El Susurro de Berthuid

El pueblo de Berthuid era un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido. Con sus calles empedradas y casas de madera desgastadas, era un rincón apartado del mundo, perdido entre colinas cubiertas de niebla. Sin embargo, bajo su apariencia idílica, Berthuid escondía oscuros secretos que solo el detective Bruno Hallack estaba dispuesto a desentrañar.

Bruno era un hombre de mediana edad, con un rostro marcado por la experiencia y una mirada que parecía penetrar en las sombras. Desde que se mudó a Berthuid, se dedicó a investigar los crímenes más terroríficos que asolaban el pueblo. La gente susurraba sobre él, llamándolo “el cazador de sombras”, ya que siempre aparecía cuando la oscuridad se cernía sobre Berthuid.

Una noche, mientras la luna llena bañaba el pueblo con su luz pálida, un grito desgarrador resonó en el aire. Bruno, que estaba en su oficina revisando informes de casos pasados, salió corriendo hacia el sonido. Al llegar a la fuente del grito, encontró a una mujer en estado de pánico, temblando y con los ojos desorbitados.

—¡Detective Hallack! —exclamó, señalando hacia el bosque que bordeaba el pueblo—. ¡Mi hijo! ¡Desapareció!

La mujer, llamada Clara, explicó que su hijo, un niño de diez años, había estado jugando cerca del bosque cuando desapareció sin dejar rastro. Bruno sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía que el bosque de Berthuid tenía fama de ser un lugar peligroso, donde se decía que las almas en pena vagaban, buscando venganza.

Sin perder tiempo, Bruno organizó una búsqueda. Los habitantes del pueblo se unieron a él, armados con antorchas y un par de perros de caza. La atmósfera era tensa, y el viento parecía murmurar advertencias que solo Bruno podía escuchar. A medida que se adentraban en el bosque, la niebla se espesaba, envolviendo a los buscadores en un manto de inquietud.

Después de horas de búsqueda, uno de los perros comenzó a ladrar frenéticamente. Bruno se apresuró hacia el sonido y, entre los árboles, descubrió un claro. Allí, en el centro, había un antiguo altar cubierto de musgo y hojas secas. En su superficie, había una extraña figura tallada en piedra, con ojos vacíos que parecían seguirlos.

—¿Qué es esto? —preguntó uno de los lugareños, con voz temblorosa.

Bruno se acercó al altar y sintió una presencia oscura. Recordó las historias que había escuchado sobre un culto que una vez existió en Berthuid, adorando a deidades antiguas que se alimentaban del miedo y el sufrimiento. En ese momento, una risa escalofriante resonó en el aire, y el grupo se miró con horror.

—¡Mamá! ¡Ayúdame! —gritó una voz desde la distancia.

Era el niño. Bruno, sin pensarlo dos veces, corrió hacia el sonido, guiado por su instinto. A medida que avanzaba, la risa se convertía en un susurro envolvente que parecía querer desviar su atención. Sin embargo, Bruno se mantuvo firme, decidido a encontrar al niño.

Finalmente, llegó a un claro más profundo en el bosque. Allí, en el suelo, encontró al niño, rodeado por una sombra oscura que parecía cobrar vida. Bruno se arrodilló junto a él, y en ese instante, la sombra se abalanzó sobre él.

Con un movimiento rápido, Bruno sacó su linterna y la iluminó. La luz atravesó la oscuridad, revelando la forma espectral de un ser que parecía desvanecerse ante la luz. La sombra gritó, un sonido desgarrador que resonó en todo el bosque, antes de disiparse en el aire.

Bruno tomó al niño en sus brazos y corrió de vuelta hacia la salida del bosque, sintiendo que la oscuridad se retiraba con cada paso que daba hacia la luz. Cuando finalmente emergieron del bosque, la gente los recibió con gritos de alivio y lágrimas de felicidad. Clara corrió hacia su hijo, abrazándolo con fuerza.

Sin embargo, Bruno sabía que la victoria era temporal. Los ecos de la risa y el susurro permanecían en su mente, recordándole que Berthuid aún guardaba secretos oscuros. Mientras el pueblo celebraba el regreso del niño, Bruno miró hacia el bosque. Sabíendo que había aún mucho por descubrir.

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