Ella era como un cuadro de Picasso
pero doblado hacia adentro,
colgado de una nube
y sin firma de autor.

Llevaba colores que nunca conocí
y sonidos de placer distintos
para cada estirón de las mañanas.

Yo vacilaba sus lunares
y pensaba “Wow
vaya cuerpos celestes”.

Un día puso sus lentes en mí,
dijo que le gustaban las montañas rusas
y que le vendría bien un compañero de viaje,
tal vez también un aparcacoches.

Así que no me quedó más remedio
que comprar una brocha y ponerla en su mano
para que borrara todas las consistencias,
ya estaba harto de mis contornos.

Entonces me dobló hacia adentro,
me colgó de la nube contigua
y firmó con su nombre.

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