pensamientos parecían fluir con más armonía en su cabeza. La gastronomía le recordaba al amor de su abuela, cada bocado era un abrazo para ella. Sin dudas, era el remedio que necesitaba, sentía como volvía a ser ella. Había vuelto a escribir, hacía casi diez años no volcaba sus sentimientos en una hoja, pero ahora parecían brotar casi sin impedimento.

Al mes de su llegada ya se había establecido en un pequeño alojamiento con vista a las montañas, disfrutaba cada mañana en su pequeño balcón con una taza de café y una naturaleza abrumadora. Trabajaba algunas horas de mesera en un pequeño restorán de comida regional, allí conocía mucha gente nueva.

Con el tiempo, los colores vívidos del paisaje norteño se fueron tornando sombríos, rara vez desayunaba en el balcón, si llegaba a hacerlo. La pasividad del pueblo le comenzó a parecer agobiante. ¿Tal vez debería mudarse a la capital de la provincia, para encontrar un intermedio entre el pueblo y la metrópoli infernal de la cual provenía? ¿Debía volver por donde había venido? 

Se sentía dentro de una espiral descendente hacia sus más oscuros fantasmas. Había quedado atrapada, como si fuese una mariposa condenada a permanecer en estado de crisálida sin nunca llegar a culminar su transformación. Ya no pertenecía de donde venía, pero tampoco lograba generar un verdadero vínculo con el lugar.

Una tarde gris, caminando hacia el trabajo encontró una carta en el piso. En ella, una de las imágenes más potentes que había visto: una estructura de piedra, siendo destruida por un rayo. Dentro de ese escenario de descontrol y destrucción parecía haber escombros volando por los aires y, entre ellos, dos seres cayendo. No supo porqué, pero tuvo la incontenible reacción de tomar la carta y guardarla en el bolsillo de su campera.

Una vez llegó a su trabajo comenzó a realizar las tareas de todos los días. Acomodó las mesas del lugar y lo acondicionó para que quede presentable. La tarde transcurrió con tranquilidad con algunos clientes que pasaron por un café o una infusión de hierbas. Hasta que, casi al final del día, una señora, con aspecto de abuela que cocinaba tortas de manzana, se sentó en la mesa que daba hacia la ventana. Mientras le tomó la orden, la observó con detenimiento, tenía un cabello entrecano recogido con un pequeño rodete, un semblante de serenidad y sus ojos parecían guardar un misterio que llamó su atención. La anciana interrumpió su ensoñación invitándola a una actividad que realizaría durante el atardecer. Le dijo que por lo que podía ver en sus ojos le iba a ser de gran ayuda.

Al finalizar su turno se dirigió hacia su casa, pero las palabras de la anciana le resonaban en la cabeza. Había algo en ella que le generaba intriga. Casi sin darse cuenta, modificó el curso de sus pasos hacia la dirección que le había dado la señora.

Al llegar, vio que era una cabaña cercana a las montañas, ya había un grupo pequeño de personas. La anciana la miró con aprobación y una sonrisa tímida.

La anfitriona dio una pequeña descripción de lo que sucedería esa tarde y mientras la escuchaba, comenzaba a dudar de haber concurrido, sentía transpiración en las manos y un nudo en el estómago, pero creyó que ya era tarde para irse.

Una vez la anciana terminó su explicación, todos se dirigieron al patio de atrás de la cabaña. Allí vio una estructura similar a un iglú, pero de piedra. Todos se ubicaron de forma semicircular en la entrada de este para hacer una oración. Uno por uno la anciana los fue envolviendo con un cuenco que humeaba. Cuando llegó a ella sintió un aroma de hierbas, respiró hondo y se entregó a la experiencia, sus hombros se aflojaron y el ritmo de su corazón se tranquilizó. Entraron de a uno al iglú y se sentaron en el piso alrededor de una especie de fogata, en ella pudo ver que había grandes piedras y algunas hierbas. Mientras observaba el espacio, la asustó un ruido, estaban cerrando la puerta. La anciana se sentó frente a la fogata y roció agua en la misma entonando una canción, en una lengua extraña, que le transmitía paz. El clima comenzó a tornarse de un calor húmedo e incómodo. Cerró los ojos, se concentró en la armoniosa melodía y, como un relámpago, comenzaron a llegar imágenes a su mente, visiones de cuando era una niña, de sus padres y sus eternas peleas. Su corazón se estrujó, sintió una lágrima que corría por su mejilla transpirada. Recordó ese viaje largo que había hecho sola con su madre hacia las montañas. En aquel momento, no sabía que no iba a volver a ver a su papá en mucho tiempo. Luego, vio a la escuela que concurrió en ese lugar y sus nuevas amigas, con quienes no volvió a tener contacto una vez retornó a la ciudad.

Cuando quiso darse cuenta, la experiencia había terminado. Comenzaron a salir del iglú y sintió una sensación extraña en el exterior. Se sentía renacida, algo había cambiado, estaba completamente transpirada y relajada, pero había un cambio más profundo que no podía identificar. Una vez fuera, el grupo hizo una oración de cierre y agradecimiento y se dirigieron hacia la salida.

Esa noche le costó dormir. Las imágenes que había recordado sonaban como un eco en su cabeza. Recordó la carta que había encontrado esa tarde y la tomó de su campera. Al verla, se identificó con los personajes cayendo al abismo, pero también con la estructura destruyéndose. Acomodó la carta bajo su almohada y se entregó al sueño.

Al día siguiente se despertó, preparó el desayuno, lo llevó al balcón y, mirando las montañas, le pareció que la claridad de la mañana le regalaba una epifanía: el común denominador, las montañas. Ambas, tanto ella como su madre, habían escapado hacia ellas debido al dolor. ¿Realmente había querido estar ahí o había aprendido que así se solucionan los problemas? 

Juntó el desayuno y se dirigió a la habitación para tender la cama, al mover la almohada cayó la carta al piso. Esta vez, vio en ella una energía arrolladora y renovadora. Tomó su computadora y sacó un pasaje hacia la ciudad. Porque si algo había comprendido en la cálida aventura del día anterior, es que el viaje de sanación es interno, y sólo así se liberaría de su dolor.

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