Don Juan, el poeta del puerto

Don Juan, el poeta del puerto

I. Idiaquez

21/12/2024

CAPITULO I: EL POETA DEL PUERTO

En una pequeña ciudad portuaria, donde el murmullo de las olas se fusionaba con el retumbar de las grúas oxidadas, vivía un joven llamado Juan Miguel. A sus 17 años, era un habitante peculiar de este rincón del mundo. La ciudad, cuyo aire siempre llevaba consigo el olor salado del mar y las promesas de destinos lejanos, era su escenario cotidiano. Desde que tenía memoria, Juan Miguel había caminado por los empedrados senderos del puerto, entre barcos pesqueros, redes amontonadas y cargamentos de mercancías que llegaban y se iban con la marea. Aunque la ciudad se caracterizaba por su rutina ruda y su ritmo de trabajo incesante, Juan Miguel había logrado algo raro: se había ganado una pequeña pero firme reputación. A pesar de la modestia del lugar, él era conocido como “el poeta del puerto”. Su fama, algo efímera en comparación con la de otras figuras locales más mundanas, como el comerciante de pescado o el capitán del barco, se había ganado por su habilidad para convertir las palabras en susurros de amor.

Con un cuaderno gastado siempre a la mano y una mirada inquieta que capturaba cada movimiento a su alrededor, Juan Miguel se dedicaba a un arte que no le otorgaba riquezas, pero sí un peculiar tipo de poder: la palabra. Sus poemas, inspirados por las obras románticas que devoraba en su tiempo libre, no solo eran una forma de expresión, sino una manera de seducir. Las chicas que paseaban por el puerto y por la plaza central de la ciudad, a menudo se veían atrapadas en las redes de sus versos, cautivadas por sus sentimientos y su forma elocuente de hablar del amor. En lugar de los típicos halagos de los jóvenes de la ciudad, Juan Miguel les ofrecía algo más profundo, un mundo hecho de palabras que podían hacerlas sentir especiales. Las chicas se detenían, algunas por curiosidad, otras por el mero deseo de ser el centro de la atención de aquel joven que parecía tener siempre la frase perfecta. Y él, sin dudarlo, recitaba con fervor, como si cada poema fuera una declaración de amor eterno.

«¿Te he dicho alguna vez que el amor no se mide en tiempo, sino en la intensidad con que se vive?» dijo un día a una joven llamada Sofía, mientras caminaba por la plaza. La joven se detuvo, sorprendida por la intensidad de sus palabras.

—¿De verdad crees eso? —le preguntó ella, con una mezcla de escepticismo y curiosidad.

—Te lo prometo —respondió Juan Miguel, sonriendo con su carisma habitual—. Cada instante con alguien es eterno si se vive con pasión.

A lo largo de los años, Juan Miguel había forjado su identidad como un amante de la literatura romántica. Las novelas que encontraba en la biblioteca local o las viejas ediciones de libros usados que compraba en el mercado le ofrecían una ventana hacia otros mundos, mundos donde el amor era la fuerza más poderosa, la que movía montañas y rompía corazones. Su figura literaria favorita, la que le inspiraba sin cesar, era el legendario Don Juan Tenorio. De todas las historias que había leído, ninguna lo había cautivado tanto como la del joven noble, arrogante y apasionado que conquistaba a mujeres por doquier sin preocuparse por el daño que dejaba a su paso. Para Juan Miguel, Don Juan representaba lo que él aspiraba a ser: un hombre de palabras, que manejaba el arte de la seducción con maestría, sin remordimientos, sin límites. Mientras leía las peripecias de Don Juan, Juan Miguel se veía reflejado en él. Sentía una admiración casi reverente hacia su capacidad para fascinar, para hacer que los corazones latieran al compás de sus versos y promesas. Así, comenzó a firmar sus poemas como «Don Juan», una firma que no solo lo conectaba con su musa literaria, sino que lo convertía en el poeta del puerto que todas las chicas esperaban conocer.

Una tarde, mientras leía un pasaje de la obra en su banco favorito bajo el jacarandá, Juan Miguel murmuró para sí mismo:

—Don Juan, siempre un paso adelante, siempre conquistando, siempre arrasando corazones… Si yo pudiera ser como él, no habría corazón que no se rindiera a mis pies.

En ese momento, un amigo suyo, Felipe, se acercó y, viendo el libro en sus manos, le dijo:

—¿Sigues obsesionado con ese Don Juan? Sabes que no es más que un personaje de ficción, ¿verdad? La vida real no funciona así.

Juan Miguel levantó la vista, con una sonrisa cómplice.

—Lo sé, Felipe, pero hay algo en su libertad que me atrae. Nadie lo limita, y a nadie le importa lo que deja atrás. Eso es lo que quiero: libertad para amar y conquistar, sin remordimientos.

Las tardes en la ciudad portuaria eran, para Juan Miguel, el momento más esperado del día. En cuanto el sol comenzaba a ponerse sobre el mar y la brisa fresca traía consigo el murmullo de las olas rompiendo contra los muelles, él se dirigía hacia la plaza principal, donde se encontraba el viejo jacarandá que servía de punto de encuentro para los jóvenes. Desde allí, podía observar a las chicas que pasaban, sus ropas ligeras ondeando al viento y sus risas resonando en el aire. A menudo se sentaba en uno de los bancos cercanos, cuaderno en mano, y esperaba el momento adecuado para salir a su encuentro.

El jacarandá, con su tronco retorcido y sus hojas caídas como una alfombra morada, parecía el escenario perfecto para que Juan Miguel recitara sus poemas. El árbol era testigo de sus conquistas, de las miradas furtivas que cruzaba con las chicas, y de sus palabras llenas de promesas etéreas. Muchas veces, las jóvenes se detenían al escuchar sus versos, algunas intrigadas, otras sonrojadas por la forma en que él les dedicaba un pedazo de su alma literaria. Era como si cada poema fuera un hechizo lanzado con la esperanza de conquistar, no solo el corazón de la chica, sino su propia percepción del amor y la belleza.

Un día, al ver pasar a Elena, una joven que había visto varias veces en la plaza, Juan Miguel decidió hacer su movimiento. Se levantó de su banco y se acercó a ella.

—¿Sabías que el amor, querida, no es más que un suspiro atrapado entre el oleaje? —dijo, con una mirada profunda.

Elena, sorprendida, se detuvo.

—¿Y cómo sabes eso? —preguntó, con una sonrisa tímida.

—Porque el mar siempre cambia, siempre sorprende, y el amor, como el mar, siempre tiene algo nuevo que ofrecernos —respondió Juan Miguel, inclinándose ligeramente hacia ella.

Elena, ruborizada, no pudo evitar sonreír. Algo en sus palabras, en su forma de mirarla, la hacía sentir especial.

Pero no todo era poesía y romances en la vida de Juan Miguel. La ciudad portuaria, con su encanto rudo y sus promesas de aventura, no era ajena a las dificultades económicas que afectaban a su familia. Su padre, un hombre de rostro curtido por el trabajo en los muelles, pasaba largas horas descargando mercancías, sus manos fuertes y desgastadas por el esfuerzo diario. Mientras tanto, su madre, siempre ocupada en el mercado local, luchaba por vender sus productos y llevar algo de dinero a casa. Aunque la familia vivía con lo necesario, las preocupaciones financieras siempre estaban presentes en el hogar de Juan Miguel. En medio de esta lucha, el joven encontraba en la literatura su refugio, un mundo paralelo donde las dificultades desaparecían y donde las palabras, como magia, le permitían escapar.

Una tarde, mientras su padre llegaba a casa cansado, Juan Miguel lo escuchó suspirar al entrar.

—Hoy ha sido otro día largo en el puerto —dijo su padre, con la voz grave. —El trabajo nunca termina, pero el dinero sigue sin alcanzar.

Juan Miguel levantó la mirada de su cuaderno, preocupado.

—Lo siento, papá. Si pudiera hacer más para ayudar…

Su padre le sonrió cansado.

—No te preocupes por eso, hijo. Tú tienes tus sueños. Sigue escribiendo, pero recuerda que la vida real, esa que vivimos cada día, también importa.

Juan Miguel asintió, pero en su interior, algo comenzó a cambiar. Las palabras ya no le bastaban tanto como antes.

Un día, mientras se encontraba nuevamente bajo el jacarandá, pensativo, Juan Miguel comenzó a reflexionar sobre su vida. El amor que había tan a menudo descrito en sus poemas parecía una ilusión lejana, una idea que solo podía existir en la tinta de su cuaderno. Las jóvenes que conquistaba momentáneamente se desvanecían, y con ellas se iba también el fulgor de su propia búsqueda de algo más. La misma pasión que mostraba en sus versos se disipaba en el momento en que la chica dejaba de estar interesada o cuando sus palabras ya no eran suficientes para sostener la magia que había creado. Era un joven lleno de contradicciones: por un lado, deseaba con fervor el amor idealizado de sus libros; por otro, era consciente de que la vida real, aquella que vivía todos los días, no podía ser tan sencilla como sus versos.

Felipe, quien siempre había sido su amigo más cercano, se sentó a su lado, rompiendo el silencio.

—Te noto pensativo, Juan. ¿Todo bien?

Juan Miguel miró a su amigo, con una leve sonrisa triste.

—No sé, Felipe. Últimamente siento que mis poemas no me llenan como antes. Como si las palabras ya no fueran suficientes para resolver las cosas que realmente importan.

Felipe lo miró con comprensión.

—Las palabras son poderosas, Juan, pero a veces, lo que más importa es lo que haces, no solo lo que dices.

Juan Miguel guardó su cuaderno, mirando al mar que se extendía ante él.

—Lo sé, Felipe. Tal vez haya llegado el momento de vivir lo que he estado escribiendo.

El invierno llegó con cielos grises y un viento frío que parecía colarse por las rendijas de las ventanas. El aire helado calaba hasta los huesos, y, en la ciudad portuaria, el frío no hacía distinción entre los ricos y los pobres. Las casas más humildes, como la de Juan Miguel, se vieron especialmente afectadas por el clima inclemente. Las estufas de leña luchaban inútilmente contra el viento, mientras la gente trataba de mantenerse abrigada con lo que podía. Pero para Juan Miguel, ese invierno trajo algo más que el cambio de estación: trajo una tragedia que transformaría su vida para siempre.

Una noche, mientras la ciudad dormía bajo la capa de frío, su padre, un hombre robusto de manos callosas y espalda encorvada por años de trabajo en el puerto, salió a comprar pan para la cena. Nunca regresó. Juan Miguel se despertó temprano esa mañana, con la esperanza de encontrar a su padre de regreso, como siempre, listo para contar alguna anécdota de su jornada. Pero esa mañana fue diferente. Nadie en la casa dijo nada, pero el silencio pesado que flotaba en el aire ya lo decía todo. Unas horas después, la noticia comenzó a propagarse como un incendio: su padre había sido víctima de un asalto. Los delincuentes, al parecer, lo habían interceptado cuando salía de la tienda. Cuando intentó resistirse, uno de ellos sacó un arma y disparó. Su vida se apagó en un callejón oscuro, dejando a su familia destrozada.

El funeral fue sencillo, apenas un reflejo de la vida de su padre. La tristeza de su madre, contenida y silenciosa, marcó el tono de ese día sombrío. Juan Miguel, parado junto al ataúd, observaba con la mirada vacía, como si la pena se hubiera apoderado de su alma. No había palabras suficientes para describir lo que sentía; solo un dolor profundo y latente lo acompañaba. Esa noche, sentado en su pequeño cuarto, la soledad y el vacío lo envolvieron. Tomó su pluma, buscando en las palabras algo que le diera consuelo. Escribió un poema, uno que nunca mostró a nadie:

—»Bajo la luna fría, tu ausencia grita,
el eco del puerto llora tu partida.
Padre, faro en la tempestad,
tu luz se apaga, y solo queda oscuridad.»

Las palabras eran todo lo que podía ofrecerle a su padre ahora que ya no estaba. Con su puño apretado, guardó el poema, dejando que su dolor se transformara en tinta.

Los días que siguieron al funeral se convirtieron en una rutina insostenible. La vida continuó, pero de manera irónica, como si todo siguiera igual, cuando en realidad nada lo hacía. Su madre, a pesar de la pérdida, siguió trabajando en el mercado local, una fortaleza rota por el dolor, pero dispuesta a seguir adelante. La salud de ella comenzó a deteriorarse lentamente, y Juan Miguel, viendo que el peso de la vida caía sobre su madre, decidió hacer todo lo que podía para contribuir. Comenzó a hacer pequeños trabajos en la ciudad, buscando que las horas de esfuerzo físico lo alejaran de la tristeza que lo invadía.

Cada mañana, se subía a su bicicleta vieja, que crujía con cada pedaleo. El trayecto hacia el centro de la ciudad le tomaba cerca de una hora. El camino serpenteaba entre colinas y campos abandonados, pasando por tramos de carretera deteriorados que reflejaban la misma decadencia de su propio corazón. Aunque el paisaje parecía desolado, algo en ese esfuerzo físico le otorgaba un mínimo de paz. Como si cada pedaleada lo alejara de su dolor, de las sombras que acechaban su mente.

Una tarde, mientras regresaba del trabajo, pasó por la panadería de Gloria, una mujer mayor conocida por su carácter hosco. Gloria, siempre con su mirada severa y su actitud distante, le había ofrecido pan en pocas ocasiones, pero nunca sin una clara advertencia sobre no pedir nada gratis. Esa tarde, sin dinero suficiente, Juan Miguel se acercó tímidamente.

—Señora Gloria, ¿podría regalarme un poco de pan? —preguntó con cautela, con la voz temblorosa.

Gloria lo miró por encima de sus gafas, y con un gesto rotundo negó con la cabeza.

—Aquí no se regala nada, muchacho. Si quieres algo, págalo —respondió secamente, sin ofrecer más palabras.

Juan Miguel no insistió. Esa tarde no compró nada. Pero al día siguiente, decidió actuar de otra manera. Al pasar por la misma panadería, se acercó, tomó un trozo de pan y dejó cinco monedas sobre el mostrador, sin decir una palabra. Gloria lo observó desde el fondo del local, con una expresión difícil de descifrar. Aunque no había un gesto de gratitud, tampoco hubo reproche. De alguna forma, eso le dio una sensación de equilibrio, como si al menos en ese pequeño gesto pudiera mantenerse a flote.

Con el tiempo, esa rutina se estableció entre ambos: Juan Miguel tomaba pan cada día y siempre dejaba las monedas justas. Gloria lo miraba, pero ya no lo regañaba ni le lanzaba miradas de desaprobación. Para Juan Miguel, esa interacción diaria era como una ancla, un pequeño acto de normalidad en medio del caos de su vida.

Mientras los meses pasaban, el tiempo parecía haber encontrado su propio ritmo. Las cosas, al menos externamente, comenzaban a estabilizarse. Sin embargo, el destino, siempre caprichoso, tenía preparado otro golpe para Juan Miguel. Un día, su madre comenzó a quejarse de dolores extraños que no desaparecían. Al principio pensaron que era el estrés, que su cuerpo ya no resistía tanto trabajo, pero los días pasaron y la situación empeoró. Un diagnóstico devastador llegó sin previo aviso: su madre tenía una enfermedad terminal. La noticia cayó sobre ellos como una sentencia. Juan Miguel no podía creerlo. La mujer que había luchado durante tantos años, la que había sobrevivido a tantas dificultades, ahora enfrentaba una batalla que no podría ganar.

En la última noche de su madre, cuando el dolor ya era insoportable, ella tomó la mano de Juan Miguel, con una mirada suave, como si quisiera transmitirme algo importante.

—Hijo, sigue escribiendo. Tus palabras… son tu fuerza —dijo, con voz débil, pero cargada de amor y sabiduría.

Juan Miguel no dijo nada. Se quedó allí, con las manos entrelazadas, viendo cómo la vida se apagaba lentamente de su madre. Ese momento, esa simple pero poderosa frase, quedó grabada en su memoria. Supo entonces que su madre había entendido algo que él aún no había comprendido por completo: que las palabras eran la única forma de seguir adelante, de encontrar la fuerza necesaria para atravesar la oscuridad.

Esa noche, con las lágrimas cayendo de sus ojos, Juan Miguel se sentó junto a su madre. Tomó su cuaderno y comenzó a escribir de nuevo, como un susurro en la oscuridad, buscando algo de consuelo en las palabras que siempre habían sido su refugio.

CAPITULO II: EL ECUENTRO

Cada mañana, antes de que el sol se alzara por completo sobre el horizonte, Juan Miguel se levantaba de su cama de madera, recogía su cuaderno de poemas y salía a la calle con su bicicleta. La bicicleta era antigua, casi obsoleta, con el marco de hierro algo oxidado y las ruedas que crujían con cada pedalada. Pero para él, era suficiente. La bicicleta, que había sido un regalo de su padre muchos años atrás, era su compañera fiel en el largo trayecto hacia la ciudad.

La ruta era difícil, pero no le importaba. El camino serpenteaba entre campos desmoronados y pequeñas colinas, mientras que las carreteras estaban llenas de baches y escombros. A pesar de la dureza del trayecto, Juan Miguel encontraba cierta paz al pedalear. A veces, el sonido de las ruedas golpeando el pavimento y el fresco aire de la mañana lo sumergían en sus pensamientos. La ciudad quedaba a una hora de distancia, y ese tiempo, aunque agotador, le servía para pensar, para ordenar sus ideas y, sobre todo, para escribir. En su mochila siempre llevaba un cuaderno donde anotaba sus versos, esos que solía recitar a las chicas de la plaza, buscando siempre dejar una huella de sí mismo.

Una mañana, mientras cruzaba una de las colinas más empinadas del trayecto, Juan Miguel la vio. Una joven de cabello oscuro, suelto y con una mirada tan profunda que le pareció que podía leerlo todo. Ella caminaba por la acera de la ciudad, como si no tuviera prisa por llegar a ningún lado. Cuando sus ojos se encontraron, algo en su interior cambió. Era como si todo el trayecto que había recorrido, todos los kilómetros, hubieran valido la pena solo por ese momento. La joven lo miró con curiosidad, y Juan Miguel, como si hubiera sido atrapado por un hechizo, la observó hasta que desapareció en la esquina de una tienda.

Su nombre era Bella.

Desde ese día, Juan Miguel comenzó a esperar todos los días el momento en que Bella pasara por la plaza principal de la ciudad. La plaza era el lugar de encuentro para muchos, un espacio lleno de ruido, risas y conversaciones, pero para él era un espacio más profundo, donde podía recitar sus poemas con libertad, como si las palabras pudieran atraparla. No pasaba mucho tiempo antes de que la viera, caminando con paso firme y elegante, como si cada uno de sus movimientos estuviera coreografiado por la misma belleza que emanaba de su ser.

En cuanto la veía llegar, Juan Miguel, armado con su cuaderno y la pluma que siempre llevaba consigo, se acercaba a ella. No lo hacía de forma brusca ni apresurada, pero siempre encontraba una forma de llamar su atención.

—»Tu mirada, Bella, es como el sol que atraviesa las nubes más oscuras, iluminando todo lo que toca,» le dijo una tarde, mientras ella pasaba junto a él.

Bella, que al principio había mantenido una distancia prudente, comenzó a detenerse cada vez más, cautivada por la elocuencia con que él hablaba. Juan Miguel, encantado por su reacción, no perdió oportunidad y continuó recitándole versos, siempre firmando sus poemas como «Don Juan», el poeta del puerto.

—»No hay mar más profundo que tus ojos, Bella, y no hay viento más fuerte que tu risa.»

Bella sonrió tímidamente, aunque no sabía si debía sentirse halagada o preocupada. Algo en la forma en que Juan Miguel hablaba la hacía sentir que sus palabras no solo buscaban cautivarla, sino también que la colocaban en el centro de un escenario en el que él era el único actor. Cada poema, cada palabra, la envolvía en un mundo que parecía hecho solo para ella.

Con el paso de los días, Bella comenzó a pensar en Juan Miguel de una forma diferente. Al principio, sus versos parecían encantadores, como una caricia a su ego. Pero a medida que las semanas avanzaban, las palabras de sus amigas comenzaron a calar en su mente. Ellas le advertían sobre Juan Miguel, el poeta que todos conocían como «Don Juan», el chico que no se quedaba con una sola chica por mucho tiempo.

—»Bella, ¿no te has dado cuenta? Ese chico tiene la fama de ser un infiel,» le dijo Laura, una de sus amigas más cercanas, mientras caminaban por la misma plaza.

—»No creo que eso sea cierto,» respondió Bella, algo desconcertada. «Él parece tan… diferente.»

—»Te lo digo porque lo he visto, Bella. Siempre está con chicas, las conquista, las deslumbra, y después se va. No dejes que te engañe con sus palabras bonitas,» advirtió Laura, con una mirada seria.

Bella, aunque se sentía atraída por Juan Miguel, no podía evitar sentirse vulnerable ante las advertencias. ¿Era él realmente así? ¿Solo un chico con talento para las palabras, pero sin compromiso? El hecho de que sus amigas lo conocieran tan bien y lo advirtieran de esa manera la hizo dudar. Ella no quería ser una más en su lista de conquistas.

Al día siguiente, cuando vio a Juan Miguel en la plaza, recitando otro poema, algo en ella cambió. Ya no veía solo la belleza de sus palabras, sino la sombra de las advertencias de sus amigas. Decidió acercarse a él, pero esta vez con una cautela que no había tenido antes.

—»Juan Miguel,» dijo, con un tono más firme del que usualmente usaba, «me has estado dedicando muchos poemas, y aunque son bonitos, me pregunto si en realidad eres sincero.»

Juan Miguel, sorprendido por su respuesta, la miró fijamente. Estaba acostumbrado a que las chicas se sintieran halagadas por sus palabras, pero Bella parecía estar en otro nivel, uno que no había anticipado.

—»Bella, ¿por qué dudas de mí? ¿No ves que mis palabras son solo para ti?» —respondió él, sin perder su sonrisa encantadora.

Pero Bella no se dejó convencer tan fácilmente.

—»Mis amigas me han hablado de ti, Juan Miguel. Dicen que eres un conquistador, que solo te interesa enamorar por un momento. No quiero ser solo una más.»

Juan Miguel sintió un pequeño atisbo de incomodidad, algo que rara vez experimentaba. Por primera vez, sus palabras no tenían el poder que solían tener.

—»Eso no es verdad,» dijo, aunque en su interior comenzaba a cuestionarse. «Lo que siento por ti es real, Bella. No soy como las demás personas dicen.»

Bella lo observó detenidamente, sin dejar de mantener cierta distancia emocional.

—»Lo veremos, Juan Miguel. Las palabras son fáciles. Pero el tiempo y las acciones son los que realmente cuentan.»

Con el paso de los días, Bella comenzó a ser más cautelosa. Cada vez que se cruzaba con Juan Miguel, sentía esa mezcla de atracción y desconfianza. Aunque sus poemas seguían siendo bellos y llenos de pasión, no podía evitar pensar en lo que sus amigas le habían dicho sobre él. Juan Miguel no era el tipo de chico que se quedaba quieto, y Bella, aunque le atraía profundamente, no quería ser solo una musa más para él.

—»Juan Miguel, tus palabras son hermosas, pero ¿qué pasa cuando el poema termina?» —le preguntó un día, mientras él terminaba de recitar uno de sus versos favoritos.

Juan Miguel, desconcertado por la pregunta, sonrió, pero algo en su interior le decía que, tal vez, esta vez no sería tan fácil conquistarla como a las demás.

—»El poema nunca termina, Bella,» dijo él, intentando recuperar su confianza. «Mi corazón sigue escribiendo para ti, y siempre lo hará.»

Pero Bella, con una mirada que lo desarmó por completo, respondió:

—»A lo mejor, Juan Miguel, lo que deberías escribir ahora son tus acciones, no solo tus palabras.»

Y, con esa frase, Bella se alejó, dejando a Juan Miguel sumido en una reflexión que jamás había tenido antes. Las palabras, por fin, le parecieron insuficientes.

Pasaron los días, y aunque al principio Bella se mostró cautelosa, el encanto de Juan Miguel, con sus poemas y su persistencia, terminó por conquistarla. A pesar de las advertencias de sus amigas sobre la fama de «Don Juan», Bella decidió darle una oportunidad. Tal vez, pensó, las palabras de sus amigas no eran más que prejuicios. Ella quería ver por sí misma si Juan Miguel era realmente diferente, si lo que sentía por ella era auténtico. La atracción que sentía por él era innegable, y con el paso de los días, algo en su interior comenzó a hacerle creer que, quizás, él no solo era un chico de palabras bonitas, sino que había algo más profundo en él.

Un día, mientras paseaban por la plaza de la ciudad, Bella decidió dar un paso más en su relación con él.

—»Juan Miguel, ¿te gustaría salir conmigo este fin de semana? Algo más… informal, solo tú y yo. Tal vez podamos conocer un poco más el uno al otro,» dijo Bella, con una mezcla de nerviosismo y emoción.

Juan Miguel, al escucharla, no pudo evitar sonreír. Era la primera vez que Bella le hacía una propuesta tan directa, y no quería perder la oportunidad.

—»Claro, Bella. Estaré esperando el día con ansias. Será una oportunidad perfecta para hablar más de lo que nos gusta, de lo que nos inspira… y tal vez, para escribir un poema que te robe el corazón.»

Bella lo miró y, con una sonrisa, se despidió de él. A medida que se alejaba, no podía dejar de pensar en cómo había cambiado su perspectiva sobre Juan Miguel. Al principio, solo veía en él un seductor de palabras. Ahora, empezaba a ver a un joven con el que realmente quería compartir más momentos, conocer sus pensamientos más profundos, más allá de las poesías.

Las semanas pasaron y, como Bella había anticipado, el día que habían acordado para salir llegó. Decidieron ir a un restaurante pequeño, alejado del bullicio de la ciudad, donde podían hablar con tranquilidad. Durante la velada, Juan Miguel se mostró encantador y atento. Sus palabras fluían con la misma suavidad con la que recitaba sus poemas, pero ahora no solo le dedicaba versos, sino que le hablaba de su vida, de sus sueños y sus inquietudes. Bella, cautivada por su sinceridad, comenzó a sentirse más conectada con él.

En los días siguientes, Bella comenzó a sentirse más y más enamorada de Juan Miguel. La forma en que él la hacía sentir especial, el detalle de cada gesto, y sobre todo, la pasión que transmitía al hablar de sus poemas y su visión del amor, la envolvieron en un torbellino de sentimientos. No podía negar que estaba profundamente atraída por él, y cada vez que se veía con él, su corazón latía más rápido.

Fue entonces cuando, en un momento de confianza, Bella decidió dar un paso importante: le presentó a sus padres. Sabía que su familia era diferente a la suya, pero sentía que Juan Miguel era alguien lo suficientemente importante como para compartirlo con ellos. Lo invitó a una reunión familiar, consciente de que ese sería un momento decisivo en su relación.

El día de la reunión, Juan Miguel se sintió algo nervioso. Sabía que no solo estaba conociendo a los padres de Bella, sino que también estaba entrando en un mundo que desconocía. Bella, a pesar de sus advertencias internas, le había hablado con mucha admiración de su familia. Su madre, una abogada exitosa, conocida en su ciudad por su profesionalismo y su capacidad para negociar en tribunales, y su padre, un general del ejército, una figura de autoridad respetada, pero con una reputación que, a veces, se manchaba con murmullos de corrupción. Aunque Bella nunca había hablado abiertamente de esos temas, había algo en la forma en que se refería a sus padres que siempre dejaba una sombra de duda.

Cuando Juan Miguel llegó a la casa de Bella, se sintió intimidado por la grandeza de la residencia, pero no dejó que eso lo afectara. La entrada, con sus mármoles brillantes y su decoración opulenta, era un contraste total con la vida sencilla que él llevaba.

Bella lo recibió en la puerta con una sonrisa, y juntos entraron al salón, donde su madre y su padre lo esperaban.

—»Juan Miguel, te presento a mis padres,» dijo Bella, con una mezcla de orgullo y nerviosismo en su voz. «Esta es mi madre, Ana, y mi padre, el general Luis.»

La madre, una mujer de porte elegante y mirada penetrante, extendió la mano y lo saludó con una sonrisa fría, pero educada.

—»Encantada de conocerte, Juan Miguel,» dijo Ana, con una voz firme, pero cordial.

El padre, un hombre de figura imponente, con la mirada fija y seria, también extendió la mano, pero su saludo fue menos cálido.

—»Bienvenido, joven,» dijo el general Luis, observándolo con detenimiento. «Es un gusto conocer al joven que ha logrado captar la atención de mi hija.»

Juan Miguel, con una sonrisa nerviosa, respondió con cortesía.

—»El placer es mío, señor. Gracias por recibirme en su hogar.»

A medida que la conversación avanzaba, Juan Miguel comenzó a darse cuenta de las tensiones subyacentes en la sala. La madre de Bella, a pesar de su profesionalismo, hablaba de una forma que no dejaba de reflejar un control calculador. Su padre, el general, parecía preocupado por algo más que las presentaciones formales, aunque mantenía una fachada de autoridad.

La charla se desvió hacia temas generales al principio, pero pronto se fue volviendo más compleja. La madre de Bella, con una voz suave pero firme, comenzó a hablar sobre su trabajo como abogada.

—»Trabajo con casos muy delicados, Juan Miguel. A veces el sistema no es tan justo como debería, pero siempre busco que la verdad salga a la luz,» dijo Ana, mientras lo observaba.

Juan Miguel, algo incómodo, asintió, pero no pudo evitar notar la forma en que sus palabras tenían una carga más profunda. La verdad parecía ser relativa en ese entorno.

—»Sí, he oído mucho sobre casos como esos,» dijo él, con una sonrisa algo forzada.

Pero lo que realmente le llamó la atención fue lo que sucedió cuando el general Luis habló de su trabajo. El tono de su voz cambió sutilmente, y de repente, Juan Miguel se sintió incómodo, como si el general estuviera dejando escapar detalles que no debía.

—»El ejército… a veces, las decisiones que tomamos no son tan claras como las que uno desearía,» dijo el general, en un tono bajo, pero con una intensidad que hizo que Juan Miguel se sintiera aún más fuera de lugar. «Pero al final del día, lo importante es lo que logras.»

Juan Miguel no pudo evitar preguntarse si el «lograr» del general Luis se refería a algo más que el cumplimiento de la ley. La insinuación de corrupción era clara, aunque nadie lo mencionó abiertamente.

A medida que la noche avanzaba, Juan Miguel comenzó a sentirse cada vez más incómodo. Las palabras sutiles del general y la frialdad de la madre de Bella lo hicieron dudar sobre lo que realmente significaba pertenecer a esa familia. Bella, que había estado tan sonriente al principio, comenzó a mostrar una expresión algo tensa. Durante la cena, el silencio se hizo pesado, y aunque todos intentaban seguir con la conversación, Juan Miguel no podía dejar de preguntarse qué secretos guardaban.

Cuando la velada terminó y él se despidió de sus padres, Bella lo acompañó hasta la puerta.

—»Lo siento, Juan Miguel,» dijo ella, mientras cerraba la puerta detrás de ellos. «Sé que las cosas fueron un poco incómodas. Mis padres… no son lo que parecen.»

Juan Miguel la miró, confundido.

—»¿Qué quieres decir?» preguntó, su voz llena de curiosidad.

Bella suspiró y miró al suelo.

—»Mi madre es una excelente abogada, pero algunos de sus casos… están más relacionados con la corrupción de lo que a veces me gustaría admitir. Y mi padre… aunque es un general, siempre ha estado envuelto en temas de poder, dinero y decisiones… oscuras,» confesó Vannya, con una tristeza evidente en sus ojos.

Juan Miguel la observó en silencio, comprendiendo que lo que había visto en su familia era solo una fachada. La juventud y el amor que él había idealizado en su mente comenzaban a desmoronarse, al igual que su percepción de la familia de Bella. ¿Podría él seguir adelante con sus sentimientos hacia ella, a pesar de todo lo que había descubierto?

—»Bella, no sé qué decir… no me imaginaba que tu familia estuviera en esa… situación,» dijo él, mirando hacia el suelo.

Bella lo miró, algo arrepentida, pero también con una firmeza nueva en su voz.

—»Es mi vida, Juan Miguel. Pero a veces siento que no puedo escapar de todo esto. De la corrupción, de la mentira. Lo único que me da paz es el amor, pero no sé si puedo tenerlo… con todo lo que nos rodea.»

Y mientras las palabras de Bella flotaban en el aire, Juan Miguel sabía que, aunque el amor podía ser lo más puro en sus corazones, la realidad que les esperaba iba a ser mucho más complicada de lo que cualquiera de los dos había anticipado.

CAPITULO III: EL AMOR FLORECE

Con el paso de los meses, Juan Miguel y Bella comenzaron a compartir más momentos juntos. Sus citas, al principio tímidas, se convirtieron en largas veladas llenas de risas y complicidad. Uno de sus lugares favoritos era un pequeño restaurante en las afueras de la ciudad, un lugar modesto, con mesas de madera y luces tenues, donde podían hablar sin interrupciones. Ahí, las palabras de Juan Miguel, que antes eran solo poesía, empezaron a transformarse en confesiones sinceras y sueños compartidos.

—»¿Sabes, Bella?» —dijo Juan Miguel una noche mientras jugaba con la servilleta entre sus dedos—. «Antes de conocerte, creía que el amor era solo algo que se escribía, algo que existía en los poemas y en las historias que leía. Pero ahora… ahora siento que es real. Lo siento aquí.» —Se llevó la mano al pecho, sonriendo con un toque de timidez que lo hacía más encantador.

Bella lo miró fijamente, con una mezcla de dulzura y emoción en los ojos.

—»Y yo pensaba que las palabras eran solo eso, palabras,» respondió ella, apoyando la barbilla en su mano—. «Pero tú me has demostrado que tienen poder. Aunque no te voy a mentir, al principio no estaba segura de tus intenciones.»

Juan Miguel soltó una carcajada.

—»¿Y qué piensas ahora?» —preguntó, inclinándose hacia ella, sus ojos brillando con curiosidad.

—»Pienso que eres más que un poeta,» dijo Bella, sonrojándose un poco—. «Pienso que eres alguien que podría cambiar mi vida.»

Cada cita los unía más, y con cada conversación, ambos sentían que el amor florecía entre ellos, tan natural como las hojas en primavera. Sin embargo, las sombras de la realidad siempre acechaban, especialmente para Juan Miguel. Aunque intentaba mantener su mundo separado del de Bella, sabía que su vida sencilla, marcada por la lucha diaria y los pequeños actos para sobrevivir, podía convertirse en un obstáculo en cualquier momento.

Mientras tanto, en la tienda de pan de la señora Gloria, algo estaba a punto de cambiar drásticamente la vida de Juan Miguel. Durante meses, él había tomado panes y dejado las monedas que podía reunir. Aunque pensaba que su acto era honesto, no sabía que Gloria, una mujer mayor con un carácter severo, lo había estado observando. A pesar de su dureza, Gloria nunca había hecho ningún comentario al respecto, pero en el fondo sentía que algo no estaba bien.

Una tarde, mientras revisaba las grabaciones de las cámaras de seguridad, Gloria notó a Juan Miguel tomando pan sin su permiso directo. Aunque siempre dejaba dinero, ella lo interpretó como un acto de robo. Sus pensamientos comenzaron a mezclarse con la frustración que sentía por el contexto social del pueblo, donde los robos y la violencia se habían convertido en un problema constante.

—»Esto no puede seguir así,» murmuró Gloria para sí misma mientras ajustaba sus gafas para ver mejor la pantalla. «¡Primero toma pan sin pedir permiso y mañana quién sabe qué más hará! Este muchacho necesita aprender una lección.»

Decidida, Gloria tomó el teléfono y llamó a la policía local. Al otro lado de la línea, un oficial atendió su queja.

—»Quiero reportar un robo,» dijo Gloria, con un tono firme—. «Hay un joven que viene a mi tienda regularmente y toma pan sin mi autorización. Dice que deja dinero, pero eso no lo hace correcto. Necesito que hagan algo al respecto.»

El oficial, al escuchar su tono decidido, prometió actuar de inmediato. El contexto del pueblo, marcado por un ambiente de justicia rígida y a veces desproporcionada, significaba que cualquier acto considerado deshonesto era tratado con severidad.

Días después, Juan Miguel se encontraba en la casa de Bella, disfrutando de una reunión con su familia. Aunque siempre se sentía un poco fuera de lugar en ese entorno lujoso, trataba de actuar con naturalidad, especialmente frente al general Luis, quien lo observaba con una mezcla de desconfianza y autoridad. Durante la reunión, la conversación fluía con cierto nerviosismo, cuando, de repente, se escuchó un golpe fuerte en la puerta principal.

—»¿Quién será a estas horas?» —preguntó Ana, la madre de Bella, levantándose de su asiento con una ceja arqueada.

Un asistente abrió la puerta, y ahí estaba un grupo de policías, liderados por el general Luis. Vestido con su uniforme impecable, su presencia llenó el ambiente de tensión.

—»¿Qué está pasando, papá?» —preguntó Bella, sorprendida al ver a su padre liderando lo que parecía una operación.

Luis miró a Juan Miguel con una expresión severa antes de responder.

—»Bella, este joven…» —dijo, señalando a Juan Miguel—, «es acusado de robo. La señora Gloria, de la tienda de pan, presentó una denuncia en su contra. Tenemos pruebas en video.»

Bella se levantó de inmediato, con el rostro lleno de incredulidad.

—»¿Qué? ¡Eso no puede ser verdad!» —exclamó, mirando a Juan Miguel, quien estaba pálido y visiblemente impactado.

—»No robé nada,» dijo Juan Miguel, intentando mantener la calma—. «Siempre dejé el dinero por lo que tomé. Nunca pensé que estuviera haciendo algo malo.»

El general Luis avanzó un paso hacia él, su voz firme y autoritaria.

—»Eso no importa. Tomar algo sin permiso sigue siendo un delito, joven. No importa cuánto dinero dejaste.»

—»¡Papá, esto es absurdo!» —protestó Bella, poniéndose frente a Juan Miguel—. «Él no es un ladrón. Si siempre pagó, ¿por qué tratarlo como un criminal?»

Luis suspiró y miró a su hija con dureza.

—»Bella, la ley es la ley. No importa si es tu amigo o algo más. Mi deber es hacer cumplirla.»

En ese momento, dos policías se acercaron a Juan Miguel y lo esposaron. Bella, con lágrimas en los ojos, trató de detenerlos.

—»¡Por favor, no lo hagan!» —suplicó, sujetando el brazo de uno de los oficiales—. «Papá, tienes que hacer algo. Esto no está bien.»

Juan Miguel, aunque visiblemente afectado, intentó calmarla.

—»Bella, no te preocupes,» dijo, con una voz tranquila pero llena de tristeza—. «Voy a resolver esto. No dejes que esto te afecte. Confía en mí.»

Pero mientras lo llevaban fuera de la casa, el rostro de Juan Miguel reflejaba la mezcla de humillación y desesperanza que sentía. Su mundo, que había comenzado a llenarse de luz gracias a Bella, ahora se desmoronaba frente a él. La mirada de decepción y tristeza de ella lo perseguiría incluso mientras era llevado a la estación de policía.

La noche de la detención de Juan Miguel quedó grabada en la memoria de todos los presentes. En la casa de Bella, la tensión era palpable incluso después de que la policía se llevara al joven. Bella, con lágrimas aún resbalando por sus mejillas, se dirigió a su padre con la voz temblorosa pero cargada de enojo.

—¿Cómo pudiste hacerle eso, papá? —gritó, su voz quebrándose—. Sabes que no es un ladrón. ¡Tú mismo lo dijiste, él dejó dinero!

El general Luis, con la calma propia de alguien acostumbrado a decisiones impopulares, se mantuvo firme.

—Bella, esto no se trata de lo que tú crees o sientes. Es mi deber. Ese joven actuó fuera de la ley, y yo no puedo hacer excepciones, aunque sea alguien cercano a ti —respondió, con un tono que mezclaba autoridad y una pizca de incomodidad.

Ana, la madre de Bella, interrumpió la discusión mientras sostenía una copa de vino entre sus manos perfectamente cuidadas.

—Luis tiene razón, hija. La imagen de nuestra familia está en juego. No podemos permitir que este asunto quede sin consecuencias —dijo, con su habitual tono calculador.

Bella los miró a ambos, incrédula.

—¿La imagen de nuestra familia? —preguntó, casi riendo de forma amarga—. ¿Eso es lo que les importa? ¡Papá, tú has hecho cosas mucho peores en nombre de tus “deberes”! ¿Y tú, mamá? ¿Cuántas veces has defendido a personas corruptas en los tribunales? ¡Hipócritas!

Ana dejó su copa sobre la mesa con un golpe seco y se puso de pie, acercándose a su hija.

—Mide tus palabras, Bella. No sabes todo lo que hacemos para mantener esta familia. Y tú, con tus elecciones imprudentes, solo complicas las cosas —dijo, mirándola fijamente.

—No, mamá, lo que ustedes hacen es arruinar a personas como Juan Miguel —respondió Bella, furiosa—. ¡Si tanto quieren justicia, comiencen a aplicarla en su propia casa!

Sin decir más, Bella salió corriendo de la sala, dejando atrás a sus padres, quienes intercambiaron miradas tensas.

En la estación de policía, Juan Miguel estaba sentado en una pequeña celda, observando cómo las luces fluorescentes del techo parpadeaban. Aunque intentaba mantener la calma, el peso de la situación comenzaba a caer sobre él. Sabía que lo que había hecho en la panadería no era correcto, pero jamás imaginó que terminaría en una celda por ello.

Un oficial joven, que parecía incómodo con la situación, se acercó a él.

—¿Sabías que la señora Gloria iba a denunciarte? —preguntó el oficial, cruzando los brazos mientras miraba a Juan Miguel.

—No —respondió Juan Miguel, con la voz apagada—. Siempre dejé el dinero que tenía. Nunca pensé que ella lo considerara un robo. No quería causar problemas.

El oficial suspiró, apoyándose contra las rejas de la celda.

—Mira, muchacho, sé que esto parece exagerado, pero aquí la gente está cansada de los robos, de las injusticias. El pueblo entero vive bajo tensiones. Y tú, aunque no lo creas, te convertiste en el ejemplo que querían dar.

—¿Ejemplo? —repitió Juan Miguel, incrédulo—. Solo soy un chico que tomaba pan para no pasar hambre. ¿Eso es suficiente para tratarme como un criminal?

El oficial bajó la mirada, incapaz de sostener la intensidad de los ojos de Juan Miguel. No respondió, pero su silencio fue suficiente para que Juan entendiera la respuesta.

De repente, un ruido de pasos apresurados rompió el silencio del lugar. Era Bella, quien había llegado a la estación después de salir corriendo de su casa. Su rostro estaba rojo por la mezcla de rabia y preocupación.

—¡Quiero hablar con él! —exigió al oficial de recepción, quien trató de calmarla.

—Señorita, no puede entrar sin autorización. Además, este joven está bajo custodia.

—¡No me importa! —gritó Bella, empujando la barrera—. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras ustedes tratan a alguien inocente como un delincuente.

El oficial, aunque renuente, cedió ante la determinación de Bella y permitió que se acercara a la celda de Juan Miguel. Cuando ella lo vio, su corazón se quebró al instante.

—Juan —dijo suavemente, mientras se aferraba a los barrotes—. Lo siento tanto. Esto es mi culpa. Si no te hubiera llevado a mi casa, nada de esto habría pasado.

Juan Miguel se levantó lentamente y se acercó a ella, tratando de calmarla.

—Bella, no es tu culpa. Esto pasó porque cometí un error. No importa cuánto lo justifique, tomé pan sin permiso. Lo que más me duele no es estar aquí… es que hayas tenido que presenciarlo.

Ella lo miró, con lágrimas brotando de sus ojos.

—No puedes quedarte aquí, Juan. Mi padre puede ser cruel, pero yo no voy a permitir que esto te destruya. Haré lo que sea para sacarte de esta situación.

Bella regresó a su casa esa noche, decidida a confrontar a sus padres de nuevo. Sabía que si alguien podía influir en la decisión de su padre, era ella. Encontró a Luis en su estudio, revisando algunos documentos.

—Papá, necesito hablar contigo —dijo, entrando sin esperar una respuesta.

El general levantó la vista, sorprendido por la actitud directa de su hija.

—¿Sobre qué, Bella? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

—Sobre Juan Miguel. Esto no está bien. Tú tienes el poder de liberarlo, y quiero que lo hagas. No porque sea mi novio, sino porque lo que hizo no merece este castigo.

Luis dejó los papeles a un lado y suspiró.

—Hija, entiendes que no puedo dejarlo ir así como así. Esto no es personal, es un asunto de principios.

—¿Principios? —replicó Bella, con una risa amarga—. ¿Qué principios, papá? ¿Los mismos que te llevan a aceptar sobornos o a tomar decisiones que arruinan vidas? ¿O los principios que mamá aplica en sus casos turbios? ¿Por qué él tiene que pagar por algo que ustedes hacen todo el tiempo?

Luis se levantó de su silla, claramente molesto.

—¡Bella, basta! —gritó, golpeando el escritorio con su mano—. No tienes idea de lo que dices.

—Sí la tengo —dijo ella, con una firmeza que sorprendió incluso a su padre—. Si de verdad quieres hablar de justicia, empieza por aplicarla de forma justa. Deja a Juan Miguel libre. Si no lo haces, no sé si podré seguir viéndote como mi padre.

El despacho del general Luis estaba bañado por la tenue luz de la tarde, que se filtraba a través de las persianas mal ajustadas. Sentado tras su enorme escritorio de madera oscura, revisaba los documentos relacionados con la detención de Juan Miguel. En su interior, algo lo inquietaba, aunque no lo admitiera abiertamente. Sabía que la presión de Bella y los sentimientos que tenía hacia su hija habían tambaleado su resolución inicial, pero también entendía que su papel como autoridad militar y figura pública estaba en juego.

Ana, su esposa, entró al despacho con su usual aire calculador, llevando una copa de vino en la mano.

—Luis, no puedes ceder ante los caprichos de Bella—dijo, con un tono seco pero persuasivo—. Si dejas libre a ese muchacho, estarás enviando un mensaje de debilidad. Todos en el pueblo verán que la ley puede torcerse si alguien insiste lo suficiente.

Luis levantó la vista, cansado, y apoyó sus manos sobre el escritorio.

—Ana, no se trata de debilidad. Este caso es insignificante. Ese chico no merece estar en prisión, mucho menos algo peor. Pero no puedo negarlo: si cedo, la reputación que tanto he construido podría derrumbarse —admitió con un suspiro.

Ana se sentó frente a él, dejando la copa sobre el escritorio.

—Entonces no lo hagas. Sé que Bellaestá molesta, pero lo superará. Al final, entenderá que actuaste por el bien de la familia y de la sociedad.

El general asintió lentamente, pero un pensamiento cruzó su mente: ¿a qué costo? Sin embargo, decidió mantenerse firme. Esa noche, firmó los documentos que confirmaban la sentencia de Juan Miguel: seis meses de prisión, seguidos de su inclusión en el nuevo decreto del país, que reinstauraba la pena de muerte como castigo para todos los prisioneros sin distinción del delito.

El país, envuelto en una creciente inestabilidad política y social, había comenzado a endurecer sus leyes. El gobierno, buscando recuperar el control, había roto el tratado internacional que prohibía la pena de muerte. Ahora, cualquier persona en prisión, sin importar la gravedad de su delito, enfrentaría una ejecución pública como medida ejemplar.

La noticia llegó como un golpe a la pequeña ciudad portuaria. En las calles, la gente murmuraba con incredulidad y miedo.

—¿Has oído lo que harán? —dijo un pescador a su compañero mientras remendaban redes en el puerto—. No importa si robaste un pan o cometiste un asesinato. Todos los prisioneros serán ejecutados.

—Es una barbaridad —respondió el otro—. Pero ¿qué podemos hacer? Nadie escucha al pueblo.

En medio de este caos, Bella se enteró del destino de Juan Miguel cuando escuchó a su padre hablar en una reunión familiar.

—¿Qué dijiste? —preguntó, irrumpiendo en el salón, su voz llena de rabia.

Luis la miró, visiblemente incómodo pero tratando de mantener la compostura.

—Bella, esto ya no está en mis manos. El gobierno ha implementado un decreto que no hace distinciones. Juan Miguel, como todos los demás prisioneros, será ejecutado tras cumplir seis meses en prisión.

—¡No puede ser! —gritó Bella, con lágrimas brotando de sus ojos—. ¡Tú sabías esto desde el principio y aun así lo condenaste! ¿Cómo puedes ser tan cruel?

Luis se puso de pie, golpeando la mesa con su puño.

—¡Basta, Bella! Esto no es personal. La ley debe cumplirse, y yo no voy a poner en riesgo mi posición ni la seguridad de esta familia por un joven que cometió un delito.

—¡Un delito menor! —replicó ella, sin miedo a enfrentarlo—. Tomó pan porque tenía hambre, y tú lo estás condenando a muerte como si fuera un asesino. ¿Qué clase de justicia es esta?

Ana, que había permanecido en silencio, intervino con su habitual frialdad.

—Bella, no puedes dejarte llevar por las emociones. Esto no se trata de lo que está bien o mal para ti, sino de lo que es necesario para mantener el orden.

Bella los miró a ambos, con el corazón roto y una furia que no podía contener.

—Si hacen esto, jamás volveré a llamarlos mi familia. ¿Entienden? —dijo, antes de salir corriendo de la casa

Esa noche, Bella tomó una decisión desesperada. Visitó a uno de los pocos abogados independientes del pueblo, un hombre mayor llamado Don Eulogio, que había ganado fama por enfrentarse a las autoridades corruptas.

—Don Eulogio, necesito su ayuda. Es sobre Juan Miguel, el joven que está en prisión —dijo, entrando apresuradamente a su despacho.

El abogado, un hombre de cabello blanco y gafas redondas, la observó con interés.

—He oído hablar de él. ¿Qué quieres que haga, hija? Sabes que enfrentarse al gobierno en este momento es prácticamente un suicidio.

—Lo sé, pero no puedo quedarme de brazos cruzados. Tiene que haber una forma de detener esta locura —respondió Bella, con lágrimas en los ojos.

Eulogio suspiró y se recostó en su silla.

—Haré lo que pueda, pero debes prepararte. Este gobierno no tiene piedad. Si nos enfrentamos a ellos, podríamos perder más de lo que imaginamos.

Bella asintió, decidida.

—No me importa lo que tenga que perder, siempre que podamos salvarlo.

Y con esa determinación, ambos comenzaron a planear un intento desesperado por cambiar el destino de Juan Miguel.

CAPITULO IV: PRISION Y POESIA

En la prisión, Juan Miguel se había convertido en una figura peculiar entre los reclusos. Aunque estaba atrapado en un lugar oscuro y opresivo, seguía escribiendo poemas en los bordes de las hojas de periódico que encontraba. Sus versos, cargados de nostalgia y amor, comenzaron a circular entre los demás prisioneros y los guardias.

—¿Qué escribes ahí, poeta? —preguntó uno de los reclusos, un hombre mayor con el rostro marcado por años de trabajo duro y sufrimiento.

—Escribo sobre el mar, sobre Bella… sobre la libertad que nunca dejé de soñar —respondió Juan Miguel, sin levantar la vista.

El guardia asintió, como si entendiera algo más profundo de lo que Juan Miguel decía.

—¿Sabes lo que se dice afuera? —continuó el guardia, con un tono más bajo—. La gente está empezando a hablar de ti. El pueblo te conoce como «el poeta del puerto». Algunos incluso dicen que es injusto que estés aquí.

Juan Miguel dejó de escribir por un momento y suspiró.

—Es irónico, ¿no? Ahora que estoy encerrado, mis palabras tienen más fuerza que nunca. Pero no sé si eso será suficiente para cambiar algo.

El guardia lo miró con una mezcla de respeto y tristeza.

—La gente como tú no debería estar aquí. Pero este país está roto. Solo espero que, pase lo que pase, tus palabras lleguen a más personas. Tal vez eso pueda hacer la diferencia.

Juan Miguel no respondió, pero su mirada reflejaba una mezcla de gratitud y resignación. Sabía que su tiempo era limitado, pero estaba decidido a usar cada segundo que le quedaba para dejar algo significativo.

Los días pasaban con una lentitud agónica para Bella, cada segundo recordándole que el tiempo de Juan Miguel se agotaba. Don Eulogio, a pesar de su experiencia y valentía, enfrentaba obstáculos abrumadores en su intento de desafiar al sistema. Documentos extraviados, citas legales rechazadas y amenazas veladas por parte de las autoridades obstaculizaban cada uno de sus movimientos. Sin embargo, ni él ni Bella estaban dispuestos a rendirse.

Una mañana, Bella se reunió con Don Eulogio en su despacho, donde el ambiente cargado de libros viejos y el olor de tinta fresca le daban una falsa sensación de esperanza. El abogado sostenía en sus manos un último recurso legal: una apelación directa al tribunal supremo, argumentando la inconstitucionalidad del decreto.

—Bella —comenzó Don Eulogio, mirándola con gravedad—. Este es nuestro último recurso. Si no aceptan esta apelación, temo que no habrá nada más que podamos hacer.

—Tiene que funcionar —respondió Bella, con una mezcla de determinación y desesperación—. Juan Miguel no merece esto. Él no es un criminal. ¡Es un poeta, por Dios!

El abogado suspiró y dejó el documento sobre la mesa.

—El problema no es lo que merece, hija. El problema es que estamos enfrentando a un gobierno que no escucha razones. Pero haré todo lo posible.

Al día siguiente, Don Eulogio presentó la apelación. Durante horas, Bella esperó en las afueras del tribunal, aferrándose a la esperanza de que alguien en el sistema tuviera la humanidad suficiente para reconsiderar el caso. Sin embargo, al final de la jornada, Don Eulogio salió con el rostro sombrío y los hombros caídos.

—Lo rechazaron —dijo, con voz apagada—. No escucharon ni uno solo de mis argumentos.

—¿Cómo pueden ser tan crueles? —preguntó Bella, con lágrimas brotando de sus ojos—. ¿Cómo pueden ignorar que esto es una injusticia?

Eulogio la miró con pesar, colocando una mano en su hombro.

—Porque no se trata de justicia, hija. Se trata de poder. Lo siento mucho, pero no hay nada más que podamos hacer.

Bella sintió cómo el mundo se desmoronaba a su alrededor. Sus piernas temblaban, y por un momento pensó que no podría mantenerse en pie. Sin embargo, su tristeza rápidamente se transformó en furia.

—No me rendiré —dijo, con la voz quebrada pero llena de determinación—. Si la ley no puede salvarlo, haré que el pueblo lo haga.

Esa misma noche, Bella recorrió las calles del pueblo, buscando a las personas que conocían a Juan Miguel, aquellas que alguna vez habían sido tocadas por sus poemas o inspiradas por su espíritu. Habló con pescadores, comerciantes, madres y ancianos, compartiendo la historia del joven y suplicándoles que se unieran a ella para exigir justicia.

En la plaza principal, donde tantos versos de Juan Miguel habían sido recitados, comenzó a reunir un grupo de personas. Los murmullos se convirtieron en voces, y las voces, en gritos de indignación.

—¡No podemos permitir esto! —exclamó Bella, de pie frente a la multitud—. Juan Miguel no es un criminal. Es uno de los nuestros, un joven que usó las palabras para inspirarnos, no para lastimarnos. ¿Vamos a quedarnos de brazos cruzados mientras lo matan injustamente?

Un anciano, que recordaba a Juan Miguel como «el poeta del puerto», alzó su voz.

—¡No, no podemos permitirlo! Ese muchacho nos devolvió la esperanza con sus palabras. No merece morir.

La multitud comenzó a crecer, y los gritos de protesta resonaron por todo el pueblo. Sin embargo, las fuerzas del gobierno no tardaron en responder. Antes de que la protesta pudiera convertirse en una marcha hacia la prisión, soldados llegaron para dispersarlos.

Entre empujones y amenazas, Bella fue arrastrada fuera de la plaza por un soldado. En el caos, su padre apareció, vestido con su uniforme, observando la escena con una mezcla de enojo y frustración.

—¡Bella! —gritó Luis, caminando hacia ella—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—Lo que tú deberías estar haciendo, papá: luchar por lo que es correcto —respondió ella, mientras intentaba soltarse de los brazos del soldado.

Luis le hizo una seña al soldado para que la dejara ir. Cuando Bella quedó libre, se acercó a ella con una mirada severa.

—Esto no cambiará nada, Bella. Solo estás poniéndote en peligro.

—¿Y qué importa, papá? —gritó ella, con lágrimas en los ojos—. Prefiero arriesgar mi vida antes que quedarme de brazos cruzados viendo cómo matan a alguien que amo.

Luis permaneció en silencio por un momento, viendo la pasión y el dolor en los ojos de su hija. Por primera vez, pareció dudar. Sin embargo, volvió a endurecer su expresión.

—Esto es más grande que nosotros, Bella. No puedo cambiarlo, y tú tampoco.

—No, papá. No es más grande que nosotros. Lo que es más grande es tu miedo a perder tu poder —respondió ella, antes de alejarse corriendo.

En el quinto mes de prisión, Juan Miguel recibió la noticia de que su apelación había sido rechazada y que la fecha de su ejecución estaba fijada. A pesar del peso de su destino, se esforzó por mantener la calma.

Una noche, mientras escribía en la pared de su celda con un trozo de carbón, uno de los reclusos se acercó.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo, poeta? —preguntó, mirándolo con curiosidad—. Si estuviera en tu lugar, estaría gritando y rompiendo todo.

Juan Miguel sonrió levemente, sin dejar de escribir.

—La rabia no cambiará mi destino. Pero mis palabras, tal vez, puedan cambiar el de alguien más.

Los días pasaron, y aunque sabía que el intento de Bella y del abogado había fallado, Juan Miguel encontró consuelo en un último poema que dedicó a ella:

«A ti, que fuiste mi luz entre la sombra,
mi ancla en el mar furioso,
mi única verdad en un mundo de mentiras.
Aunque mi cuerpo caiga, mi amor por ti vivirá
en cada palabra que deje atrás.»

Mientras terminaba de escribirlo, sintió una paz que no había sentido en semanas. Sabía que su destino estaba sellado, pero en su corazón, llevaba consigo la certeza de que el amor y las palabras que compartió con Bella vivirían más allá de su vida.

La noche antes de su ejecución, la prisión estaba sumida en un silencio pesado. Los reclusos hablaban en murmullos, conscientes de lo que estaba por ocurrir. En su celda, Juan Miguel permanecía sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la fría pared de concreto. A su lado, un pequeño trozo de papel y un lápiz desgastado eran todo lo que necesitaba para plasmar su última voluntad.

Mientras escribía con cuidado, cada palabra salía como un suspiro cargado de amor, tristeza y resignación. Sabía que no tenía mucho tiempo, pero quería asegurarse de que Bella recibiera una parte de él que nunca desaparecería: sus pensamientos más profundos.

El guardia joven, el mismo que había mostrado compasión por él días atrás, se acercó a su celda. Llevaba una expresión sombría, como si el peso de la situación también lo afectara.

—¿Qué estás haciendo, poeta? —preguntó en voz baja, deteniéndose frente a las rejas.

Juan Miguel levantó la vista y le mostró la carta que estaba escribiendo.

—Es mi despedida. Quiero que llegue a Bella antes de que sea demasiado tarde.

El guardia lo miró por un momento, dudando, pero finalmente suspiró y extendió la mano.

—Dámela. Me encargaré de que le llegue. Pero tienes que confiar en mí.

Juan Miguel le entregó el papel con una leve sonrisa de agradecimiento.

—Gracias. No sabes lo mucho que significa esto para mí.

El guardia asintió y guardó la carta en el bolsillo interior de su chaqueta. Antes de alejarse, lo miró una vez más.

—Eres más valiente de lo que muchos de nosotros seríamos en tu lugar, poeta. Que tus palabras vivan, incluso si tú no puedes.

Juan Miguel no respondió, pero sus ojos brillaban con una mezcla de tristeza y gratitud.

A la mañana siguiente, el guardia aprovechó un momento de descanso para buscar a Bella. La encontró en la plaza principal, donde había estado todos los días desde que Juan Miguel fue encarcelado, esperando noticias o cualquier señal de esperanza. Su rostro, marcado por el cansancio y la tristeza, se iluminó ligeramente al ver al guardia acercarse.

—¿Tú eres Bella? —preguntó el hombre, confirmando su identidad.

—Sí, soy yo. ¿Por qué preguntas? —respondió ella, con una mezcla de esperanza y cautela.

El guardia miró alrededor para asegurarse de que nadie lo escuchaba y sacó la carta del bolsillo.

—Es de Juan Miguel. Me pidió que te la entregara. No me queda mucho tiempo, pero quería asegurarme de que la recibieras.

Bella tomó el papel con manos temblorosas, sintiendo cómo su corazón se aceleraba. Apenas pudo agradecerle al guardia antes de que este se alejara rápidamente, temiendo ser descubierto.

Sentada en uno de los bancos de la plaza, abrió la carta con cuidado, como si fuera un objeto sagrado. Las palabras de Juan Miguel la golpearon como una ráfaga de emociones intensas.

Mi amada Bella

Te escribo estas palabras, pues siento que no soy digno de decírtelo en persona. Mi único deseo es expresarte lo que llevo en lo más profundo de mi ser:

«No sé cuánto tiempo más permaneceré en la oscuridad, pero la tiniebla consume mi alma y la injusticia ha arrebatado mi libertad. A pesar de todo, incluso en este lugar sombrío, no puedo dejar de pensar en ti. Cada día, la esperanza de verte me da fuerzas para soportar la prisión, aunque mi cuerpo esté aquí, mi mente y mi corazón siguen contigo.

No culpes a nadie, ni siquiera a tu padre. Él también es prisionero de un sistema que no entiende de amor ni de justicia. Pero tú, Bella, tú eres libre. Libre para seguir adelante, para vivir, para amar. Hazlo por mí, porque yo viviré a través de ti.

Desde mi celda, quiero que sepas cuánto te admiro y cuánto te amo. Eres, sin lugar a dudas, la mujer más perfecta que he conocido. Mi mayor anhelo es pasar mis últimos días de vida a tu lado, rodeado de tu amor, ese que tanto necesito en este momento. El amor que siento por ti es lo único que mantiene viva mi alma en medio de esta oscuridad.

Es posible que, al leer estas palabras, yo ya no esté entre los vivos. La injusticia que ha marcado mi vida podría llevarme lejos de ti, pero quiero que sepas que, aunque el destino me arrebate la vida, mi amor por ti será eterno. Si eso sucede, te ruego que no me olvides, porque yo jamás lo haré. Incluso aquí, en mi soledad, mi mente y mi corazón permanecen contigo. Y cuando me encuentre en el paraíso, le contaré a Dios y a sus ángeles sobre el amor que sentí por ti y que seguirá vivo, más allá de la muerte.»

Con amor, Don Juan.

Cuando terminó de leer la carta, las lágrimas caían libremente por sus mejillas. Apretó el papel contra su pecho, sintiendo como si cada palabra de Juan Miguel se grabara en su alma. Por un momento, el dolor de su pérdida inminente se mezcló con una extraña sensación de paz, sabiendo que su amor había sido verdadero hasta el final.

—No te olvidaré, Juan Miguel. Te prometo que haré que tus palabras vivan para siempre —susurró, con la voz quebrada.

La plaza, normalmente llena de ruido y movimiento, parecía haberse congelado alrededor de ella. En ese instante, el mundo de Vannya giraba únicamente en torno a la carta, al amor que compartieron y al legado que Juan Miguel estaba dejando tras de sí.

CAPITULO V: POEMA FINAL

El sol se levantó tímidamente sobre el puerto, como si también lamentara lo que estaba a punto de suceder. La mañana era fría, y el viento que solía llevar el aroma salado del mar parecía traer consigo un peso invisible, una sensación de inevitabilidad que se extendía por todo el pueblo. Las campanas de la iglesia, que normalmente anunciaban los días festivos o las ceremonias importantes, sonaron ese día con un tono lúgubre, marcando la hora de la ejecución de Juan Miguel.

En su celda, el poeta del puerto se preparaba para enfrentar su destino. Había pasado la noche escribiendo, en las paredes desnudas, su último poema con un trozo de carbón:

«No temo al final, si mis palabras viven,
no temo a la muerte, si mi amor persiste.
El viento lleva mi alma al mar,
y en cada ola, dejo mi libertad.»

El guardia joven que le había llevado la carta a Bella se acercó a su celda por última vez. Su expresión reflejaba una mezcla de admiración y tristeza. Llevaba en la mano un vaso de agua que le ofreció a Juan Miguel.

—Es hora, poeta —dijo, con la voz quebrada.

Juan Miguel tomó el vaso y lo sostuvo por un momento antes de beberlo lentamente. Miró al guardia y le ofreció una sonrisa tenue.

—Gracias por todo. No sabes cuánto significa que hayas llevado mi carta.

El guardia asintió, incapaz de encontrar palabras para responder. Abrió la puerta de la celda y escoltó a Juan Miguel hacia el exterior, donde lo esperaba un pequeño grupo de soldados armados. Las cadenas en sus muñecas y tobillos tintineaban con cada paso, pero Juan Miguel mantenía la cabeza erguida, su expresión tranquila, como si ya hubiera aceptado su destino.

La plaza principal del pueblo, que alguna vez había sido el escenario de los poemas de Juan Miguel, estaba abarrotada de gente. Algunos habían acudido movidos por la curiosidad morbosa, otros por un sentimiento de impotencia, y muchos, por un profundo dolor y rabia ante la injusticia. Entre la multitud, Vannya estaba de pie, con los ojos hinchados por el llanto y la carta de Juan Miguel firmemente apretada en sus manos.

El general Luis observaba desde un lado del estrado montado en el centro de la plaza, su uniforme impecable y su rostro impenetrable. A su lado estaba Ana, que mantenía una fachada de serenidad, aunque en su interior sentía la tensión del momento. Ambos evitaban mirar a su hija, quien se había colocado lo más cerca posible del estrado.

Cuando Juan Miguel apareció escoltado por los soldados, un murmullo recorrió la multitud. Algunos comenzaron a gritar:

—¡Es una injusticia!
—¡No es un criminal, es un poeta!
—¡Déjenlo libre!

Bella, al verlo, rompió en un llanto incontenible. Corrió hacia el estrado, empujando a quienes estaban en su camino, hasta que un soldado trató de detenerla.

—¡Déjenme pasar! —gritó desesperada—. ¡Por favor, déjenme hablar con él!

Luis levantó una mano, y el soldado, tras dudar un momento, la dejó pasar. Bella subió al estrado y corrió hacia Juan Miguel, ignorando las cadenas que lo ataban y abrazándolo con todas sus fuerzas.

—Juan, no puede terminar así. No puedo perderte —susurró, con la voz quebrada.

Juan Miguel inclinó la cabeza hacia ella, cerrando los ojos por un momento mientras sentía el calor de su abrazo.

—Bella, mi amor, no estoy perdido mientras tú me recuerdes. Las palabras que compartimos, los momentos que vivimos, eso no puede morir, Juan Miguel la miró con ternura, incluso en ese momento, no llores por mí, Bella —dijo con voz firme—. Si este es mi destino, al menos me voy sabiendo que te amé con todo mi corazón. —dijo, con una calma que contrastaba con el caos a su alrededor.

—¡Esto no es justo! —gritó ella, mirando a su padre con los ojos llenos de rabia—. ¡Papá, tú puedes detener esto! ¡Haz algo!

Luis desvió la mirada por un instante, pero pronto volvió a endurecer su expresión.

—Bella, sabes que no puedo hacer nada. La ley es la ley —dijo, aunque su voz sonaba menos firme que de costumbre.

—¡No es ley, es crueldad! —respondió ella—. ¡Tú sabes que esto está mal! ¡Tú lo sabes!

Juan Miguel levantó la cabeza y miró al general directamente, su voz serena pero llena de determinación.

—General, no necesito su compasión, pero espero que algún día entienda que las leyes que no respetan la humanidad son las que destruyen naciones. No es a mí a quien están ejecutando, sino a la esperanza de este pueblo.

Los soldados llevaron a Juan Miguel al centro del estrado, donde una soga colgaba, esperando completar su tarea macabra. El verdugo, un hombre de rostro endurecido por años de cumplir órdenes, ajustó la soga alrededor del cuello de Juan Miguel mientras la multitud comenzaba a gritar.

—¡Es un poeta, no un criminal!
—¡Esto no está bien!
—¡Déjenlo ir!

Desde el estrado, Juan Miguel miró al pueblo por última vez. Su voz se alzó, clara y fuerte, acallando los gritos por un instante.

—No temo a este final, porque sé que mis palabras vivirán en cada uno de ustedes. Usen su voz. No permitan que esto se repita. Hagan de este sacrificio un símbolo de lucha, no de derrota.

La multitud, movida por sus palabras, comenzó a gritar aún más fuerte. Algunos lloraban, otros alzaban los puños, y todos se unieron en un clamor que resonaba más allá de la plaza.

—¡Juan Miguel vive!

—¡El poeta del puerto vive!

—¡No más injusticias!

—¡Libertad para el pueblo!

Bella cayó de rodillas, incapaz de soportar el dolor. Sus ojos estaban fijos en Juan Miguel, quien la miró por última vez, con una sonrisa que parecía transmitir paz.

—Te amo, Bella. Siempre lo haré, no le temo a la muerte, si mi amor por ti, Bella, vive en cada verso que dejé atrás.» —dijo, justo antes de que el verdugo soltara la palanca.

El cuerpo de Juan Miguel quedó suspendido en el aire, y un silencio sepulcral cayó sobre la plaza. Pero ese silencio duró solo un momento. La multitud estalló en gritos de rabia y dolor, mientras Bella se derrumbaba, aferrándose al suelo como si pudiera detener el tiempo. Las campanas de la iglesia, que habían marcado la hora de la ejecución, comenzaron a repicar con un tono jubiloso. La gente cantaba y aplaudía, celebrando no solo la vida de Juan Miguel, sino también la victoria de la justicia y el amor.

El sacrificio de Juan Miguel marcó un antes y un después en el pueblo. Sus palabras, que antes habían sido solo poesía, se convirtieron en un grito de resistencia. Su historia, la del «Poeta del Puerto», inspiró a la gente a levantarse contra el sistema que los oprimía.

Bella, aunque rota por dentro, dedicó su vida a preservar su memoria. Publicó sus poemas, organizó marchas y habló en cada rincón del país sobre el hombre que había amado y que había sido arrebatado por la injusticia. Cada vez que alzaba la voz, recordaba las últimas palabras de Juan Miguel y encontraba en ellas la fuerza para seguir adelante.

Aunque el poeta del puerto había partido, su legado vivía en cada verso, en cada protesta, y en cada corazón que se negaba a aceptar la opresión.

El día de la ejecución, el pueblo se reunió en la plaza principal. Algunos acudieron por morbo, otros por obligación, pero muchos llegaron con el corazón pesado, sabiendo que estaban a punto de presenciar una injusticia. Entre ellos estaba Bella, quien se abrió paso entre la multitud con lágrimas en los ojos.

En los días que siguieron, Juan Miguel fue nombrado oficialmente «El poeta del puerto». Sus palabras, llenas de esperanza y resistencia, se recopilaron en un libro que circuló por todo el país. La historia de su valentía y la lucha de Bella inspiraron un movimiento de cambio, llevando a la abolición de las leyes más injustas.

«Y así, en el puerto donde todo comenzó,
el poeta y su amor encontraron la eternidad,
no en la inmortalidad de sus cuerpos,
sino en la fuerza de su legado.»

Autor: I. Idiaquez

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