La ambivalencia es el nudo en el que se atan dos sentimientos opuestos, como si el alma no supiera decidir entre el calor y el frío. Es el abrazo del amor que, al mismo tiempo, duele. Es mirar hacia adelante y desear avanzar, mientras tus pasos se enredan en las raíces de lo que dejas atrás.
Es querer y no querer. Es el «quédate» que se mezcla con el «vete» cuando el peso de lo que sientes parece demasiado. Es la risa que se escapa en medio de las lágrimas o el consuelo que encuentras en la nostalgia más amarga.
La ambivalencia no es confusión; es complejidad. Es la aceptación de que dentro de nosotros habitan emociones que no siempre están de acuerdo, que se pelean y se reconcilian, y que, juntas, nos hacen humanos.
Es esa llamada que quieres hacer, pero no haces. Esa carta que escribes con la esperanza de cerrar un capítulo, pero que terminas guardando en un cajón. Es el eco de un «te amo» que vive en la misma habitación que un «te extraño» y un «te dejo ir».
Al final, la ambivalencia es la prueba de que amar, doler, perder y seguir adelante son hilos de un mismo tejido. Y aunque a veces quisiéramos desatarlo, es precisamente esa tensión la que le da forma a lo que somos.
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